‘Raptor's Rapture’, Allora & Calzadilla, 2012

El instrumento musical más antiguo fue encontrado en 2008 por un grupo de arqueólogos en Alemania: una flauta de treinta y cinco mil años labrada en un hueso de ala de buitre leonado. Su utilidad señalaba un territorio expansivo que trazara los límites de una comunidad a partir del sonido, su posibilidad de orientación y pertenencia. La trama de una relación entre lo humano y lo animal quedaba expuesta en el hueso agujereado. Una pieza de Allora & Calzadilla, Raptor’s Rapture (2012), registra su uso por una especialista en instrumentos prehistóricos. El concierto se cumple en presencia de un buitre leonado vivo. El aire del porvenir atraviesa la flauta y estremece la región perdida. El ave, en cambio, atemporal, oye la vibración de su propio hueso. Es la música de una época en que la relación del humano y el buitre, y de sus lugares, era otra. Que el animal permanezca, sin importar la antigüedad de la flauta recuperada, narra una resistencia territorial, rítmica, donde es el pueblo desaparecido quien ha sido aniquilado por su melodía. La música vibra en honor a nuestra temporalidad. El buitre, capaz de devorar nuestro cadáver, presencia el concierto y espera.

Cuando un animal aparece en la literatura se repite esa disposición; creemos estar asistiendo a un concierto en su honor y acabamos leyendo sobre nuestra extinción. Este es un recorrido por algunos fragmentos donde el vínculo entre lo animal y lo humano emerge como respuesta por la escritura y por un territorio. He probado un orden cronológico y las conexiones entre las lecturas han creado una ruta más conveniente, una que al respetar la linealidad impuesta improvisa por sí misma un relato: la aventura animal de la literatura cubana en contados ejemplos.

1

Una nube de mosquitos aparece en la carta del 12 de julio de 1840, incluida en el volumen Viaje a La Habana de la condesa de Merlin. La autora, que desde su llegada disfrutaba hasta de “las plantas parásitas”, confiesa haber terminado picada por “los implacables mosquitos que ponen a prueba mi paciencia”. Y aquí ocurre algo único. La escena de escritura es construida desde la necesidad de espantarlos y el contenido del texto está ocupado por los mosquitos mismos.

La condesa le cuenta a su hija que tiene los brazos y las manos en estado deplorable: no se los puede cubrir para escribirle porque el calor la asfixia, tampoco dejarlos al descubierto porque la acribillan (conocemos perfectamente la situación). Esta paradoja llevaría a la inmovilidad, a la imposibilidad de la letra. Es en la siguiente oración donde entra encapsulado el sistema esclavista: “No puedo librarme de ellos sino dándome baños de aguardiente de caña, que es aquí una panacea universal aplicable a todos los males, y haciéndome abanicar después sin enjugarme por una negra mientras estoy escribiendo”. La escena queda establecida por las figuras de la condesa oreándose mientras escribe y de la esclava que le aparta los aguijones para que sus manos puedan redactar una carta. “Cuentan en el país una historia muy instructiva a propósito de los mosquitos”, escribe entonces.

Como si educara a la hija con una fábula contada desde su experiencia inmediata con los insectos, la historia que se dispone a transcribir termina siendo un relato cifrado del sentimiento anticolonial. Los primeros europeos encontraron en la isla un número infinito de mosquitos que nublaban el aire; un personaje identificado como un sabio economista propuso traer en una caja especies de otros países que eliminarían a los nativos. Los insectos extranjeros triunfaron, “tanto que al cabo de algún tiempo no quedaba un solo mosquito indígena en la isla”. Pero los naturalizados se volvieron más agresivos y numerosos, sus picaduras tan temibles que se añoraban a aquellos exterminados insectos naturales. “La raza europea, esta raza ingrata de mosquitos, es la que ahora me está haciendo a mí víctima”, escribe la condesa mientras es abanicada. Hay una falsa ingenuidad en su historia, pareciera una alegoría mayor que alguien le ha dejado caer y ella no ha captado del todo. Su esclava, por otra parte, tendría un animal más temible del que preocuparse si se le ocurría escapar: el perro, entrenado en el control de la propiedad emancipada, a quien la condesa le dedica unos párrafos al final de la misma carta. Este aparece en uno de los episodios más violentos de la autobiografía de Juan Francisco Manzano, publicada en ese mismo año en Inglaterra. El poeta esclavo narra un ataque de dos perros cuando cae tras haber corrido amarrado a un caballo; uno le muerde una pierna y el otro la cara: “metiendose casi toda mi quijada isquierda en su boca me atrabesó el colmillo asta encontrase con mi muela”.

2

En una alegoría aún más explícita del destino nacional, Esteban Borrero Echeverría pone a trotar a un ciervo inalcanzable sobre una isla de cazadores, en un cuento que firma precisamente el 20 de mayo de 1905. (Su novela corta, Aventura de las hormigas, comenzada en 1888 y de la que entregó al menos cinco partes, le abre espacio entre los precursores de Kafka, en su secuencia de relatos de animales.) “El ciervo encantado” se anuncia entre paréntesis como cuento prehistórico, una memoria de lo inmemorial. De una antigua isla del Mediterráneo habitada por cazadores llegan huellas arqueológicas como la flauta de hueso.

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El ciervo de esta isla es ligero pero mayor en estatura que un alce, “temible, porque estaba armado de una formidable cornamenta”. Su carne es preciada y es cazado regularmente. Un espécimen se resiste, el encantamiento se fija en su cualidad para volverse inasible. De regreso en la cueva, un cazador cuenta cómo se le ha escapado un ciervo al que ha perseguido todo el día; asumido como un reto, salen todos a capturar la bestia escurridiza, que demuestra serlo aún más mientras más la persiguen. Convocan a todos los cazadores de la isla y tampoco es posible atraparla, por el contrario, con la persecución se hace más grande. La isla cuenta con una metrópoli lejana y una nación vecina. A la primera van en canoa a pedir consejo para cazar al ciervo y les responden que bastante problemas tienen ellos cazando el ciervo inaprensible de su suelo como para sumar el de la isla. La nación vecina es conocida por haber cazado el suyo años atrás y accede al pedido.

Contraria a una metáfora de soberanía que quedaría alineada con la libertad del animal y su conservación entre los bosques de la isla, en el cuento la caza del ciervo es una condición necesaria para reafirmar la independencia. En este balance se equiparan la antigua isla y el ciervo encantado; su muerte es la prueba de la posibilidad de gobierno. Quien consiga sacrificar al animal imposible de capturar, dominará el territorio.

3

El francés Louis Marin se pregunta por el significado del animal que habla en las fábulas. Podría ser una alegoría del hombre, pero es algo más, propone: es un cuerpo que puede comer y ser comido, y que además habla. En los cuentos de Lydia Cabrera los animales desde luego hablan, muchas veces hablan más de una lengua, y hablan entre ellos y con los hombres y con los dioses. “¿Qué son los animales?”, se pregunta Cabrera en el “Preámbulo” de Los animales en el folklore y la magia en Cuba. “Lo reaprendí dialogando con aquellos adoradores de divinidades Yorubas, de fuerzas naturales y de espíritus bantúes, guardianes fieles de creencias inmemoriales”. Sus personajes llevan por nombre la especie con mayúscula, pero conservan el artículo: son uno y todos. (John Berger ha localizado esta dualidad de los animales: “la sangre de un animal fluía como la sangre humana, pero su especie era imperecedera y cada león era el León y cada buey, el Buey”.)

“La carta de libertad”, en Cuentos negros de Cuba (1936), trata de un tiempo en que “los animales hablaban, eran buenos amigos entre sí y se entendían con el hombre”. El Perro desde entonces era su esclavo. Los movimientos del cuento están impulsados por el acta de libertad que le entrega Olofi al Perro cuando este, luego de conversar con sus compadres el Gato y el Ratón en un traspatio de vitrales, reconoce que no es libre. La libertad conseguida por el Perro que habla no produce, sin embargo, un arreglo divino, no genera un reajuste de la realidad sino que pertenece al orden burocrático del papeleo. No basta con ser libre, es necesario demostrarlo. En un espacio que lo inscribe como esclavo, la libertad debe ser documentada.

La carta es tan preciada que el Perro se la guarda en el trasero, pero su solución es una suma de inconvenientes: el escozor le impide mover la cola, si se arrastra para aliviarlo recibe burlas, por temor a dañar el papel ha dejado de comer. Finalmente se la pasa al Gato para que la proteja, aunque este desconfía de la intemperie de sus tejados y se la lleva al Ratón, pero no lo encuentra en su casa y lo recibe la Ratona que al quedarse sola ripea la carta para hacerse un nido porque está a punto de parir. En la primera confrontación con el hombre donde el Perro necesita el papel para probar su estatus, se activa una secuencia de solicitudes que termina originando una legendaria sucesión de enemistades, la hostilidad escalonada que va, desde ese día, del Perro al Gato y del Gato al Ratón. La Ratona duerme con siete hijos en un nido hecho con los trozos del documento divino. Al fijarse este nuevo orden de rencores el Perro queda obligado a reconciliase con el hombre. Su nueva independencia, la aceptación de su domesticidad, se basa en el antagonismo activado por una cadena de rivalidades. La carta de libertad resulta un documento destruido en el trasiego animal.

4

La relación entre perros y cimarrones que detallaba la condesa de Merlin en su carta (y que le aseguraba la fidelidad de su abanicadora), es subvertida en uno de los primeros cuentos de Alejo Carpentier. “Los fugitivos” (1946) recupera esa tecnología del castigo y la lleva al extravío del monte, ante una naturaleza que en lugar de acentuar las diferencias entre lo humano y lo animal va a enturbiar el supuesto límite. Su trama es conocida, narra una breve alianza imposible que termina creando un territorio embrujado por huesos y cadenas. Un esclavo ha escapado y uno de los perros del ingenio se separa de la jauría atraído por una hembra jíbara. De su vida anterior el perro lleva “un collar con púas de cobre con una placa numerada”. Aunque no es un animal de fábula con derecho al habla, puede diferenciar las voces de la jauría a la que pertenece de la de los perros jíbaros: “El acento era distinto, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaznate, enronquecido por fauces potentes”. Con el miedo a ese acento animal, Perro prefiere la compañía de Cimarrón.

En el ingenio, la economía de las relaciones entre lo animal y lo humano se registra con bueyes y caballos para el trapiche, gallos, gallinas y un pavo real para la casa principal; del monte, en cambio, salen hormigas y arañas tejedoras, jutías, hurones, puercos jíbaros, manatíes en el río. Los fugitivos quedan al margen de ambos órdenes, son una nueva forma de vida. Luego de que Perro desentierre huesos humanos en la cueva donde viven, se mudan a otra en la que Cimarrón debe entrar en cuatro patas. En ese palenque formado por un único hombre libre y un solo perro, lo animal y lo humano de cada uno se redistribuye en un umbral de soberanía y supervivencia.

Tras una secuencia de alianzas fuera de la ley, el equilibrio vuelve a alterarse. Cimarrón es capturado y Perro se cruza con la manada salvaje, sobre la que consigue imponerse precisamente por los rastros de su anterior esclavitud: el collar de púas que aún conserva y que devuelve las mordidas de los otros. La integración de Perro a una libertad animal lo hará enfrentarse a Cimarrón y cumplir el combate que había sido pospuesto la primera vez que se extraviaron en lo natural. Al sentir la proximidad del hombre, los jíbaros lo evitan “porque son los animales más peligrosos, por ese andar sobre las patas traseras que les permite alargar sus gestos con palos y objetos”. Distinto de Cimarrón, que tiene como horizonte la fuga, Perro no vive un tiempo lineal: al reencontrarlo se le acumulan sus simpatías con la memoria del entrenamiento como cazador de esclavos y se le lanza al cuello. El encuentro del colmillo y la muela en la narrativa de Manzano, regresa en el final de “Los fugitivos”. Los perros jíbaros devoran al esclavo; Perro y su hembra terminan halando la camisa de Cimarrón “para probar la solidez de los colmillos”.

5

En “Conejito Ulán” (1946), de Enrique Labrador Ruiz, la hija de un mambí no encuentra hombre a la altura de la herencia viril que le ha impuesto el padre al morir; le ha dejado la tierra y el mandato de que no se case con un cobarde, que encuentre preferiblemente un veterano cuya masculinidad haya sido probada en la guerra. Así Maité Zuaque termina entregada a la pasión por un conejo. El animal como centro de la vida rural aparece en esta historia que tiene por escenario un conuco cerca de La Habana. El conejo carga con la dualidad del animal doméstico y del que aún habita su medio natural. En la casa de las afueras de la ciudad, el animal expone también el contagio de los dos mundos.

Al morir su padre, Maité se entrega a las labores del campo con especial atención al cuidado de las bestias hasta volverse una curandera de animales, a los que trata con remedios de su finca. Súbitamente, le surge un amante vegetariano. Debe ocultarlo porque alguien con su nombre y con un labio partido es buscado por los guardias. Llegan a tener hijos y la casa cerrada al mundo se puebla con la nueva familia secreta. La estructura del cuento, dividida en cuatro partes, intercambia el orden cronológico de la segunda y la tercera. Este desplazamiento desliza como una intriga el despertar del deseo. En la tercera parte se revelan los inicios de la atracción. Así describe su primera visión de Ulán: “Era como una esponja, gris, eléctrica, malamente constituida”. No hay rasgos antropomorfos aún; era “una cosa que saltaba de modo irregular sobre la yerba”. Entonces se confirma que se trata de un conejo, al que acogió al encontrarlo con una pata partida, y a quien se entrega en un día de lluvia. La apertura a la naturaleza animal, la propia y la del animal mismo enmascarado en el deseo, opaca los bordes de ambos cuerpos, el del conejo y el cuerpo femenino. Ulán finalmente escapa y la naturaleza reclama la finca y sus últimos rastros humanos.

Si no fuera por la difícil distancia que marca la voz de los grupos sociales con una escritura defectuosa, el cuento podría envejecer mejor (aunque lo que hoy parece envejecer mal atrae un momento lejano en que rejuvenece y viceversa, como si ser contemporáneo de una lectura fuera una fórmula inestable y a lo largo de la vida nos equilibramos y nos perdemos de vista hasta otro encuentro con suerte). Los personajes en ese registro quedan a su vez animalizados. La herencia del mambí, “teniente en el 95 gracias al filo de su machete”, termina dilapidada como un camino sin salida. No sobreviven la finca ni el linaje. Queda como una ficción perdida el destino de los cinco hijos conejos. En una reedición de 1988 de otro de los libros de Labrador Ruiz, la autora del prefacio dice: “Y por ahí anda ahora Enrique, resignado a que le reconozcan como padre del «Conejito Ulán», como si no hubiera hecho otra cosa”. No quisiera con este fragmento repetir esa simplificación; por el contrario, debería invitar al rescate de El laberinto de sí mismo, para confirmar su cercanía.

6

El cuento de Antonio Benítez RojoEstatuas sepultadas”, firmado en 1966 y publicado un año después en Tute de reyes, comienza con el recuerdo de una cacería de mariposas en el verano. El aislamiento en el borde entre lo rural y lo urbano de “Conejito Ulán”, se vuelve un cerco en este relato instalado en el centro de la ciudad, en El Vedado, en una propiedad que contiene en su paisaje decadente la posibilidad del retorno de lo natural. Las ruinas de la familia se dividen por género: en la casa principal, dos hermanas y sus dos hijas; en el ala de servicios, un cuñado y un sobrino, deseado por todas. Tras las rejas la familia vive de acuerdo con una distribución de labores domésticas y militares que llaman el Código, fijado en vida del abuelo. Han resistido así nueve años, desde que afuera todo cambió. En días inesperados para ellos les llegan las alarmas de celebraciones que incluyen cañonazos, maniobras aéreas, cantos marciales y “aplausos patrióticos de los de la politécnica” en la que se ha convertido la casona vecina, donde ahora ondea una bandera. Haber escogido para este relato a una narradora adolescente, Lucila, hace más turbia la crítica a quienes están de un lado o del otro de la verja. Es la voz de quien tiene prohibido traspasar los límites del legado y ha sido educada desde la reclusión. Su madre es una alcohólica, no tienen electricidad ni teléfono, no funciona el radio, no reciben periódicos ni abren la correspondencia de los familiares de fuera a quienes consideran traidores.

La cacería de mariposas es el entretenimiento de los tres jóvenes. A ello se dedican luego de las clases de la mañana impartidas por el tío, unas lecciones que parecen reprogramar el lenguaje (en una de las pocas que se comentan, los términos a aprender son “ferio, festino, barroco”). Arman redes con viejos mosquiteros, se pasean por el jardín llenando los pomos y en la noche hacen concursos de belleza con el botín diario. En el diseño de las alas, los primos intuyen una lengua para la que no han sido educados: “repasábamos la colección de mariposas, el misterio de sus alas llegándonos muy hondo, las alas cargadas de signos de más allá de las lanzas, del muro enconado de botellas”. Buscan un lenguaje que trascienda las enseñanzas domésticas, por encima del Código, señas de lo que esté aún por escribirse. Lucila y su madre, sin embargo, sospechan que por venir de fuera las mariposas son un arma secreta todavía incomprensible para la familia. El cautiverio de los naturalistas escamotea otra lógica: el estadio previo de la mariposa como gusano, y el significado de este último en la lengua del mundo que los rodea.

Al recelar del insecto como artefacto de la paranoia, Lucila termina en un intenso combate en un sendero del jardín contra una mariposa dorada, en ese verano en que el orden interno cambiará. El animal se vuelve la amenaza ilegible y justifica el encierro; toda evidencia del exterior se equiparará a la animalidad. La misma mariposa dorada le parece a Lucila que adquiere forma humana cuando la familia acoge a dos nuevos miembros que buscan integrarse al Código, un hombre y su hija Cecilia. La ve mutar de una forma a la otra entre las flores, unas veces el insecto, otras Cecilia, hasta acercarse al primo. El arma secreta que eran las mariposas termina por revelarse como una captora y se lleva consigo al otro lado al joven que la familia femenina se disputaba para asegurar su legado.

7

Firmado en 1967 y recogido veinte años después en Un fogonazo, el cuento “Belisario”, de Virgilio Piñera, aporta uno de los animales más trágicos del recorrido. El proceso de antropomorfismo al que se asomó el hocico del conejo Ulán o sobrevoló la mariposa que podía ser Cecilia, quedó cumplido en este tigre de Bengala hace años, antes de 1959. A diferencia de Perro, en Carpentier, que ganó una mayúscula, el tigre Belisario Martínez tiene nombre de persona. “Si hablaba, si se expresaba con corrección y propiedad, habría sido una descortesía y hasta una afrenta llamarlo por el nombre de su especie o, algo aún más humillante, ponerle, como a un perro, Capitán o Rey”.

Su matrimonio con la hija de un millonario es público, hizo estudios en la Universidad de La Habana, tiene un puesto de trabajo y relaciones sociales. Enmarcado en un ideal civilizatorio, vuelto un anacronismo animal de otra década, Belisario sobrevive integrado como el residuo de alguna relación diplomática obsoleta. Aun así, no deja de ser percibido como animal: vive desnudo, habla sobre sus padres tigres en Bengala, puede atemorizar si sonríe y muestra los colmillos. Pero se le otorga la condición de persona pues, sobre todo, hay en él una posición ideológica: Belisario tiene control sobre su parte animal; es un tigre pero ha decidido que le conviene más no serlo. Sus padres fueron asesinados en una cacería que el maharajá de Bengala ofreció al rey de Inglaterra y unos años después él se cartea con el sah de Persia, excusándose de no poder cumplir una reciente invitación. Cuando la secretaria toca a su puerta al principio del cuento, Belisario se muestra por primera vez, “vestido de tigre” y escribiendo a máquina. “No exageraría si se le comparara con un escritor; pero con uno de los grandes, de los que escriben páginas inmortales”.

Por más que se conduce con una aprendida conducta humana, despierta “un asomo del terror primitivo”. Muchos temen que algún día muestre su verdadera naturaleza y los devore. Pero nunca ocurre. Belisario muere de viejo y su único rugido se reserva para el lecho de muerte. La diferencia entre lo humano y lo animal es aquí singular. El animal en la ficción de Piñera es algo que el personaje lleva por dentro, como una idea del alma o el espíritu. No es una raza o una etnia o una especie. Es un origen con el que el individuo puede funcionar en sociedad si no despierta, si es capaz de cumplir hasta el final de sus días el sacrificio de lo animal que hay en él.

8

Con la cronología “Severo Sarduy (1937…)”, su autor se presenta: “la primera palabra que dije no fue «papá» ni «mamá», sino «gato» —¡Dios mío, comenzar el habla con un gutural!”. Los del título de su última novela, Pájaros de la playa (1993), son aves que se posan en la costa y también otras que no pueden levantar el vuelo: los “jóvenes prematuramente marchitados” por el mal ignoto. En el edificio pentagonal de una de las islas del archipiélago fue instalado un sanatorio. Para los pacientes, el cuerpo y el espíritu oscilan en una forma sin molde. Entre las rocas habitan reptiles, “camaleones, iguanas, lagartos saltadores”, y los enfermos van adquiriendo una piel y una apariencia semejante. “Algo, sin embargo, les queda del cuerpo en majestad de ayer: la agudeza de la mirada, vultúrido al acecho, tornada hacia lo alto de la cúpula, como en espera de un signo celeste y diurno”. La llegada a la ventana de una garza enferma les confirma que la amenaza se expande también a los animales. Compartir el mal los instala ante la extinción en una precaria comunidad zoológica. A uno de los enfermeros, por sus rasgos, lo llaman Caballo; a un vendedor de remedios con aspecto de saurio, Caimán. Los cuerpos de los internos son estudiados; se experimenta con ellos, se les extrae la sangre, se someten a baños de tina y de sol, les conectan aparatos, frascos, pantallas. Las rutinas humanas se vuelven ejercicios de un estadio anterior: “Cortarse las uñas, y aún más afeitarse, se convierten aquí en una verdadera hazaña de exactitud, a tal punto es grande el miedo a herirse, a derramar el veneno de la sangre sobre un objeto, sobre un trapo cualquiera que pueda entrar en contacto con otra piel”. Uno de los pacientes se impone una consigna para el tiempo restante: “Adiestrarse a no ser”.

En un texto titulado “Diario de la peste” que con motivo de la publicación póstuma de la novela apareció en la revista mexicana Vuelta, Sarduy anota rutinas y delirios semejantes a los de los cuerpos de su ficción. Ha bautizado al hospital parisino, donde ingresó por una pleuresía grave, como L. Beach (“al salir, muchos me encontraron en aspecto tan saludable que parecía que volvía de la playa”). “Su expiración es buena”, le dice el doctor al auscultarlo. “A usted lo que le hace falta es inspiración”. “Terrible diagnóstico para un escritor”, escribe Sarduy. Pájaros de la playa sería su respuesta a ese diagnóstico.

Con la utopía animal del regreso al país natal, se despedía de una tetralogía proyectada y relativamente inconclusa. En ese mismo diario revela la disposición del proyecto: “tetralogía zoológica que forman Cobra, Colibrí, Cocuyo y Caimán. El caimán insular —Cuba, parece ser, tiene esta forma, la de un caimán que se estira en el Caribe— se hubiera comido a la ondulante cobra, y esta al colibrí, volador fijo, y este al fosforescente cocuyo. Caimán quedaría al final, solo pero con los otros animales incorporados y enlazados en su interior. Emblemas mudos de la devoración en cadena, jeroglífico que es una pregunta: ¿quién se come a Caimán?”. En otro diario del mismo año en que escribe la novela, anota un recuerdo francés del escritor polaco Witold Gombrowicz bajo un árbol: el encuentro de dos bestias en extinción. Sarduy le confiesa: “Estoy perdido y solo, escribo en español, y más bien en cubano, en un país que no se interesa en nada que no sea su propia cultura, sus tradiciones y en el que, lo que no es ya notorio, o puede ser asimilado totalmente, sin dejar residuos de la pasada identidad del autor, es como si no existiera”. El animal Gombrowicz le responde con un jadeo: “¿Y qué dirías, Nene, de un polaco en Buenos Aires?”.

9

En el último capítulo, el personaje de La fiesta vigilada (2007), de Antonio José Ponte, también ha regresado a una isla. “El cierre eléctrico de la puerta hizo su sonido de chicharra, y otra vez pude considerarme dentro de la fiesta vigilada”. Ante la imposibilidad de volver a salir, visita el Museo del Ministerio del Interior donde decide asumir la extranjería pagando en dólares el precio de la entrada. Al traspasar la puerta se convierte en un polaco en La Habana, animado a visitar los ecos de su pasado. Entre manoplas, billetes y pasaporte falsos, se enfrenta a un pastor alemán.

Distinto de Belisario, Dan tiene nombre de perro. Es un perro que perdió la carta de libertad de la fábula, no sólo persiguió al gato que a su vez persiguió al ratón: Dan persiguió especialmente el crimen que pondría en crisis el control diseñado por su amo. Vuelto perro policía es aceptado como un miembro de la sociedad, uno que la mejora al disciplinarla con su instinto animal. En la realización de sus funciones es superior al humano para detectar el delito; en él no hay posibilidad de conflicto ético ni corrupción. Es un cuerpo más capacitado, pues su rigor es parte inseparable de su naturaleza. Contrario a otros perros cuya domesticidad y cuidado podía ser percibida como un signo burgués, el pastor alemán, luego de retozar con el Führer hasta el búnker, se volvió emblema de la vigilancia socialista. De esos años es Dan, disecado.

Su ficha biográfica leída por el falso extranjero reza: “fue sacrificado a los diez años, pero dejó una huella imperecedera, no sólo porque fue el primer perro que trabajó para la Policía, sino por su docilidad, porte, disciplina y capacidad en el trabajo, lo que lo avaló para obtener numerosas condecoraciones en distintas competencias nacionales”. En un antropomorfismo inverso, Dan devolvía evidencias de lo que un ciudadano modelo debía ser. Sin acceso a la palabra, puro instinto entrenado, tenía además la habilidad de narrar el crimen, de reconstruirlo y transmitir a base de gestos el argumento del relato policial, revelar finalmente al infractor. El mejor autor de policiales de su tiempo, sus novelas son los archivos de los casos que solucionó. Tras su muerte había sido destinado a una superposición de inmovilidades, doblemente en guardia: disecado y expuesto. La sobrevida de Dan no es deudora de la imaginación victoriana, sino de otra relación con la eternidad. Es el trofeo de un tiempo y un lugar no lejanos, el espécimen de una era que tuvo por ideal el embalsamamiento, donde la historia natural y la historia oficial se funden en el arte de la taxidermia.

10

Tzvetan Todorov rechazaba para el género fantástico toda lectura alegórica, reclamaba un lector dispuesto a suspender la lógica y huir del atajo del simbolismo que nos privaría de la experiencia sobrenatural. Sin embargo, “Caballo muerto”, de Raúl Flores Iriarte, ofrece dos salidas simultáneas: la alegoría explícita y la imposibilidad realizada. Se publicó en 2014 en una edición mexicana de seis de sus cuentos a la que daba título, y un año después en Esperando por el sol.

Un funcionario divorciado se va a vivir al cadáver de un caballo. Al visitarlo, su secretaria queda encantada: “Esto es maravilloso; una vez viví dentro del cadáver de un perro pero, por supuesto, no se compara con esto. Para nada se compara con esto”. El funcionario se alimenta de los órganos, aprovecha la ampliación natural de los interiores producto de la hinchazón, invita a una fiesta en su nueva casa. Este animal habitable no es un soberano fuera o por encima de la ley, no es ni siquiera una bestia, porque ha muerto. Pero la ley llega como una costumbre para mover el desperdicio a la fosa común, que resulta ser un basurero con más cuerpos de caballos. Así se crea un asentamiento animal: la ciudad informal con sus economías informales levantada a base de hinchados cadáveres equinos. Allí se mudan sus compañeros de trabajo, sus hijos; pasan los días en el espacio conquistado, entre larvas y moscas multicolores, “todo un laberinto de vida y muerte para ser admirado en silencio”. El objetivo de la ley es ocultar el cuerpo del animal muerto, hacerlo desaparecer, hacer creer que no existe aunque el borrado implique el exterminio de un colectivo. “Vive gente aquí”, “Somos felices en este sitio”, son las protestas de la comunidad cuando incineran la villa en la que arden. “Caballo muerto” tiene un cierre feliz que es mejor dejar a su lectura.

El cadáver en estas dos últimas apariciones no inscribe el resto animal como evidencia de una violencia política sobre el ser vivo; ellos mismos, el perro, el caballo de estas escrituras, son espacios donde la política se ha ejercido hasta disputar sus residuos, en uno mediante la vida eterna del embalsamamiento, en otro desde el desalojo. Al final de esta serie, el animal ha muerto. Siguiendo la profecía de Borrero Echevarría, el territorio, al menos ese territorio insular de la literatura, ha sido conquistado.

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