Ensenada
Paseo en canoa en uno de los lagos de Inlet

La noche anterior, mi hijo de nueve años dijo que el color naranja respira a través de las brasas calientes, igual “al tiempo cuando se mueve sobre el agua”. Su hermano gemelo dijo: es un anaranjado como el de la ondulación de los jaguares, como el de las naves espaciales cuando se mueven una junto a otra por el espacio exterior. Detectamos un olor como a mofeta que probablemente no venía de una mofeta. Unas notas prolongadas de un búho atravesaron toda la noche. Unas toallas colgaban sobre cuerdas, separando los campamentos.

Ahora, al día siguiente, nuestras tazas de metal están incrustadas de chocolate y avena. Un charco dejado en el suelo de concreto del baño de mujeres tiene huellas de pies chiquititos que llevan directamente hacia la salida del urinario.

El tiempo que se mueve sobre la superficie del pueblo cercano, Inlet (Ensenada), alcanza su momento más soleado en el parque, donde un antiguo tiovivo mantiene una delineación afilada. La sombra negra permanente debajo del tiovivo ancla esta estructura a la niñez de otra época. Un tobogán plástico en espiral, de una época más reciente pero ya pasado de moda también, brilla un poco en el sol. Es posible que la gente que va y viene por el parque de Inlet no haya leído las últimas noticias. Que no se fijen en que hay cosas que pasan entre ellos, y que esas cosas ya incluyen una cepa repentinamente dominante del virus de la pandemia, que se aceleró tan pronto como dejaron de atenderla.

En este momento, los padres circulan desde el parque con bebés y niñitos y los niños mayores, por los baños públicos, por el café de la esquina, hacia la pequeña panadería, hacia una tienda de souvenirs embutida en una casa de principios de siglo XX que dobla la esquina, y luego vuelven. En este momento, mientras escribo, nadie de menos de doce años ha recibido la vacuna; esas vacunas todavía no existen.

Los comerciantes agotados sonríen valientemente detrás de sus cajas registradoras. Algunos pueden haber leído las noticias esta mañana, para prever lo que viene, pero necesitan de este breve auge de sus negocios, después de perder más de un año de ingresos por la pandemia. Casi todos nos relacionamos a través de círculos oscuros, como los círculos oscuros bajo los ojos de los atletas olímpicos que compiten al otro lado del mundo. Incluso los medallistas en Tokyo se ven poseídos. Los ojos fatigados de los atletas veteranos de todas las naciones rodean las rabietas rotas de una estrella de tenis vencida, que al final tira su raqueta hacia la tribuna descubierta.

A pesar de esto, las “patadas de delfines” todavía ocurren debajo del agua. Podemos ver su energía por la pantalla también. El tiempo se revela en estas líneas organizadas de cuerpos que se mueven. Es la primera vez que mis niños tienen una madurez suficiente como para percibir estas ondulaciones, así que es la primera vez que imaginan cómo los cuerpos de los nadadores del siglo XXI podrían sentirse, desde adentro –y cómo podrían sentirse en sus propios cuerpos, si ellos intentaran dar patadas de delfines–. Mis hijos, que están jugando ahora en un tiovivo sencillo de los años setenta, no tienen los músculos suficientes para hacer esas patadas. No tienen memoria muscular en que fundamentar la imaginación. La estructura de su juego sobrevive pegada al suelo. El tiovivo es el tipo de aparato amado por sus padres, dejado atrás por los padres sin ningún pensamiento en particular, cuando unos adultos distantes lo calificaron de peligroso.

Al otro lado de la cerca de listones delgados, hay una carpa blanca suficientemente grande para bodas y conciertos al aire libre. Está situada sobre una cuesta que da al lago, y los trabajadores van armando sillas en la carpa para algún evento. La prudencia de reunirse en grupos grandes se ha puesto, de nuevo, en duda. Una adolescente atraviesa la carpa por el camino exterior, con su pelo escarlata, en un púlover negro con un diseño nada memorable. Es pálida, y parece indecisa de su ruta. Tal vez camina hacia una de las cabañas grandes de la orilla. A medio mundo de distancia, una velocista bielorrusa evade un vuelo de regreso, dictado como penalización por las autoridades dirigidas por el hijo de su presidente. Ella emplea un traductor automático para reclamar el asilo; la policía del aeropuerto japonés le comprende y la sacan de la cola. Mientras tanto, en Ucrania, el cuerpo de un activista bielorruso aparece repentinamente, ahorcado en un parque. En nuestro momento, observa un comentarista político, el afuera ya no es igual a un afuera. El exilio ya no es igual a una válvula de escape. Estos cálculos políticos cambiaron años atrás. Solamente algunos de los círculos oscuros bajo los ojos resultan de este cambio global; la mayoría de la gente no le prestará atención.

El camino central para avanzar a través del parque de Inlet hace una curva desde el parque infantil, detrás de las cabañas, por un césped, hacia el agua. Recientemente restaurados, los azulejos de concreto rojos y blancos exhiben los nombres de donantes. Luego un muelle se extiende por el agua del lago. Mis hijos caminan hacia el final del muelle con su padre. Uno se sienta para mirar por la superficie del tiempo, que machaca erráticamente al muelle. El otro hijo vuelve a la orilla, levantando su capucha, y vadea en silencio en el agua poco profunda al lado de una niñita con flotantes color de arcoiris en los brazos. La hija de otra persona se estira en el muelle en su traje de baño, haciendo circular los brazos en la manera ostentosa de los nadadores olímpicos que estiran los cuerpos en la televisión, aunque la niña queda en orientación vertical.

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Esto se llama socializar al aire libre –o lo que se entiende ahora por socialización, mientras el atardecer de otra gran distancia vuela sobre el lago–. Solíamos hacer eso. Solíamos hablar con gente como aquella. Teníamos miedo o éramos valientes, o ambos a la vez. El sol no revela ninguna corriente submarina. Algunas personas las ocultan bien. La gimnasta olímpica de nuestro país tenía círculos que se profundizaban debajo de los ojos, y todavía nadie sabía, hasta el momento dramático cuando ya no se podía ocultar la cosa.

Ensenada
En Inlet

Luego descubrimos que alguien ya lo sabía, que muchos ya lo sabían. Lo importante era callarse y seguir adelante. Así que, durante años, los dirigentes del deporte exponían a sus atletas al abuso sexual dentro de sus circuitos de élite. Entre otros crímenes que facilitaban ese silencio, el jefe de la organización de gimnasia, Steve Penny, intercambiaba favores con un agente que investigaba los abusos, para que siguiera encubriéndolos. La gimnasta que tanto miramos en los juegos desde Tokyo fue abusada durante ese período de silencio cómplice.

Hay una corriente que fluye hacia algunas décadas atrás, a la época del antiguo tiovivo. Es la época cuando las paralelas asimétricas, un ejercicio diseñado para las muchachas, se fijaban más cerca que hoy. No había grandes trucos como los círculos “de gigante” que predominan hoy. En vez de eso, el cuerpo femenino chocaba contra una barra, generalmente la de abajo. Una se ponía de pie sobre la barra baja, agarraba la barra alta en las manos, luego saltaba, estirando las piernas tan alto como fuera posible y enderezando el cuerpo, todavía agarrada a la barra alta. Se intentaba chocar con la barra baja en la línea exacta donde las piernas naturalmente doblan hacia la cadera. O, desde la otra dirección: balanceándose sobre la barra alta, agarrándola con las manos y con la parte delantera de la cadera puesta sobre esa barra, se lanzaban las piernas hacia arriba y atrás, enderezando el cuerpo en un gran giro debajo de la barra alta que lo soportaba, para chocar contra la barra baja, mientras el cuerpo continuaba su círculo, soltando la barra alta para hacer “un águila”. Cada niña tenía que saber cuáles eran sus niveles para fijar las barras exactamente, para dominar el vacío entre las barras. Los niveles cambiaban con el cuerpo, que crecía despacio o rápido, errático.

Había en nuestra realidad una práctica cotidiana de la gimnasia, el amor cotidiano por la fuerza que se adquiría para llegar hasta este punto en tus habilidades con las barras: los brazos fuertes, hombros fuertes, abdominales poderosos, un sistema entero de musculatura en una época en que las mujeres con músculos eran vistas en la cultura popular como anormales, aunque desarrollado conjuntamente con la flexibilidad y las posturas del ballet. En la escuela, los otros no tenían ese rango atlético o poder. Así que nadie intentaba intimidar a una gimnasta. La gimnasia nos entregó el orgullo y el poder de una diferencia cotidiana.

A interrumpir el orgullo y el poder vinieron esos incidentes, ocurridos cuando esa diferencia se torció y se deformó. Las caderas de las niñas, golpeadas, descentradas contra la barra durante una sesión especial, cuando nos revisaron en masse para escoger a las que avanzarían a los circuitos del entrenamiento pre-élite. Las colas de niñas, que avanzaban tan rápidamente, significaban que había poco tiempo para calibrar los niveles de las barras. Un entrenedor con mirada de halcón –preparado a su vez por entrenadores olímpicos– agarraba nuestras piernas después de que nos lanzábamos al aire, y nos golpeaba para tomar control de los ángulos del cuerpo. Golpeábamos al azar. Sobre huesos de la cadera, moratones que ya existían, tendones. El entrenador élite nos miraba fijamente durante los segundos después de que caíamos al suelo. Solía viajar, con sus asistentes, para detectar el talento en los niveles juveniles en los gimnasios de toda la nación. Así que, semana tras semana, este golpear, luego este mirar fijamente, en gimnasio tras gimnasio tras gimnasio. Sus preguntas eran preguntas tácitas de adultos. Surgían sistemáticamente. ¿Cómo reacciona esta al dolor? ¿Levanta la próxima sus ojos a los del entrenador, y si lo hace, encuentra a esos ojos con reparos, o con algo menos definido, más maleable? Yo habría tenido unos nueve años cuando me doblé del dolor, levanté la cabeza, busqué su cara, y vi algo errado en los ojos. Las invitaciones al entrenamiento especial eran pocas.

La confianza, interrumpida. La desconfianza daba la vuelta, alejándose de los entrenadores, y entró en nosotras. Algunos padres, distantes en el otro lado del gimnasio en las sillas plegables, deben haber comprimido los labios. Otros habrían fingido no ver, o mirado hacia otro lado. Nuestros músculos, delgados como látigos, nos abrazaban mientras las distancias de los padres se abrían. Las corrientes del tiempo nos vendaban como tiras, rodeando los vacíos de la desconfianza, y aprendíamos a estar solas, a entrenar los músculos para aflojar y flexionar, a envolver cualquier obstáculo duro con el cuerpo. Para seguir este camino, todas nos entrenamos en sonreír. Una ley sigue siendo universal: si una presentación no parece ser fácil, no vale nada. Cintas como las de Olga Korbut (nacida en lo que hoy se llama Bielorrusia, pero que compitió en su momento en el equipo de la Unión Soviética) y Nadia Comaneci (Rumanía) cubrieron las bandas elásticas que contenían el pelo; Korbut y Comaneci rompieron las cortinas mentales de la Guerra Fría y se convirtieron en íconos nuestros. Hoy la cinta más chiquitita de todas decora a la campeona que aparece repetidamente en las pantallas desde Tokyo, donde se ve que su mente está alejándose de todas las otras competidoras, aunque se sienta entre ellas y dice las cosas correctas.

¿Cuáles son las corrientes submarinas hoy, en esta playa al borde de un lago? Es pública, metida a presión entre lugares que no lo son. ¿Hará ese hecho que las preguntas sean más fáciles o más difíciles de contestar? Probablemente más fáciles, porque “privado” conlleva la privacidad, lo tácito como diseño. Nos sentamos en un banco. Algo que es definitivamente público aquí: las filas y filas de bancos de madera angulada, pintados con el marrón oscuro de las cabañas de cazadores y las obras públicas baratas. Este marrón oscuro de la historia del diseño Adirondack se reproduce en otras partes de la nación. Los conceptos de “naturaleza” y “vida de campamento” en los Estados Unidos se derivan de la rusticidad cultivada del estilo Adirondack. Por lo cual, la pintura marrón oscura delimita las áreas de construcción estatal y privada, devolviendo la mente colectiva a esta región, que contiene tantos lagos que algunos tienen números en vez de nombres. Hay un brillo planificado en las cabañas verdes y amarillas del borde del lago de Inlet.

Estos bancos marrón oscuros recientemente se multiplicaron. Están situados a una distancia de seis pies en todas orientaciones, de frente al lago ventoso. Las medidas del distanciamiento en la pandemia. El agua azul oscuro del lago contiene manchas que evocan algas marrones, residuos de las lanchas. Los somorgujos sobreviven en algún lugar cercano, fuera de vista. La playa municipal todavía tiene salvavidas durante el día, pero dos han desaparecido. Tal vez los salvavidas estén siguiendo a otros trabajadores, los que van desapareciendo implacablemente de restaurantes, hoteles, almacenes y áreas de servicio público en lo que este verano evoluciona. El sistema de apoyo a visitantes va perdiendo potencia. En contraste, hay tiempo para seguir escribiendo en un parque, en este primer martes soleado de agosto. Unas pocas personas hablan sobre sus bancos. “Pero están mucho más abiertos ahora” / “Uno de Carolina del Sur” / “Eso está bien” / “Mi gerente no estaba muy entusiasmado” / “Seis meses después” / “Antes solía” / “Eso no va a pasar” / “Las cosas cambian…”. Una niñita deambula por los bancos en un vestido acampanado y rosado, agitando una barra de pretzel.

Muebles de estilo Adirondack en un museo de Inlet
Muebles de estilo Adirondack en un museo de Inlet

El efecto del vértigo sobre el tiempo: la mente gotea, y abajo se hace un charco. Allí abajo se fija, y se va a pique. O (finalmente) ve exactamente cómo el tiempo balbucea. Al tiempo no le hace falta que tú creas en su movimiento. Un escarabajo toca la pantalla negra que encierra la mente –una de las barreras invisibles dentro de este parque público– y zumba. Granos de arena se desplazan por la presión de la gravedad, dunas caen haciendo volteretas laterales. Es posible moverse de un tiempo a otro, y de un lugar a otro, dentro del vértigo en que colapsan. La mañana del campamento está ahí adentro, molida con el turismo de ayer, con los temas dispersos que sobreviven dentro de la mente comprometida.

Las historias de La Vida al Aire Libre en los museos son insatisfactorias. Un mundo binario, incesantemente privado versus público, lo privado mezclado con lo público, reproduciendo estas impurezas monótonas –con una inclinación siempre hacia la demanda–. Agachado al fondo de la mente, se sabe cuál parte de la ecuación favorece esta demanda.

Los espacios públicos experimentan su propia inclinación interna, como la que eleva la cultura del motor sobre la calma. En los terrenos de campamento dentro de los parques estatales, uno puede llegar con carpa o caravana. La energía de un millón de generadores de caravanas rechina en los campamentos, y sus emisiones excitan a los mosquitos. Las nubes de mosquitos que se desplazan son iguales al tiempo público al aire libre. Hay nubes de decibelios también, las convergencias emitidas por el millón de generadores y sus mosquitos devotos. La brisa se levanta por debajo y asciende hacia el cielo, según la insistencia del escarabajo que golpea la mente, mientras que los pichones se esfuerzan por llamar la atención en las copas de los árboles. Nuestra familia duerme en una carpa, no una caravana, por lo cual tenemos que existir dentro del entremeterse tan activo y público de los decibelios convergentes, como las familias de los pájaros. Dependientes de la confianza en los otros, para los cuales no existimos.

Solamente algunos visitantes a estos lagos siguen siendo transitorios, porque un arroyo de gente se ha trasladado de las ciudades norteñas en el último año huyendo del virus, buscando bienes raíces más favorables. Hoy nos preguntamos cuáles personas, cuáles casas, cambiaron de veras. “Cuándo se trasladó aquí usted”: una exposición en un museo del futuro, mirando fijamente a nuestro verano. ¿Producirá la pandemia una generación de personas permanentemente trasplantadas, como los años de migración que marcaron diferencias en el pasado? Una casucha para vender comida se ubica al lado de un lago más al este, pequeña y amable, en lucha contra los sumideros de la orilla. Sus propietarios dan la bienvenida a los fugados de la megaciudad, con platos de latkes y los bagels correctamente preparados al estilo de los delis de Nueva York. Los acentos de los propietarios los vinculan con un pasado en la ciudad, una vida anterior, una decisión de trasplantarse al pueblo en los Adirondacks.

De nuevo en el campamento, más personas, siempre a una distancia menor o mayor de ti. Los niños circulan locamente en sus bicicletas alrededor del camino entre campamentos. El camino tiene demasiados baches y los empleados del parque estatal (ya reducidos a tres que admiten su cansancio) no los alcanzan a llenar. Los niños bordean charcos de lodo y grandes surcos incontrolados. La mente se inclina, el vértigo decanta más impresiones lentas. ¿Cuál es el color de tu cansancio? Ocupar su núcleo, mantener las impresiones a distancia. Un comentario que ves en redes sociales, cuando tienes acceso limitado: “Fui a ver hoy a mi médico. […] Me sacó de dudas: «Te vas a morir»” El humor oscuro de otras personas, o su verdad enmascarada de humor oscuro: incertidumbre. O ya se ha entendido bastante bien el chiste, o hay que preguntar en cuál nivel de la mente debe habitar. Otra distancia social con su curva de aprendizaje: cómo navegar eso. Después de comer, uno se va en coche, dejando atrás un cuadro determinadamente vacío de jóvenes que se mueven hacia el comienzo de una senda.

Hoy al lado del parque hay helado. Comemos en una glorieta cerca del camino central, mientras escarabajos plateados vagan peligrosamente entre los pies de los niños. Después la memoria vivaquea entre cuatro o cinco niveles de la mente. ¿Qué puedes ver mientras la mente se va hundiendo? Un sol se pone, pero la noche del vértigo se ampara solamente dentro de un nivel mental. Intenta ubicarlo, para que puedas dormir. Estos pueblos Adirondack podrían estar dejando de lado sus identidades establecidas, con nuevos dueños, porque una vida de todo el año genera demandas distintas a la de la vida del verano. Los pueblos no se han convertido completamente en otra cosa. Se van inclinando. Ritmos de la existencia urbana, metidos dentro de los lagos y caminos de los Adirondacks. El nuevo café de Inlet es distinto de todos los otros: no hay pintura marrón oscura, no hay un mascarón (oso o alce) tallado en madera, solamente las líneas de azul pálido de una plantilla urbana contemporánea. La gente busca aire y una distancia de su lugar. Luego, en su nuevo lugar, forman colas y respiran entre sí de nuevo.

En sitios donde los puentes dominan el paisaje de manera visible, la gente se encuentra, comparte los cruces que los mueven hacia y afuera del puente. Aquí veo puentes, pero no dominan. Son invisibles, construidos como parte de los caminos, sin atraer a muchedumbres. Los caminos Adirondack vadean ciénagas, enhebran los bordes de los lagos, ocultan arroyos ocasionales desde abajo. Fuera de los centros de los pueblos se ven unos pocos carros, pero no se ven casi nunca personas a pie. Aparecen sobre todo cerca de los comienzos de las sendas y los sitios para botar canoas, kayaks y lanchas. Se supone que todos los otros humanos estarán caminando por los bosques, fuera de vista. Con la excepción de las colas en las tiendas del pueblo, la convergencia a una escala humana visible es una cosa ajena a este lugar. Pasan canoas intermitentes, deslizándose, o desembarcan en la misma arena de playa, pero esos paralelos efímeros no generan los encuentros de los cruces firmes.

Kristin Dykstra en 1979
Kristin Dykstra en 1979

Referencias a fotos que no existen, historias que se desvanecieron, pasan por los bordes de la mente. Ahí conforman ensenadas. La modesta cabaña Adirondack de mi abuelo era la condensación arquitectónica de las esperanzas reunidas dentro de su cuerpo, el de un gerente de una gasolinera en New Jersey. Intentó preservar un pequeño terreno familiar con aire fresco. La cabaña se ubicaba en una zona más de clase obrera de esta región, pero no la pudo conservar. Unos parientes mayores tal vez podrían localizarla en las afueras del pueblo de Speculator; o por lo menos el camino en que se encontró. Nosotros no. Yo tengo una sola memoria anaranjada y beige, preservada gracias a una foto encuadrada que ya no existe: un caballito de un carrusel difunto, convertido en columpio para niñitos, colgando de cuerdas en el garaje, y yo al lado en pañales, masticando el cordel de mi sombrerito.

Speculator, y toda la ruta sureña que vamos a seguir después para volver a casa, terminarán siendo mucho más devastados por la pérdida del turismo durante la pandemia que este corredor que rodea el pueblo de Inlet, donde me siento en el parque a escribir.

Los turistas son viajeros que podrían muy bien no encontrarse con nadie.

¿Qué se entiende por “encontrarse con otra persona”?

Nuestra rabia descansa en un horizonte, al parecer muy lejos. Convergemos para mirar cosas dispares que se queman en el fuego del campamento, donde el color naranja respira a través de las brasas calientes, igual al tiempo cuando se mueve sobre el agua. O como las ondulaciones de los jaguares, como las naves espaciales cuando se mueven una junto a otra sin tocarse. El fuego del campamento es ajeno por completo, todavía no nos hemos agotado.


* El original de este texto se concibió en inglés. La traducción al español estuvo a cargo de la autora y Juan Manuel Tabío.

Notas:

Para encontrar videos de Olga Korbut y Nadia Comaneci en los juegos Olímpicos de 1972 y 1976, ver

En este texto, la autora se refiere a los trucos en las paralelas asimétricas, habilidades comunes en los años setenta que incluyeron momentos de “envolver” la barra baja con el cuerpo. Eran muy comunes en los niveles de competencia de no élite durante esa década. El uso de las paralelas asimétricas ha cambiado mucho hoy en día; con más distancia ahora entre paralelas, la relación del cuerpo con el aparato ha sido trasformado. Las tensiones dentro del deporte entre “lo femenino” y “lo atlético” también han evolucionado.

Este texto también se refiere al periodismo que la autora consultó en inglés. Algunos ejemplares:

  • Hay detalles sobre la organización nacional USA Gymnastics y el USA Olympic and Paralympic Committee, que se han documentado como parte de los procesos legales relacionados con el abuso sexual de gimnastas. Algunos de esos detalles, por ejemplo sobre los problemas institucionales en (no) responder a los crímenes –inclusive las acciones del jefe anterior de USAG Steve Penny y su relación con las fechas que afectan a Simone Biles– aparecen en un breve artículo de la columnista Sally Jenkins.
  • Las reacciones personales de Biles y otra medallista olímpica, Aly Raisman, aparecieron en un artículo de 2020 sobre el escándalo del abuso y la falta de resolución. Están entre los eventos que conducían a los juegos olímpicos de 2020 (que después se postergaron a 2021 debido a la pandemia).

 

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KRISTIN DYKSTRA
Kristin Dykstra (Wooster, Ohio, 1970). Escritora, investigadora, y traductora literaria. Su nueva traducción de La Dama de Elche, de Amanda Berenguer, se publicará en 2023 con Veliz Books. Sus propios poemas recientes se han publicado en Lana Turner 13 y 15, Seedings, Almost Island, Clade Song, y The Hopper; también en Distropika, La Noria, y El Nieuwe Acá (traducidos al español por Tina Escaja); y en Acrobata (tr. al portugués por Floriano Martins). Dykstra es la traductora principal de The Winter Garden Photograph (2019), de Reina María Rodríguez, que se publicó con Ugly Duckling Presse y ganó el Premio PEN de Traducción de Poesía 2020, además de ser finalista del Premio Nacional de Traducción (NTA). Dykstra coeditó con Kent Johnson una antología bilingüe de la poesía de Amanda Berenguer, Materia Prima, también publicada por Ugly Duckling en 2019 y nombrada finalista del Best Translated Book Award 2020. Anteriormente se publicaron otras traducciones de Dykstra, incluso poemarios de Tina Escaja, Juan Carlos Flores, Ángel Escobar, Marcelo Morales, Rito Ramón Aroche, y Omar Pérez. Coeditó la revista Mandorla: Nueva escritura de las Américas, nos. 7-16, con Roberto Tejada y Gabriel Bernal Granados.

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