Jorge Luis Arcos
Jorge Luis Arcos (FOTO María Esther Painefil)

Jorge Luis Arcos, ensayista, profesor y poeta, quien entre varias actividades intelectuales fue director durante diez años de Unión. Revista de Literatura y Arte (1995-2004) de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), aquí nos cuenta su experiencia como participante activo de Encuentro de la Cultura Cubana tanto antes como después de su exilio en Madrid a partir de 2004. Este testimonio no sólo revela su consciencia de la relevancia de la revista para la cultura cubana o su osadía en apoyarla sin dudar de los principios que la movieron, sino, sobre todo, es un ejemplo significativo de lo que logró Encuentro para convertirse en un espacio convergente indiscutible para la práctica cultural de escritores y artistas preocupados por la fracturada realidad cubana. La siguiente entrevista confirma uno de los éxitos más importantes de la revista Encuentro: su conexión directa con colaboradores de la Isla.

En 2006 Encuentro de la Cultura Cubana publicó un interesante texto de su autoría, “Diez años de Encuentro en Cuba” (nº 40), donde relata el impacto que tuvo la revista entre los gestores de la política cultural oficial, y que llama la atención sobre el carácter determinante de las jornadas de poesía La Isla Entera en 1994 (que celebraron en Madrid los 50 años de la revista Orígenes) para la forma como el patrimonio cultural cubano pasaría a ser cuidado en la Isla a partir de la divisa “la cultura cubana es una sola”, lanzada por dicha reunión. ¿Cuáles fueron sus impresiones personales cuando leyó por primera vez una revista directamente relacionada con ese encuentro?

Antes de las jornadas La Isla Entera, hubo dos eventos importantes. El primero, una reunión en Estocolmo de algunos intelectuales que vivían en la isla y otros fuera: Reina María Rodríguez, Miguel Barnet, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat y Senel Paz, de dentro; y Lourdes Gil, Heberto Padilla, José Triana, Jesús Díaz y Manuel Díaz Martínez, de fuera. Puedes revisar la publicación “De mi archivo / Reunión de escritores cubanos en Estocolmo”, de Manuel Díaz Martínez, por ejemplo. Este encuentro, el primero de su tipo, tuvo un fuerte carácter político, y representó una suerte de exploración mutua y un experimento político cultural por ambas partes. El segundo, fue el coloquio celebrado en La Habana, en 1994, por el cincuentenario de la revista Orígenes, en Casa de las Américas. Este importante congreso fue organizado por la Cátedra de Estudios Literarios Iberoamericanos José Lezama Lima de la Fundación Pablo Milanés, donde yo trabajaba entonces, y que creamos Víctor Fowler y yo (como director de la cátedra por la fundación). Aunque reducido al ámbito de Orígenes, en este congreso se analizó la obra, por ejemplo, de dos importantes miembros de Orígenes, exiliados: Gastón Baquero (quien después sería la figura emblemática de las jornadas de Madrid) y Lorenzo García Vega. Ya antes, en la revista de la fundación, Proposiciones, había publicado un texto de Antonio José Ponte sobre Baquero. La ponencia de Ponte sobre Lorenzo fue un momento de tensión y polémica intelectual importantísimo. Fue significativo el texto, pero acaso más la discusión después de su lectura en salón plenario, donde se pusieron en evidencia las muchas tensiones acumuladas dentro de la ciudad letrada insular.

Meses después, fue el encuentro de Madrid, y, a mi regreso, comencé a trabajar en la UNEAC como director de la revista Unión, y en el primer número que hice publiqué el texto de Ponte, lo cual me valió algún comentario irónico del entonces presidente de la UNEAC, Abel Prieto. Precisamente, Prieto, antes de las jornadas La Isla Entera, había prohibido que los intelectuales cubanos invitados tramitaran sus pasaportes. Fueron días de mucha tensión. Pero sucedieron varias cosas interesantes. Por un lado, él mismo me comentó que Roberto Fernández Retamar lo fue a ver para sugerirle lo conveniente de no prohibir la asistencia de los intelectuales cubanos.

escritores cubanos Estocolmo
De izquierda a derecha: Pablo Armando Fernández, Lourdes Gil, René Vázquez Díaz, José Triana, Reina María Rodríguez, Antón Arrufat, Manuel Díaz Martínez; sentados Senel Paz y Heberto Padilla, en el encuentro de escritores cubanos en Estocolmo, 1994 (FOTO archivo de Manuel Díaz Martínez)

Pero sucedió algo más. Como yo trabajaba entonces en la Fundación Pablo Milanés, mis trámites migratorios los había hecho la Fundación y había decidido viajar a Madrid. Tuve una reunión personal con Pablo Milanés y le comenté lo que sucedía… Él, sin vacilar, me dijo que fuera a Madrid, que él se hacía responsable. Él estaba muy contento por la gran repercusión del encuentro en La Habana organizado por la cátedra de la Fundación. Cuando salí de esa reunión me dirigí a la oficina de la Presidencia de la UNEAC y le dije a Abel Prieto que iba a viajar a Madrid. Él se mostró muy preocupado. Me comentó lo de Fernández Retamar, y me preguntó sobre quién apoyaba a Pablo Milanés… Yo le contesté que no sabía, pero que me parecía que era sencillamente una decisión personal suya. Entonces ahí mismo, en ese momento, él tomó la decisión de tramitar los pasaportes de los cubanos invitados.

Cuento esto para que se vean las tensiones internas, subterráneas, a pesar de que se esgrimía por ambas partes el lema de que la cultura cubana era una sola (obviamente, desde miradores diferentes). Luego, en Madrid, continuaron las tensiones, pero entre los de afuera. Guillermo Cabrera Infante, por ejemplo, publicó un lamentable libelo contra Baquero. Algunos no quisieron asistir. La prensa española se hizo eco de esas tensiones. Por cierto, esa época coincidió con una apreciable relectura de Baquero por los poetas jóvenes cubanos dentro de la isla. Y, por supuesto, a partir de entonces se buscó el libro Los años de Orígenes, de Lorenzo, con fruición.

Bueno, habría muchas anécdotas que contar del encuentro en Madrid, donde fue Heberto Padilla el centro de atención. Todo sucedió en un clima interno de respeto, e importantes reconciliaciones y/o rectificaciones, que alguna vez habrá que contar. A mi regreso a La Habana escribí para La Gaceta de Cuba un artículo o crónica titulado “Hacia la isla entera”. Se publicó, pero los editores (sic) de La Gaceta le agregaron sin mi consentimiento una nota al pie muy obvia y grosera donde informaban del pasado “batistiano” de Baquero.

Fue justamente durante las jornadas La Isla Entera, donde Jesús Díaz, allí presente, anunció la creación de la revista Encuentro de la Cultura Cubana. Creo que todos los que asistimos a Madrid desde la isla fuimos colaboradores de la revista. Yo, al menos, lo fui siempre, mientras dirigía en Cuba la revista Unión, algo que terminó con ser muy mal visto por parte de la oficialidad cultural cubana. Hubo incluso una tensión entre las reseñas que se hacían en Encuentro sobre las publicaciones cubanas, donde se valorizaba positivamente los textos que publicaba Unión, y no tanto algunos que publicaba La Gaceta. Pero esto no me toca a mí valorarlo.

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Encuentro terminó siendo una importantísima obra colectiva, gracias, en primer lugar, a su variado perfil (o perfiles), pero también a la calidad de sus colaboradores.

En la revista Unión, casi desde su inicio, publiqué una sección donde se comentaban los libros de cubanos o sobre Cuba publicados fuera de la isla. En Unión, Enrique Saínz y yo mantuvimos el principio de no exclusión. Enrique, por ejemplo, publicó un ensayo sobre Padilla, también publicamos textos de Lorenzo García Vega, en dos ocasiones. Yo comencé la difusión de la obra de José Kozer. Desde un principio, en Encuentro, Jesús Díaz comenzó a dedicar cada número a un autor importante, viviera o no dentro de Cuba. No tengo que decir que la revista Encuentro se convirtió muy rápidamente en un referente importante para la intelectualidad cubana tanto dentro como fuera de la isla. Y tanto dentro como fuera, hubo tensiones alrededor de la revista. Se ponía en el inicio de la revista los nombres de los colaboradores que se iban sumando a la revista, y fue tal la cantidad de colaboradores de la isla que sólo eso debió preocupar mucho a la oficialidad insular, amén de los contenidos de la publicación, que era obviamente lo más preocupante para ellos.

A través de conversaciones con excolaboradores de Encuentro, sabemos de las dificultades para la distribución de la revista dentro de la Isla. Partiendo de esa experiencia a la vez privada y colectiva que significa compartir la lectura de una revista prohibida, me gustaría que describieras un poco los modos en que circulaba la revista entre los intelectuales y escritores, cuando aún vivías en La Habana.

Bueno, la revista Encuentro se enviaba a sus colaboradores dentro de la isla a través de la Embajada española. Tanto, primero Carlos Barbáchano, como después Ión de la Riva, y luego Ana Tomé, en su función de agregados culturales, hicieron una ingente labor cultural dentro de la isla, que siempre fue muy mal vista (Carlos y Ana terminaron expulsados). Yo doy fe de esa labor extraordinaria. Pero el síndrome de la sospecha, del enemigo encubierto, etc., era inevitable dentro de una dictadura. Recuerdo una noche en que yo presentaba el poemario Aquí, de Roberto Fernández Retamar, en la sala Federico García Lorca, evento organizado por Barbáchano, y que Roberto me comentó, ya sentados en la mesa, antes de que comenzara mi presentación, que la “seguridad” siempre acusaba a Barbáchano de ser un agente foráneo, pero que él sólo conocía de su impecable gestión cultural. Con respecto a Encuentro, Carlos Barbáchano era amigo personal de Díaz, por ejemplo. Cuando yo colaboraba en la revista, algo que fue muy frecuente, me enviaban a la Embajada mis ejemplares. Los iba a buscar allí, pero siempre me daban varios, y yo regalaba a mis colegas los ejemplares. Esos seguramente después circulaban de mano en mano. Sucedía lo mismo con los otros colaboradores, que no eran pocos, por cierto, como ya precisé.

¿Usted conoció a Jesús Díaz antes de que él saliera de Cuba en 1991? ¿Cómo veía su producción intelectual, principalmente sus participaciones en publicaciones como El Caimán Barbudo y Pensamiento Crítico en los años sesenta e inicios de los setenta? ¿Cómo usted entiende Encuentro en cuanto realización dentro del proyecto personal de Díaz?

No, yo no conocí nunca personalmente a Jesús Díaz en Cuba. Tampoco como lector me interesaba lo que escribía entonces. Fue un fanático, primero, después vino la conversión. La primera vez que hablé con él fue precisamente en Madrid, cuando se me acercó una noche después que leí un poema muy largo, “Epístola a José Luis Ferrer”, con el tema de la diáspora. Ahí me comentó lo de Encuentro… Se puso muy contento cuando yo lo ayudé desde La Habana a armar el dosier dedicado a Fina García Marruz. No lo volví a ver nunca más.

Luego, en Madrid, conocí muchos detalles, algunos conmovedores, por trágicos, pero honestos, de su conversión. En todo caso, una obra suya, y no la menos importante, fue la revista Encuentro. Cuando digitalicé en Madrid toda la revista, pude aquilatar al detalle la importancia de esa obra. Sí me gustó una novela de él, Las palabras perdidas. Por edad, no viví como escritor los acontecimientos de la década del sesenta y setenta, pero después, por supuesto, que leí esos textos, y como reconoció el propio Díaz muchas veces en Madrid, él fue entonces un ferviente revolucionario.

Sus primeras colaboraciones con Encuentro datan del período en que usted era director de una de las publicaciones más importantes del oficialismo cultural cubano, la revista Unión, órgano de la UNEAC. También sabemos que Encuentro pronto se convertiría en uno de los objetivos principales de los ataques de ese oficialismo contra las estrategias político-culturales de los intelectuales cubanos disidentes. ¿Qué le llevó a decidir colaborar con la revista aun sabiendo de los riesgos políticos que usted corría?

Era un problema de principios. Yo pertenecía a una generación en la que nunca me reconocí. Por eso me sentí siempre parte de la llamada generación de los ochenta y noventa. Creo que hubo un interesante corrimiento, o coincidencia (las generaciones siempre terminan por ser relativas), de algunos poetas de mi generación hacia las posteriores (Reina María Rodríguez, Efraín Rodríguez, Ángel Escobar, Soleida Ríos, Ramón Fernández Larrea, etc.). Yo nunca sentí que corriera un riesgo político. Al menos no me lo planteaba así. Me lo planteaba en términos de límites, como le dije una vez a Francisco López Sacha. Yo haría la revista Unión, mientras colaboraba en Encuentro, hasta donde me lo permitieran, o hasta donde mi conciencia lo soportara. Finalmente, esos límites llegaron, cuando la expulsión de Ponte. Sencillamente renuncié a Unión, y me fui del país. Claro que eso iba unido a un proceso personal donde cada vez los llamados límites eran sentidos o padecidos como más intolerables. Pero esas experiencias son diferentes en cada persona, cada una tiene su propio tiempo, sus diferentes momentos de cambio.

Después de su ruptura con el régimen cubano y su establecimiento en Madrid en 2004, pronto se integra al Consejo de Redacción de la revista (nº 34/35). ¿Cómo fue ese proceso? ¿Cuáles eran específicamente sus atribuciones como integrante de ese consejo?

A pesar de que en Cuba sospechaban que yo iba a trabajar en Encuentro, desde que decidí mi partida hacia España, yo no lo sabía. Podía imaginarme esa proposición, por razones obvias, porque yo era ya un colaborador habitual de la revista, pero no lo sabía. Pero sucedió. Anabelle Rodríguez me visitó una noche en mi casa de Madrid y me lo planteó. Yo no dudé, y acepté enseguida ser miembro del Consejo de Redacción. Por entonces todavía era director de la revista Rafael Rojas, con quien siempre había tenido muy buena relación personal e intelectual, y a diferencia de mi escasa relación con Díaz, sí me sentía muy identificado con lo que escribía Rojas.

Las revistas se hacen paradójicamente para el aquí y el ahora, pero también para el futuro, para un lector desconocido.

También sucedieron en Cuba, antes de mi partida, algunas cosas que apresuraron mi radicalización. Le congelaron un tiempo el pasaporte a mi esposa, no le daban el permiso de salida. Se me acercaron algunos “colegas” a provocarme. Finalmente, el representante de la seguridad por La UNEAC me citó en mi oficina de la revista un viernes a la tarde (yo partía hacia España el domingo) y allí me dijo que ellos pensaban que yo iba a trabajar en la revista Encuentro. Recordé una frase de unos amigos: “absurdo de todo y respuestas neutras”, pero no fue tan difícil hacer eso, por lo que ya expliqué antes. Aunque podía ser previsible, yo no lo sabía. Después, en el aeropuerto, sí fueron más groseros. Al menos para mí ese fue el límite que rebasó la copa. Y ya después, en Madrid, consumada mi pertenencia al Consejo de Redacción, y al publicar algunos textos cuando la llamada guerrita de los emails, sí me atacaron frontalmente (y bajamente para siempre) desde La Jiribilla. También trataron de presionar a dos importantes intelectuales españoles, uno de ellos entonces mi director en otra revista española, La República de las Letras, donde trabajaba también como corrector de estilo y pruebas, y asiduo colaborador, para que me dejaran sin trabajo… Pero fue inútil todo.

El período en que usted estuvo al frente de Unión es considerado por muchos intelectuales como una etapa ejemplar de revalorización de esa revista en términos de calidad editorial. ¿Cómo su experiencia de editor le ayudó (o no) en su participación en la revista Encuentro?

Claro que me ayudó mucho esa labor previa (diez años en Unión), que había comenzado antes en la revista Proposiciones. Pero no fue nada difícil el cambio. Ya yo había cambiado mucho, además. Había un equipo de realización impecable, ya con Luis Manuel García como jefe de redacción, y con Ponte como director, y un importante consejo de redacción y otro editorial. Leer textos y valorarlos no podía ser nada ajeno para mí, ¿no? Tampoco buscar colaboradores tanto dentro como fuera de Cuba. Tenía una red de amistades muy grande. Quizás influía en eso mi personalidad, y también por supuesto esa labor anterior que no me toca a mí valorar. Participaba en la confección de los dosieres a escritores. Escribí mucho entonces, algunos ensayos y muchas reseñas críticas, hice entrevistas, digitalicé toda la revista, en fin, fue un trabajo muy creativo. Hacía lo que más me gustaba, escribir, además de las labores propias de un consejo de redacción.

Pensando en términos de sintaxis redaccional, ¿qué cambiarías dentro de la forma en que se planificó Encuentro? Entre sus secciones, ¿cuáles le agradaban más y en cuáles habría propuesto cambios o exclusiones?

Si en Unión, a pesar de cierta marca personal inevitable que le conferimos Enrique Saínz y yo, siempre estuve consciente de que esa no era mi revista, lo mismo me sucedía en Encuentro, donde a diferencia de la otra, no fui director. Así que nunca traté de sugerir cambios. A mí personalmente me gustaban más las secciones literarias, porque eso es lo que yo soy, un escritor. Pero desde que entró Ponte como director, esa parte se enriqueció mucho o, al menos, se orientó más hacia una zona de la literatura cubana con la que me sentía más identificado. Tanto Jesús Díaz, como después Rojas, tenían cierta inclinación natural hacia las llamadas ciencias sociales. (No sé si se conoce que Díaz en Cuba había sido profesor de marxismo-leninismo.) Estas fueron muy importantes y necesarias para la proyección ideológica de Encuentro, por el obvio contrapunteo con lo que no se podía publicar en Cuba o con lo que se publicaba incluso, y ayudaron mucho a enriquecer el perfil, los colaboradores, la recepción y la función de la revista. Pero, claro, a mí me interesaba más lo literario.

La revista ideal no existe, a no ser que sea una revista de grupo, como Orígenes o Diáspora(s)… Claro que uno tiene ideas políticas. Pero para mí la literatura es mi reino, el resto es selva… Creo que finalmente la revista Encuentro cumplió una función única en la cultura cubana, y por su perfil, extensión, etc., será valorada (como ya lo está siendo) como un importante referente académico incluso dentro de las revistas culturales latinoamericanas. En cierta forma, cada número era un libro. Creo, además, que más allá de las improntas personales de sus directores, e incluyo también a Manuel Díaz Martínez, Encuentro terminó siendo una importantísima obra colectiva, gracias, en primer lugar, a su variado perfil (o perfiles), pero también a la calidad de sus colaboradores.

Las revistas se hacen paradójicamente para el aquí y el ahora, pero también para el futuro, para un lector desconocido. Es una labor amarga muchas veces. Uno dispone sólo de un tiempo limitado y de unos textos concretos también. Pocas veces un número te satisface del todo. Se hace además para diferentes lectores. Creo que Enrique y yo, durante los diez años de Unión, hicimos lo que pudimos, en aquel contexto, y con las limitaciones ya comentadas. Siempre supe que tendría un fin (es lo mejor para una revista, por cierto). Hablo de nuestro proyecto de revista, claro, porque después continuó de manera diferente. Encuentro también lo tuvo, y muy trágico. Fíjate que al final un grupo significativo de integrantes de la revista renunciamos públicamente a ella y sólo se pudo hacer un número más… (en parte con textos ya previamente recepcionados.)

Entre sus participaciones como colaborador, se destacan sus lecturas de poetas como Fina García Marruz, César López, Reina María Rodríguez, Rafael Alcides, José Kozer, Luis Lorente, Ángel Escobar, Raúl Hernández Novás, Isel Rivero, así como publicaciones de algunos poemas de su autoría. Teniendo en cuenta los 54 números de Encuentro publicados, ¿cómo usted analizaría el espacio de la revista dedicado a la poesía?

Excelente, qué quieres que te diga al respecto… No puedo hablar de mí mismo o sólo hasta cierto punto. Yo hubiera preferido una revista solo de poesía. Pero acaso Encuentro era exactamente la revista que se necesitaba, porque llenaba los vacíos, daba voz a quienes no tenían voz dentro de Cuba, o creaba otras voces, en fin, ya te dije, no existe la revista ideal. Pero, aparte de los clásicos, en su última etapa se publicó muy buena poesía, y también buenos textos sobre poesía.

Arcos Ponte
De izquierda a derecha, Sigfredo Ariel, Luis Lorente, Antonio José Ponte y Jorge Luis Arcos, en casa de Nancy González, La Habana, 2003 (Foto tomada de una entrevista a Arcos publicada en El Estornudo)

Volviendo a su texto “Diez años de Encuentro en Cuba”, en él usted afirma que “Uno de los valores inobjetables de Encuentro es la calidad y profundidad del pensamiento crítico que detentan muchos de sus ensayos”. Pensando hoy, a partir de los trece años que duró la publicación de la revista (1996-2009), ¿cómo le parece que funcionó el ensayismo por ella publicado dentro de una propuesta de discutir temas como el del papel del intelectual cubano contemporáneo o el de la identidad cubana a partir de la condición de desterritorialización? ¿Sería el ensayismo su mayor legado?

Yo creo que sí, más allá de su inobjetable gesto simbólico general, como proteico artefacto cultural. Pero con ser yo mismo un ensayista, aunque literario, a mí siempre el ensayo de proyección ideológica me parece que termina por resentirse un poco por la tensión entre la circunstancia y lo trascendente. Un buen poema, un buen cuento, no envejece nunca, pero un ensayo…, no estoy tan seguro, a no ser que sea alguno de Borges, y eso no es frecuente. Pero sí, el peso mayor de la revista radicó en el ensayo, en el pensamiento crítico.

Todavía reflexionando acerca de esa identidad cubana fragmentada, en su opinión, ¿sería posible afirmar que la revista buscó pensar la conexión entre el patrimonio histórico del espacio natural delimitado por las fronteras del país y la Cuba imaginaria que acepta la idea de una cultura sin país, esparcida por el mundo? ¿Qué se hizo para que la apuesta de la política editorial de la revista no cayera en una idea de reconciliación nacional idílica?

Creo que son dos extremos, ambos igualmente nefastos, al menos como tú los planteas, dos aporías peligrosas, aunque si tuviera fatalmente que elegir una me quedaría con la última. Creo que Encuentro fue eso, un encuentro (pero los encuentros suelen ser provisorios, casi siempre se despeñan hacia su reverso, pero eso está bien…, porque como decía Paul Valéry, “las regiones de la más alta serenidad están necesariamente desiertas”), una tensión entre ambos extremos. Quizá ahí radique su función, su efectividad y a la postre su perdurabilidad. Yo prefiero la ambivalencia, la tensión de entrada y salida, lo daimónico simultáneo, el imposible centro como utopía (ese centro roto o dañado, inaudito, sufriente, contradictorio…), a cualquier extremo, a cualquier definición, que suelen, como sabía Lezama, cenizar, congelar… “Ah que tú escapes en el instante en el que ya habías encontrado tu definición mejor…”, escribía el Etrusco de La Habana Vieja… O: “La ínsula distinta en el cosmos o, lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el cosmos”, decía en “Razón que sea”… En fin, “esa impulsión alegre hacia lo desconocido”, que también añoró Lezama…

Un importante ensayo suyo también publicado en Encuentro (nº 37/38, 2005) fue “Sobre el canon cubano (da capo)”, que retoma una reflexión por usted anteriormente iniciada en otro ensayo publicado en la revista Unión (“Notas sobre el canon. Introducción a un texto infinito sobre el canon cubano”, nº 50, 2003). ¿Cuáles serían los principales aciertos y desaciertos de Encuentro en su papel reivindicado tan incisivamente dentro de esa discusión cultural sobre la formación o revisión canónica?

No me gusta hablar de aciertos o desaciertos, pero ya retomar esa discusión del canon, siempre polémica (abierta, o cerrada en su peor versión, o previsible, peor aún), cambiante, es algo bueno para el movimiento del pensamiento. Mi motivación personal e intelectual fue la siguiente. Por un lado, mis lecturas de Bloom. Por otro, lo cerrado, asfixiante, previsible, del canon tradicional cubano insular, para no hablar de lo contaminado por lo ideológico.

Yo fui invitado a un importante evento en la Universidad de Yale por los cien años de la República, organizado por mi colega y amigo Roberto González Echevarría. No nos dejaron ir esta vez a los invitados cubanos, que eran por cierto numerosos. El mismo personaje, Abel Prieto. Se lo dije personalmente, que no podía aceptar esa censura, que no me iba a callar, y fue lo que hice: escribir. Quise después hacer un evento sobre el canon en Cuba (yo era a la sazón, también, el presidente de la sección de ensayo y crítica de la UNEAC). Me dijeron que sí, pero que no podía invitar a Roberto González Echevarría. Desistí. Eran esos límites que te decía al principio, que llegaron porque tenían que llegar, porque eran parte estructural de un régimen totalitario. Sólo era cuestión de tiempo… Había que escapar de aquello, ya. Por eso retomé el tema en Encuentro, junto al propio Echevarría, y textos de Rojas, de Duanel Díaz

Para finalizar, ¿usted cree sinceramente que veremos la producción cultural del exilio o de la diáspora siendo observada de modo integrado a la producida por el régimen revolucionario o esa división proseguirá marcada ad infinitum en términos historiográficos cubanos y latinoamericanos?

Esa división cesará, cuándo, no sé, pero cesará. Pero lo que pasó durante ya sesenta años, ya pasó. No es lo más importante, por cierto. Lo verdaderamente importante siempre trasciende esas fronteras provisorias y previsibles. Creo que frases que tuvieron un sentido, como aquella de que la cultura cubana es una sola, ya ha perdido toda incitación. Ya ahora no creo que el interés pase por ahí. Creo que ya ha llegado el pos inacabable, de que hablaba en otro texto, el epílogo de mi libro, a manera de confesión personal, Desde el légamo. Me siento mejor ahí, en lo desconocido, en el reverso de toda certidumbre, en la intemperie. Ya se habla a nivel continental de lo irrelevante de conceptos como el de la literatura latinoamericana (¿Para qué hablar entonces de la cubana? ¿Para qué sirve eso? Ya se sabe, acaso sólo a los políticos les sirve para algo…). Algo ha cambiado, está cambiando. Ya sólo me interesan las singularidades, sin adjetivos nacionales o regionales, como alguna vez, al principio de todo, muy joven, sentía… Pero aquí me detengo para que no comience a difuminarse mi inmediata realidad con profecías estériles… Incipit vita nova, volver a empezar, buscar orígenes nuevos, como decía Lezama en “Mann o el fin de la grandeza”… O también: ese misterio de las fuentes que nunca se podrá precisar… O Borges, cuando habla sobre la víspera, la inminencia de algo que se siente pero que no se revela… Lo monstruoso, por singular, es la única certidumbre. La furiosa y siempre extraña singularidad. Si hay que volver a algo en Cuba será, por ejemplo, al Zequeira de “La ronda”, porque es un algo que siempre preservará su misterio, su extrañeza, su desconocido…

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VÍTOR KAWAKAMI
Vítor Kawakami. Escritor, editor e investigador brasileño. Actualmente finaliza su doctorado dedicado a la revista Encuentro de la Cultura Cubana en la Universidad de São Paulo. Sus estudios sobre revistas culturales y literarias hispanoamericanas han sido publicados en diversas publicaciones académicas internacionales. Ha publicado los libros Descontos (2015, cuentos), Bem-me-queres malmequeres (2008, poemas) y Sem roteiro tristes périplos (2004, cuaderno de viaje). Es colaborador del Suplemento Literário de Minas Gerais y de la Revista Usina, y fundador de la Sempre-viva Editorial.

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