Hans Bellmer y Unica Zürn en su apartamento

Difícil encontrar una cabeza tan fría, precisa y negativa como la de Unica Zürn. Estroboscópica. No sólo porque sus dibujos, siempre de manera automática, nos muestren a golpetazos sus visiones: serpientes, mapas de hospitales, rostros tasajeados, monstruos…, sino, porque su literatura, historia clínica de la violencia podríamos decir, puede leerse como uno de los mejores acoples entre eros y dolor de su tiempo, ese donde coincidieron Artaud, Kojève y Klossowski…

Su obra, repartida en El hombre jazmín, Primavera sombría y El trapecio del destino (en español faltarían dos libros esenciales: Das Haus der Krankheiten y Das Weiße mit dem roten Punkt, además de sus cartas) es, a excepción del tercero, una de las observaciones más exactas que existen sobre enfermedad mental e institución sanitaria; relación, como sabemos, por antonomasia “francesa”.

Relación que, como recuerda Unica Zürn (Berlín, 1916 – París, 1970), comenzó en su infancia, en ese tiovivo perverso que fue su familia (su madre y su padre vivían cada uno con sus respectivos amantes en la misma casa y una vez la madre, evidentemente insatisfecha, intentó violarla “con una lengua temblorosa y larga como aquella cosa que su hermano esconde dentro del pantalón”) y continuó a posteriori con sus dos matrimonios, el último de ellos con con Hans Bellmer, el genial descuartizador de muñecas polaco.

¿No dice Freud que nada territorializa más al Yo que la infancia: los traumas y delirios y obsesiones que nos aporta y descubre la infancia?

Pues si leemos Primavera sombría como autobiografía, entenderemos entonces cómo en su caso todo puede ser remitido a esa violencia, esa fractura que en muchos casos representa el “espacio de formación” de toda persona. Incluso, hasta su relación con los hombres:

Ella desea con todas sus fuerzas a un hombre violento y brutal. Por las noches en su cuarto, ella imagina una sala negra que refulge a la luz de las antorchas […] Ella se encuentra tendida sobre un bloque de mármol negro y frío, de cantos vivos. Su raptor la ha atado. Está desnuda. Tiembla de frío y de emoción. […] El círculo de hombres vestidos de negro se cierra en torno a ella. Unos ojos febriles la miran por los orificios de tétricas máscaras. Muchos de ellos llevan relucientes cascos. Cuando se quitan las máscaras, ella ve los rostros feroces de árabes, chinos, negros e indios. Ella prefiere a los hombres de color. Ninguno se parece a alguien que ella conozca. Permanece muda y casi inmóvil. Les tiene miedo. El miedo es muy importante para ella.

¿No era, siguiendo esta lógica, Hans Bellmer, la concentración de todos esos chinos, árabes e indios que Unica Zürn añoraba en lo que su perro, entrenado por ella misma, se posicionaba en su entrepierna y terminaba el trabajo; ese raptor “violento y brutal” que imploraba a sus doce años?

Como constancia nos quedan esas fotos que él tomó de ella, amarrada, en lo que su cuerpo, neurótico y multiplicado, devenía otra cosa, un espacio lleno de bultos de carne, un tetobio matarife y cartográfico… Y nos queda esa zona literaria, ficcional, artística,  donde ella pudo ver finalmente muchas de sus fantasías y voces representadas. Esas voces que desde niña le mostraron el placer que hay más allá de las convenciones y el mundo católico-burgués de principios de siglo…

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Ese mundito sucio, como llegó a escribir otra transgresora de la misma época: Anaïs Nin.

Zürn, quien con la exteriorización de sus deseos, su lógica protohegeliana, su mundo oscuro, de alguna manera rebasó el famoso lema de la Beauvoir (“No se nace mujer, llega una a serlo”), quedará siempre no sólo como alguien que fue despiezando su vida, más que para desenredarla –un nudo de locura es algo casi imposible de desenredar– para disfrutar de ella, para poder rayar más allá del borde del papel, tal y como una vez le dijo a su médico en lo que le señalaba un “espacio” tiránico y delirante en uno de sus dibujos.

Espacio que terminó cuando a la salida de una de sus innumerables hospitalizaciones, llegó a casa y delante de Bellmer (el Bellmer que desquicia, el Bellmer que te aplasta –había escrito años antes en una nota, cuando el artista no andaba todavía en un sillón de ruedas–), se subió a la ventana y, después de observarlo un minuto en silencio, se lanzó.

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CARLOS A. AGUILERA
Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970). Escritor. En 1995 ganó el Premio David de poesía, en La Habana, en 2007 la Beca ICORN de la Feria del libro de Frankfurt, y en 2015 la Cintas en Miami. Sus últimos libros publicados son: Umberto Peña. Bocas, dientes, cepillos, restos (monografía, 2020), Teoría de la transficción (antología, 2020), Archivo y terror. Operaciones entre literatura, política, teatro y arte (ensayo, 2019), Luis Cruz Azaceta. No exit (monografía, 2016) y Matadero seis (nouvelle, 2016). Codirigió la revista Diáspora(s) entre 1997 y 2002. Coordina en Rialta la colección FluXus. Reside en Praga.

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