Chantal Akerman en un fotograma de 'Je, tu, il, elle', 1976
Chantal Akerman en un fotograma de 'Je, tu, il, elle', 1976

Chantal Akerman declaró una vez que algo que se parezca a una historia, o que lo sea de veras, puede prescindir de las palabras. Leída así, esta afirmación parece una boutade, pero ocurre que Akerman, ataviada por las paradojas, estaba pensando, tal vez, en un hecho: en el contexto del lenguaje hablado (en especial el lenguaje que se habla en el cine), hay un vínculo anómalo entre la contemplación y la inmovilidad. Y su cine es, a la larga, contemplativo, y, al mismo tiempo, escudriñador, introspectivo, hecho hacia adentro, como el de una voyeur multiplicada en las diversas identidades que alcanza a incorporar: emotiva, sexual, social, familiar.

Así observado, el sujeto (habitualmente una mujer) de Akerman es curioso de sí mismo, y tiende a callarse, incluso, estando en el centro mismo de un torbellino de meditación.

Todo torbellino de meditación es un torbellino logocéntrico.

Viajar por el cine de Akerman, una artista realmente extraordinaria en el contexto de la visualidad europea contemporánea, equivale a reconocer que ese lenguaje, el del cine, puede caer en dos abismos: el de una voice-over demasiado ensayística, o el abismo de lo que Robert Bresson llamó “teatro filmado”.

El texto donde Bresson habla de eso es un libro (Notas sobre el cinematógrafo) ya célebre por sus derivas críticas y por sus fuertes declaraciones sobre la naturaleza del cine. Se publicó originalmente en 1975. Unos meses antes, Akerman había dado a conocer una película insólita —su genuino primer largometraje (Je tu il elle, 1974)— en la que podría uno detenerse para comprender, al ser esa obra una suerte de umbral de su poiesis, la genealogía de su trayectoria posterior hasta No Home Movie, estrenada en 2015, poco después de su suicidio.

Entre paréntesis: en la construcción cinematográfica de algo que podría avecinarse al cuerpo lesbiano (al final de la película esto se comprende mejor), el desnudamiento crucial (y perfectamente libre) del yo de Chantal Akerman deviene ensimismado, caviloso, ensayístico. Aquí habría que insistir en separar, creo, dos cuestiones: por un lado, el descubrimiento (o más bien redescubrimiento) del cuerpo lesbiano como resultado de una exploración libre y como opción preferencial (pero sin ataduras militantes, ni de mandato, ni de activismo… ni siquiera de orientación sexual), y, por otro lado, el descubrimiento y fijación, en tanto horizonte de certidumbre, del cuerpo lesbiano como resultado, esta vez, de un programa liberador que fabrica el cuerpo (femenino) del deseo (femenino) desde una mirada (femenina) capaz de excluir y expulsar todo indicio de “heterodependencia”.

Je, tu, il, elle nos refiere un segmento de vida en cuya autonomía hay un impulso reflexivo muy fuerte. Tenemos a una joven retraída y una habitación simple, rutinaria, hostigada por el fastidio. La joven a veces mira a la cámara, o se desnuda, da vueltas, se acuesta, se arrastra por el suelo y organiza los muebles, vuelve a acostarse, se pone la ropa, acomoda otra vez los muebles hasta quedarse tan sólo con el colchón, y todo esto va ocurriendo mientras empieza a nevar. No cocina, no bebe, no habla, no recibe a nadie. Está allí, escrutada por la cámara, y para sostenerse lo único que hace es comer cucharadas de azúcar. Tiene una pequeña bolsa con azúcar y una cuchara. Nada más.

La cámara de Chantal Akerman (un suplemento, un mecanismo subsidiario) es ella misma.

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Por detrás de todo lo que vemos hay una demandante voice-over que expresa, en su forma de discurrir y “explicar”, un anhelo de precisión, como si la imagen no bastara. Es una voice-over presta a narrativizar, a ordenar, a concluir y zanjar el “problema de la representación”, que acaso es un “acto insuficiente”, transformado ahora en contrariedad, en precariedad del yo, en difuminación del cuerpo, en penuria de la imagen (pero a partir de la excesiva y obnubiladora riqueza de la imagen).

Estos dilemas, tan florecientes y poseedores de un enorme patrimonio, y tan beneficiados por la tradición (y por la anticanonicidad de las vanguardias audiovisuales), presiden todo el cine posterior de Akerman: no hay solución para la “insolvencia”, la pobreza de cada uno de esos mundos expresivos vistos por separado: las palabras, el discurso que las palabras arman, la imagen del cine como registro, la fotografía del cine como fijeza.

Cuando ya estamos convencidos de que la mujer va a quedarse allí, en ese espacio de claustro doméstico, a solas con su cuerpo y su “misterio”, ella se viste y sale y de repente la vemos conversando con un camionero en un bar-restaurante. Como tiene hambre, el camionero –un joven y amable trabajador– la invita a cenar, y después ambos se adentran en el camión y se marchan. Él va contándole fragmentos de su vida –tiene esposa e hijos: es un hombre usual, por así llamarlo– y le revela su predecible excitación. Ella accede a acariciarlo. Lo masturba. Ambos se gustan, confinados dentro de esa instintiva libertad. Y él va refiriéndole paso a paso, hasta el orgasmo, cómo es el proceso de su placer.

En la voz del hombre, el relato del orgasmo es muy literario. Y esto crea un distanciamiento. El hombre no es mostrado excepto en su discurso sobre lo que va experimentando. Sólo vemos su rostro. Ni siquiera alcanzamos a ver la mano de la mujer. Tampoco, por supuesto, el pene del hombre. Pero sí sentimos que Akerman quiere que imaginemos todo lo que ocurre. Lo que ella anhela en ese momento es aliviar la penuria del lenguaje hablado, aliviar la penuria de la imagen.

Antes de que todo lo anterior suceda, la voice-over trueca su condición subalterna por una condición donde la deixis anuncia la presencia del personaje en el espacio exterior, fuera de lo doméstico. Escuchamos esto: “Me acosté en el colchón y después de un rato me desvestí. Desnuda, volví a acostarme. Me tapé con mi ropa y esperé. Podía oírme respirar. Jugaba con mi respiración. Me cansé de ese juego y esperé. De vez en vez comía una buena cucharada de azúcar moreno. Sabía que llevaba allí al menos 28 días. De repente, al mirar hacia arriba, descubrí que la gente caminaba por la calle. Dejé que el azúcar se derramara y volví a acostarme y esperé”.

Una voice-over muy literaria, muy de la-otra-dimensión-no-visual del relato. La ordenación del pensamiento sobre el yo. La necesidad, pues, de hacer que el yo sea algo nítido.

El denominador común, la acción principal, no es precisamente física. Se trata de una mujer que espera. O que se espera a sí misma. O que aguarda por un alistamiento que le permitirá avanzar hacia ese yo.

Y entonces la joven va a ver a quien, a todas luces, es su examante: otra mujer. Esta le dice que no desea que se quede allí. Pero la recién llegada declara que tiene hambre y la otra le da de comer. Todo es básico, y ocurre con simplicidad y con una presteza que no admite palabras. Estamos (en esos minutos de tensión sentimental) en presencia de un cine “fotográfico”, despojado, escueto, no fonocéntrico. Y en una película que, sin embargo, había empezado por ser muy fonocéntrica al atarse a una voice-over casi tiránica.

Ambas mujeres se van a la cama, desnudas, y resuelven un asunto más bien práctico del deseo. Un asunto que, en su gestualidad, condesciende a un furioso cariño matizado por el cunnilingus (bastante explícito) y los besos. Estas mujeres dan importancia espiritual a la intimidad sexual, establecen un lazo casi directo entre el goce del cuerpo y el goce del espíritu, y, al fin, duermen juntas. Son mujeres muy atentas a la feminidad sensual de ellas mismas, a cierta lealtad emocional.

Un observador masculino que desplegara su simpatía interesada entre la aquiescencia, la curiosidad y la satisfacción, ¿podría juzgarse a sí mismo como un testigo lesbiano?

Varias veces en Je tu il elle la protagonista busca hallar el reverso de su desnudez física. Se diría que lo encuentra, sin ir más lejos, en esa misma exhibición de la piel. Y, aun así, dicho acto, desnudarse, se ejecuta bajo el imperio de las palabras. La voz que resuena es la voz de los pensamientos de una mujer, una voz que no atiende a la relevancia canónica de un gran culo, de unas tetas que adquieren poder de seducción, de unas caderas anchas y atractivas. En cuanto al cuerpo desnudo, toda relevancia canónica (dentro de una mirada heteronormativa, por ejemplo) es destruida sistemáticamente por un habla indetenible y que nos substrae y nos desvía hacia una región sin fronteras.

Otro entre paréntesis: ¿lo que intenta decirnos una parte del cine sobre situaciones queer, es que las argucias modeladas y favorecidas por los poderes heteronormativos dan como resultado que lo queer se refiera tan sólo, y de forma estrecha, a asuntos relacionados con el derecho sexual y el derecho a la posesión del cuerpo? Creo que sí. Esos poderes, por muy democráticos y humanísticos que sean, ponen en primer plano la defensa de tales derechos, mediante contribuciones que quedan en el nivel de la socialización y la práctica académica de la cultura.

Pero lo más importante tiende a soslayarse con toda intención: la visibilidad social inmediata de los sujetos queer en medio del debate sobre las desigualdades socio-estructurales, que involucran cuestiones muy tangibles como la raza, la clase social, la preeminencia de las emociones en una escala siempre asediada por la segregación, y el sitio que ocupan los individuos con respecto a la vida social y el bienestar doméstico.

Al amanecer, la visitante descorre las cortinas para que el sol alumbre la estancia. Como la otra no despierta aún, la mujer (una mujer, ya lo hemos visto, errante dentro de sí) se marcha sin despedirse, acaso en busca de otras enunciaciones —axiomáticas o no, dudosas o no— de su identidad.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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