Alérgica a la primavera. Crónica de un encuentro en La Habana con la dramaturga Agniezka Hernández

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Agniezka Hernández. FACEBOOK.
Agniezka Hernández. FACEBOOK.

Esto es la espera: una bocallave cilíndrica. Bocallave por donde se cuela el tiempo. O el destiempo. La espera es como un túnel insondable. Es una película ralentizada. Cincuenta, cien fotogramas por segundo reproducidos a una velocidad aparentemente normal. Hay velocidades muy lentas. Las hay tan lentas como una gota de brea.

Acostumbro a ser puntual. A veces demasiado puntual. Veces en las que, casi siempre, estoy nervioso. Ahora, veinte minutos antes, estoy nervioso, aunque no se note. Y me pasa como a algunos bailarines. En el camerino, dos minutos antes de salir, se preguntan por qué son bailarines, y por qué tienen que salir, y por qué tienen que hacerlo todo tan bien. Yo me hago las mismas preguntas: ¿por qué tengo que estar aquí, veinte minutos antes?

Por la curiosidad. Hacer una entrevista es convivir por días con un entrechocar de dientes. Las preguntas se cuelan en ese entrelugar: incisivos, caninos, premolares. Entrechocar. Entrelugar. Bruxismo.

Ya sabemos que un periodista no es lo mismo que un periodista. Sabemos el valor y el esfuerzo que conlleva formular una buena pregunta. Lo ha recordado la periodista italiana Oriana Fallaci en su libro Entrevista con la historia: “Alekos”, le decía a uno de sus entrevistados, “¿qué siente un hombre cuando le dicen que ya no le fusilarán?”.

Por lo pronto, en esta esquina de La Habana sólo hay carros que pasan lentos. Carros lentísimos y muchxs cubnxs amontonadxs en ese parque con forma de cuña para resolver la visa de tránsito en el Consulado de Panamá. Amontonadxs, como en un juego de niñxs, en cada sombra, en cada pedacito sin sol.

En esta esquina la ciudad es como una pequeña retícula polvosa. Soy un cuerpo esquinero; un guardacantón; soy un vértice, tímido, a la intemperie. En esta esquina soy otro cuerpo afantasmado. En esta esquina todos parecen muertos. Muertos afantasmados en el corazón a destiempo de este país.

Llegué veinte minutos antes. Agniezka me citó en un bar de la avenida 31. Estoy en 31 y 30. Por aquí he pasado sólo de huida. Por eso me pierdo y miro en círculos, camino en círculos en busca de ese lugar donde conversaremos y le diré –eso creo, eso puedo– que el día que fui a ver El Diario de Ana Frank. Apnea del tiempo quise enviarle un mensaje, casi a medianoche, con la palabra “gracias”. Esto, como es de suponer, nunca se lo dije.

Fotografía de la puesta de ‘El Diario de Ana Frank, de Agniezka Hernández. Apnea del tiempo’. RENATA.
Fotografía de la puesta de ‘El Diario de Ana Frank. Apnea del tiempo’, de Agniezka Hernández. RENATA.

No veo algo que se parezca a un bar. Ni a un bar ni a una tasca ni a nada que se le parezca. Muchos policías, eso sí. Decenas. A las en punto Agniezka me recoge en esta esquina de Playa, no de Marianao, como me aclara, y me lleva para otro lugar, “más tranquilo”. Creo que el primer saludo no fue demasiado tenso. ¿Falsa jovialidad? No. En el fondo no es falsa, sino tímida. El saludo no fue exultante, más bien comedido. Lxs dos, lo sabíamos, nos propusimos ser amables y llevaderos. Sonreímos y la seguí. Iba detrás de su pelo rojo, inconfundible.

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Luego me dice que vive cerca y que por eso conoce la zona. Me dice también que por fin nos vemos, que hacer teatro es muy difícil, en Cuba y en todas partes. Cuando habla contrae la comisura de los labios y parece cansada. Me hace la historia de un día, antes de comenzar la función de Los pájaros negros del 2020. Caminamos hasta 42 y doblamos a la izquierda.

La historia que me cuenta sucede en el camerino del teatro Bertolt Brecht. Ella entra, minutos antes de abrir la sala, a retocarse, “para parecer persona”. El maquillista le dijo que no podía estar allí porque él ya se tenía que ir. Le dijo más. Le dijo que no podía dejarle los bombillos encendidos porque se los tenía que llevar: “Si se los roban los tengo que pagar yo”. Ella pensó: “No lo mires. No lo mires porque se le va a romper el bombillo en las manos”. Así fue.

Así fue y así es. Agniezka Hernández es escritora y escribir, lo sabe, puede ser un ejercicio riesgoso. Cada día cree más en la escritura. Cree que la escritura “es un recurso poderoso”. “Casi siempre la veo como eso. Después decido en qué se convierte. Después decido si va al teatro, a la poesía, si se puede relacionar con artistas visuales, si va al audiovisual”.

Agniezka fuma en exceso. Toma café. Tiene una hija. Me confiesa que tiene poco tiempo para sentarse y escribir. Pasa semanas pensando en una idea. Cuando al fin se sienta lo hace de corrido. Entrelíneas ficcionaliza eso que llamamos la realidad. Quiebres intersticiales. Su documental es de amenazas.

A manera de frontón, en su libro Documental de amenazas. Posibles dramaturgias (Ediciones Alarcos, 2016) declara: “Teatro documental en sus variantes de veracidad histórica, simulación de la historicidad, verdad fragmentada, convivencia de los conceptos de realidad y representación de esa realidad, falso documental, documental erróneo de la realidad, testimonio, observación participante, deriva situacionista, investigación de la historicidad contemporánea y, por supuesto, deformación de la/esta realidad en los cruces con la ficción/autoficción”.

No es que esto describa las dos piezas que estrenó Agniezka Hernández recientemente en La Habana: Los pájaros negros de 2020, que dirigió con La Franja Teatral, y El Diario de Ana Frank. Apnea del tiempo, dirigida por Miguel Abreu con Ludi Teatro. No las describe pero sí las infiltra. Ambas propuestas forman parte de un devenir investigativo que ha aspirado a salirse de “la dramaturgia bien dicha”. Su lógica es la lógica de la oblicuidad.

‘Los pájaros negros de 2020’, de Agniezka Hernández. YAAS VALDÉS.
‘Los pájaros negros de 2020’, de Agniezka Hernández. YAAS VALDÉS.

Los pájaros… y El Diario… conmueven. Afectan. Agniezka me dice que sueña un tipo de teatro. Lo que presenta al público es sólo un fragmento de ese sueño. La aspiración es la potencia de los cuerpos.

Son escrituras antisistémicas. Sus elementos, algunos lúdicos, habitan un espacio subversivo de renovación. Hernández incluye en su trabajo toda clase de ambigüedades. Rupturas. Desplazamientos. Nos propone un principio, el de la incertidumbre. Nos aplica una prueba, la del estado incompleto. Objetos “desdefinidos”. Malentendidos. Análisis transactivo. Crítica subjetiva. Indecide. Relativiza.

Le pregunto por la frontalidad, sobre su relación con el Poder. Le pregunto por qué muchas veces no dice las cosas por su nombre. Ella enciende otro cigarro y responde que hace lo que puede; que hace lo que puede una mujer con una hija.

Los pájaros negros de 2020 (entrenamiento sin razas) obtuvo la Primera Mención en el Concurso de Dramaturgia Virgilio Piñera. Se comenzó a montar, a investigar, a reescribir. El confinamiento se convirtió en un dique contra el montaje, por eso, dos años después, la obra, lógicamente, es otra. No puede entregarse sino a la apertura de lo roto, a los márgenes injustificados, a una guerra contra la totalidad. Es cierto que estas diferencias no son ni estables, ni constantes, ni absolutas.

“Querida Shirley Temple”, se lee en las notas del programa de mano. “Cuando comenzamos a investigar sobre ese término mal llamado «razas», por momentos quedamos paralizados, como el asombro que debes haber sentido en cada uno de tus cincuenta y seis bucles el día que ese negro grande que se llama Bill Robinson tomó tu mano para hacer una película junto a ti. Eran tiempos de Depresión, Shirley. La depresión, el dolor, el racismo de piel o el racimo que sentimos por las mujeres que no son hermosas y lo que el viento se lleva, los caminos resecos y las pandemias, nunca terminan, querida Shirley”.

En Los pájaros… se baila tap. Aquí el tap no es entretenido. El zapateado, aquí, es un movimiento, pero de minorías. Es un gesto rebelde de reivindicación que recuerda el famoso espectáculo Blackbirds, de 1928.

‘Los pájaros negros de 2020’, de Agniezka Hernández. YAAS VALDÉS.
‘Los pájaros negros de 2020’, de Agniezka Hernández. YAAS VALDÉS.

Del Diario de Ana Frank hay un momento que no olvido. Así pervive en mi memoria: ese instante en que la madre la apura porque tienen que partir. Le dice que recoja las cosas, que no olvide la ropa. Luego la reprende porque agarró, en su lugar, un álbum de fotografías. Ana, a sus trece años, me dio una lección. Son más importantes los recuerdos que los vestidos.

El Diario de Ana Frank. Apnea del tiempo aún está en cartelera en la sede de Ludi Teatro (calle I, e/ 9 y 11, El Vedado). Agniezka escarba en los recuerdos de Ana y de todas las Anas que han vivido bajo sistemas totalitarios, dictatoriales, fascistas. Su escarbadura no es complaciente, más bien hiere. Aunque la puesta en escena es muy perspicaz en el sostenimiento de una fuerza y de una sensibilidad, al final se produce –se produjo en mí– un (auto)desvanecimiento.

Frente a Ana el yo encarna su ausencia. Ana deshace las autoridades, abole las jerarquías de valores y elimina todos los códigos y normas obligatorios. Frente a Ana todo parece irrealista, etéreo. Al mismo tiempo, todo parece tan cierto. Como estar aquí, en este país, y decir: ¡Muerte al Carnicero de Praga y muerte a cualquiera que se le parezca!

Estuvimos dos horas conversando. En frente, justo en frente, teníamos la iglesia de San Agustín. Una frase latina debajo del santo era visible y nos increpaba como un arco en tensión: tolle lege. Frente a nosotrxs el astil, el emplumado, la punta de la flecha. Agniezka no paró de lagrimear. Dice “no te preocupes”. Dice “es el tiempo”. Dice “es la primavera y soy alérgica a ella”.

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