Fotograma de ‘Jeanne Dielmann’, Chantal Akerman dir., 1975
Fotograma de ‘Jeanne Dielmann’, Chantal Akerman dir., 1975

¿Es la poco conocida película de la cineasta belga Chantal Akerman Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles la mejor de todos los tiempos? Sorprendentemente, así lo atestiguan las recientes votaciones de 1 639 expertos cinematográficos seleccionados –como hace cada década– por la famosa revista británica Sight & Sound.

¿Qué virtudes han permitido a la película de Chantal Akerman desplazar a la segunda posición el clásico de Alfred Hitchcock De entre los muertos, más conocida como Vértigo, que ganó en la votación del 2012 de esa misma revista? ¿Por qué motivos ha podido desplazar a la tercera posición Ciudadano Kane, de Orson Welles, que ganó en las votaciones de las décadas entre 1960 y 2000?

Además, en los primeros lugares de la clasificación, pero siempre por debajo de la película de Akerman se sitúan clásicos como Cuento de Tokio de Yasujirō Ozu (1953); In the Mood for Love, de Wong Kar-Wai (2000); 2001: una odisea del espacio de Stanley Kubrick (1968); Mulholland Drive de David Lynch (2002), Cantando bajo la lluvia de Stanley Donen (1952) y –mucho más atrás– el ganador de la votación de 1952 el clásico del realismo italiano El ladrón de bicicletas de Vittorio De Sica.

Habrá quien diga que el gran mérito de Jeanne Dielman es ser una película sobre una mujer, dirigida por una mujer y con una perspectiva femenina de la existencia. Llámenme paranoico, pero a mi Jeanne Dielman me suena un poco –jugando con el alemán– a Juana la Hombrela humana, o incluso Juana hombre muerto.

Ahora bien, por mucho que en la votación pueda haber influido la idea de equilibrar la tradicional masculinización del cine, creemos que hay que ir más allá. También hay que superar eufemismos tradicionales como “sobre gustos no hay nada escrito” y la tendencia a refugiarse en la subjetividad de las valoraciones artísticas. Pues probablemente remite a un cierto cambio de mentalidad y de valoración de lo fílmico que va más allá del feminismo, pero también de la noción tradicional vinculada al espectáculo, a la diversión, al entretenimiento y al gusto popular de las grandes masas.

Si atendiéramos a las cifras de espectadores de las distintas películas mencionadas, sin duda Jeanne Dielman está muy por debajo de todas ellas, incluidos los dos clásicos relativamente exóticos del japonés Ozu y del hongkonés Wong Kar-Wai. Parece claro que la popularidad y las cifras económicas no han influido demasiado en la elección de la “mejor” película de todos los tiempos.

Pero es que, además, tampoco responde a las valoraciones más habituales sobre lo que hace atractivo o destacable a un filme. Nos referimos a cosas como el carisma de los actores y popularidad dentro del star system cinematográfico, la dirección hábil para marcar un ritmo ágil y brillante, la espectacularidad de las imágenes o efectos especiales, la solidez del guion y la seducción con que se narra la historia, los recursos técnicos visuales o musicales incorporados, la capacidad de distraer o entretener al público, etc.

Incluso a poco que analicemos el muy intencionado título escogido por Akerman: Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles, ya indica que no quiso competir en esos aspectos cinematográficos, y más bien se optó por todo lo contrario. Pues hablamos de una sesuda y pausada película experimental de unas tres horas, mayoritariamente filmada con cámara fija, planos largos y poco variados. Además, básicamente la película sigue a las rutinas domésticas de un único personaje, una mujer, atendiendo a lo largo de tres días de esas tareas normalmente dadas por supuestas, elididas e invisibilizadas. Y para más inri, el aspecto más sorprendente de la protagonista y que seguramente podría despertar el interés ¡incluso polémico! del público, resulta sistemáticamente elidido y poco filmado.

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Digámoslo claro, es manifiesto en la película y relevante para su desarrollo que Jeanne ejerce la prostitución durante la noche, pero se evita filmar las muchas tramas o entrar explícitamente en las problemáticas que de seguro surgen en tales circunstancias. Al contrario, se opta por una opción mucho más difícil: insinuar la crisis existencial resultante de centrarse en las tareas de supervivencia hasta el momento ¿clave del día? de salir a ejercer la prostitución. Pero sin que los detalles, más o menos escabrosos, distraigan al público de ese hecho básico, provocador y angustiante. Si el público quiere detalles… debe imaginárselos por contraste opresivo con respecto a lo que se filma y se le ofrece: el comportamiento banal del resto del día.

Podemos imaginar, pues, que Akerman plantea la película como un cierto experimento provocador que nos lleva a exclamar: ¡Qué vida la de esa mujer! ¡Y la de muchas otras! ¿Por qué lleva esa vida y qué sentido tiene? ¿Cómo puede sobrellevarla? La película plantea reflexiones inquietantes del tipo: muchos hacemos prácticamente las mismas cosas en nuestra vida cotidiana y con similar banalidad e inconsciencia… para poder dedicarnos a profesiones u objetivos vitales aparentemente muy diferentes al de Jeanne… o ¡quizás no tan diferentes! ¿Nuestra vida y muchas otras vidas son realmente incomparables a la de Jeanne?

Ciertamente, en algún sentido Jeanne Dielman plantea un enigma comparable a los que plantea Vértigo de Hitchcock –¿qué sucede en esa mujer que se parece a la del cuadro y en el expolicía que la vigila?– o Ciudadano Kane de Welles –¿por qué alguien se plantea la vida de la manera como lo hace Kane y por qué despierta tanto escándalo y admiración?

Pero no se nos escapa la diferencia de qué Hitchcock consigue conducirnos a través de un mecanismo de relojería de precisión desvelando una trama astuta y complejísima y la tragedia de los personajes que quedan prisioneros de ella, aunque incluso puedan llegar finalmente descubrirla. Welles quizás deja más sugerida y abierta la motivación última, pero también termina clarificando lúcidamente muchos de los mecanismos que explican la compleja acción de los personajes.

Tanto Hitchcock como Welles consiguen una rotunda catarsis final un poco en la línea de ¡ahora veo claros la película y su sentido! Mientras que Akerman, aunque quizás pretenda algo parecido, juega a un nivel muy superior de indeterminación de los mecanismos implicados y exige mucha más implicación por parte del público, el cual debe esforzarse más en llenar los vacíos. Por otra parte, aunque haya algún tipo de catarsis final en Jeanne Dielman, no comporta un tranquilizador bajón de la tensión, como cuando en una buena deducción se coloca la orgullosa frase: quod erat demonstrandum

Parece pues que hay un cambio bastante rotundo, polémico, buscado e incluso con trasfondo bélico en apartar del privilegiado primer puesto como “mejor película de todos los tiempos” a las mencionadas de Hitchcock o Welles, y poner en su lugar a la de Akerman. Ya sea para crear polémica (pues de eso vive también el cine y el mundo contemporáneo) o porque los cambios sociales, ideológicos y tecnológicos están enfrentando dos grandes formas de entender el cine.

Aunque todavía no puede definirse un frente de batalla completamente coherente, parecen intuirse dos grandes bandos. Por un lado, existe la mirada experimental, poco dada a la distracción, el entretenimiento e incluso lo espectacular en sí mismo, que actualmente se ha visto muy potenciada por la facilidad y economía que permite la filmación digital (al respecto, véase nuestro análisis del cine de Albert Serra). Es un tipo cada vez más valorizado de “imagen en movimiento” que incluso evita la transcendencia logocéntrica o, al menos, no la quiere mostrar en su evidencia y, en cambio, prefiere más destacar la tensión formal pura y la estricta epifanía estética misma.

En tanto que simulacro (de acuerdo con la definición de Jean Baudrillard) se expone críticamente a sí misma a tal punto que tiende a autodestruirse. Guerrea para ser inédita, innovadora y de autor, pero también para herir provocativamente al público, obligándole a recepcionarla angustiadamente y a activarse ante su bella evidencia críptica.

Fotograma de ‘Jeanne Dielmann’, Chantal Akerman dir., 1975
Fotograma de ‘Jeanne Dielmann’, Chantal Akerman dir., 1975

Es una imagen en movimiento construida artificiosa y cuidadosamente como evento plástico que en otros tiempos calificaríamos de revolucionario. Como las situaciones que creaba la Internacional Situacionista del dictatorial Guy Debord, se trata de un dispositivo político-artístico destinado a romper el dominante régimen visual y epistémico (Foucault, Deleuze). Desde esta perspectiva sustituir Vértigo y Ciudadano Kane, Hitchcock y Orson Welles por Chantal Akerman es un auténtico desafío y un certero ataque al cuartel de mando y a los valores que cohesionan el cine tal y como se ha venido considerando mayoritariamente hasta ahora.

Por eso, el director de la Filmoteca catalana Esteve Rimbau ha considerado el resultado de la votación de Sight & Sound (¡que ha incluido la opinión de más expertos que nunca y que representará nuestra década!) como la señal de que “el cine ha dejado de ser el gran espectáculo del siglo XX y se está atrincherando en un gueto cultural o artístico”.

Parece que el cine está basculando a favor de imágenes construidas para provocar, inquietar, subvertir y profanar la mente, los significados presuntamente poseídos, las comodidades acumuladas, los hábitos cultivados y los prejuicios asumidos. En esa evolución, el cine seguiría gran parte del arte plástico y especialmente el digital, donde las instalaciones o las evoluciones actuales de las performances o happenings ciertamente no quieren entretener ni divertir y que, si proponen algún tipo de sentido, en absoluto lo quieren evidente, moralizador o tranquilizante.

Por eso el campo semántico que utilizan se dirige más bien a los sentidos, al ánimo y a las emociones, que no a la razón o al intelecto. Su objetivo es sobre todo convocar intensidades, fuerzas, potencia y energía; quieren realizar experiencias, sugerir complejidades, mostrar caos y traumas, o bien crear atmósferas iniciáticas o momentos mágicos. Incluso el azar deja de ser visto como una catástrofe a eliminar para potenciarlo como un elemento creativo más.

Ese mundo cinematográfico cada vez más poderoso representa una versión vanguardista radical del despotismo ilustrado porque efectivamente todo se hace para, con y desde el público; pero –sutilmente– sin el público (o incluso en contra de su voto cotidiano manifestado en lo real y masivamente visualizado). Pues, aunque tiene sus muy fideles fans, prefiere subvertir la preferencia primera y estándar de las masas.

A pesar de que el cine experimental, digital y vanguardista se considera “liberador” y por tanto heredero de la Ilustración revolucionaria, se niega a considerar al público mayoritario no como el pueblo soberano al que se debe obedecer, sino como a un niño que tiende a lo fácil, lo trillado, lo kitsch y cursi; por lo cual hay que educarlo malgre lui. Se le tiene que formar para entender y querer apuestas o retos superiores a los que está acostumbrado. En definitiva, se lo tiene que emancipar tanto más cuanto menos ganas tenga de ello, pues la pereza y la falta de ganas son señal (como apuntaba ya Kant) de no haber alcanzado todavía la mayoría de edad.

El cine de Chantal Akerman a Albert Serra, pasando por el arte digital mayoritario ahora mismo, se caracterizan por –sobre todo– poner a trabajar al público, aunque sea en contra de su voluntad o de su tendencia “culpable” al espectáculo, la mera diversión y a lo que le entretiene. No se nos escapa la paradoja un tanto autoritaria que considera como lo esencial de la obra de arte, de la actitud estética y del cine experimental o incluso independiente, obligar al público a pensar y mirar imágenes en movimiento de otra manera, como pretendían las situaciones revolucionarias que pretendían crear Debord y la Internacional Situacionista.

La paradoja es clara: quieren considerar el público como suficientemente adulto para no tener que ser dirigido por un mensaje verbal y guionizado para que pueda entender y decodificar las imágenes. Por eso, en su debate con Pere Portabella en la Filmoteca de Catalunya, Albert Serra propone eliminar –como un “crimen”– todos los planos de transición usados en el cine. Así prolonga –en versión fílmica– la radical estigmatización de la ganga decorativa que llevó a cabo el arquitecto Adolf Loos en su texto Ornamento y delito hace ya más de un siglo.

¿Pasa por estos derroteros la elección que comentamos de la “mejor película de todos los tiempos”? Al menos parece que hay subyacente una guerra mucho más compleja y que va más allá de reposicionar las mujeres cineastas en la historia y los rankings, aunque siempre se suman distintas batallas y diferentes objetivos. En el mundo icónico de Jeanne Dielman, el público tiene más trabajo, responsabilidad, agencia y centralidad que en cualquier otro momento artístico y más que en el cine enemigo.

Ahora bien, su posición de privilegio tiene aspectos inhóspitos, incómodos y angustiantes ya que el espectador tiene que asumir en todo momento y personalmente el reto de dar respuesta por sí mismo a la profanación que experimenta. Cuidadosamente se le niega cualquier indicación y no hay dispuesta convenientemente ninguna guía para que encuentre rápidamente hacia dónde dirigirse, que es el gran truco que sutilmente dispone el mundo cinematográfico hegemónico.

Tenemos antecedentes de esas estrategias estéticas en DADA, el surrealismo, las catacumbas pop-art de Studio 54 y The Factory de Andy Warhol, o en la “fiesta postmoderna”. Por eso, aunque la tecnología digital le dio un impulso decisivo, ya antes de ella existían teorizaciones, prácticas y formas alternativas de producir, tratar y conceptualizar la imagen en movimiento.

Superado el primer rechazo basado nostálgicamente en la pretendida superioridad de las viejas tecnologías, lo digital parecía la gota que colmaría definitivamente el vaso y abriría a una nueva hegemonía estética, libérrima y basada en el riesgo. No obstante, apareció un importante bloqueo, que detecta agudamente Albert Serra, con la serie de crisis económico-financieras del 2007-2010 y la austeridad que se implantó desde ellas hasta hoy.

Ciertamente, ello no hizo ociosa ni terminó la guerra de los mundos, en el cine, pero sí que la prolongó llevándola a una vía más lenta que la Blitzkrieg inicial. Y nos instaló en la fangosa guerra total actual donde las trincheras de Verdún están en todas partes sin excepción. Por eso tendremos que acostumbrarnos a que películas como Jeanne Dielman pasen a disputar los puestos privilegiados del cine, ni más ni menos, que a Vértigo, Ciudadano Kane o El ladrón de bicicletas.

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