Secuela de Procusto
Actualidad de los clásicos, rumbo de setas
ocres en el bosque. Nada comunica el templo
salvo un puente que circunda todo, y las sombras
de las antiguas calzadas de piedra: una mancha
de humedad en los pulmones, un vestigio.
Por aquí pasó un ejército, por aquí los pies
de una muchacha con un cántaro de agua;
allá la desaparición de las cosas sorprendía
a dos antiguos camaradas del Liceo
cumpliendo su deber entre la afrenta
tan extraña de la guerra: bayonetas
caladas como banderines bajo tierra, un lecho
de Procusto para los audaces y los altos,
para la vida que no encaja frente al rostro
impávido de lo que no tiene otra madera
que su destino de horma y crematorio.
Lago Constanza
Némesis del mar, tan concitado
paciencia a buen recaudo: sacrificio
y oración, la luz de la lectura
en diagonal sobre la mesa. El lago
como un espejo de lo inmóvil,
lontananzas que ni siquiera en horizonte
y las tardes de los días que se apuran
y el valor: sacrificio y palmas ofrecidas
hacia arriba por mor de la constancia,
citadella en apuros, damsel in distress.
Y el coágulo. La sangre que ya no surca
el rostro sobre el síndone, la detenida
en el tiempo exacto de la ausencia
y del transcurso y el delirio, el lienzo
que ya para la imagen cobija sólo aire.
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