'Ofrecimiento del jaguar negro', José Bedia, 2003, colección Alexander Fernández y Rita M. Báez
'Ofrecimiento del jaguar negro', José Bedia, 2003, colección Alexander Fernández y Rita M. Báez

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Comenzaré con una advertencia. O una disculpa. No me parece apropiado dirigir todo mi interés hacia las visiones subjetivas, fantásticas producidas por la ayahuasca y dejar fuera, como algo intrascendente, las otras muchas visiones que compartimos en Pucallpa con el artista José Bedia. Antes y después de la ceremonia de ingestión de este poderosísimo enteógeno,[1] ambos estuvimos rodeados por innumerables imágenes, ambientes, personajes y situaciones aparentemente comunes que a mi juicio merecen similar atención. Soy consciente de que por haber nutrido estéticamente muchas de sus obras, las visiones de la ayahuasca son más llamativas o presentan quizás un mayor interés a los efectos de una exposición y publicación de arte, pero me vería obligado a hacer un corte artificial o a mistificar un plano de la realidad en detrimento de los otros, que es justamente lo que se supone que la ayahuasca nos enseña a evitar. Luego de estas sesiones, todo lo que nos rodea, hasta lo que parece más simple e insignificante, adquiere una gran relevancia. Uno se da cuenta de que absolutamente todo a nuestro alrededor está vivo, ya sea visible o invisible, que es importante y que pertenece a una misma y gigantesca Unidad. ¿No es Esta también la enseñanza que se han encargado de transmitir todas las culturas llamadas “tradicionales”, “originarias”, “primalistas” con las que Bedia ha estado en contacto y a las que ha dedicado su creación?

Las visiones producidas por la ayahuasca son de una belleza indescriptible, a menudo perturbadora, atemorizante, y uno es testigo de tal cantidad de panoramas, de escenarios, de paisajes, de personajes, los cuales se nos presentan en una sucesión a veces tan vertiginosa y caótica, que en modo alguno sería posible recurrir a ellas para establecer correspondencias exactas con las obras artísticas de José Bedia, sobre todo porque se trata de imágenes estrictamente personalizadas, a las que sólo tiene acceso el propio participante, es decir, difieren totalmente de las que son percibidas por otras personas, aunque con frecuencia aparecen algunos animales (como la anaconda o el jaguar) que forman parte de muchas de estas visiones. Es cierto que luego de terminada una sesión de ayahuasca a menudo ocurre un exaltado intercambio verbal (si se trata de personas cercanas, de amigos) sobre lo que cada cual percibió, pero generalmente el diálogo es escaso y confuso. Y así fue entre nosotros. Por otra parte, el maravilloso espectáculo que cada cual percibió por su cuenta hace que sea difícil interesarse verdaderamente por las visiones ajenas. De manera que en este texto me propongo mezclar lo que José Bedia me comentó sobre sus propias visiones con las visiones ordinarias, cotidianas que ambos compartimos en la ciudad de Pucallpa, así como en otros muchos ambientes que rodearon la ceremonia y nuestra estancia en esa zona de la Amazonía peruana. Comparados con nuestros paseos por los paraísos e inframundos producidos por la ayahuasca, muchos de estos apuntes podrían considerarse como vuelos rasantes, pegados a la superficie, a la tierra. Y tendrán, si acaso, un valor testimonial, biográfico, sociológico, antropológico. Pero creo que ambos niveles pueden resultar –aunque de diferente manera– “alucinantes”, y estoy seguro de que han constituido –directa o indirectamente– fuentes de estímulo para su creación artística. O podrán serlo en el futuro.

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Recuerdo muy bien nuestra llegada al pequeño aeropuerto de Pucallpa y la elección del taxista. Arturo fue el único que no hizo la menor gestión para que fuéramos con él. Se mantuvo en silencio, aparentemente desinteresado y bien separado de los demás taxistas que ya nos asediaban y que trataban de arrebatarnos con ansiedad nuestro equipaje. Quizás era un método que ya había aplicado con éxito anteriormente. Y surtió efecto. Lo apunté con el dedo y le dije: “nos vamos contigo”. Su carro era el único que permanecía a la sombra, bajo el único arbolito del parqueo. Serio y comedido al inicio, Arturo resultó ser un viejo parlanchín, mujeriego, medio proxeneta, que de inmediato nos propuso conseguir bellas mujeres (que no aceptamos) con la insistente promesa de que las mujeres charapas eran muy cariñosas y calientes (charapa es un término usado para referirse tanto a las personas, como al lenguaje o a la idiosincrasia de los selváticos).

En realidad, no había nada que nos diferenciara de cualquier otro par de turistas recién llegados. Y acaso lo éramos. Nuestra “peregrinación” espiritual en la búsqueda de la ayahuasca formaba parte de un enmarañado enjambre de forasteros atraídos por la inmensa riqueza de la selva amazónica, donde se mezclaban empresarios, mayoristas de artesanías, representantes de ONGs, misioneros religiosos, etnobotánicos, etnolingüistas, antropólogos, ecologistas, guerrilleros y narcotraficantes. Y desde luego, gente como nosotros: buscadores de tesoros espirituales, culturales, estéticos.

Arturo nos fue muy útil cuando le informamos sobre nuestros verdaderos intereses. Conocía a la perfección todos los caminos de la zona por haber trabajado durante muchos años como camionero, primero en las empresas del caucho, y luego en la madera, y más tarde trayendo mercancías desde Lima para distribuir en los comercios de Pucallpa, donde finalmente se quedó. De camino al hotel veíamos pasar gigantescos camiones llenos de árboles cortados y amarrados con sogas y cadenas, cuya corpulencia demostraba su gran antigüedad. La tala indiscriminada de la selva amazónica por compañías madereras, petroleras, mineras constituye un serio problema que ha afectado a muchas comunidades nativas, las cuales han ido siendo desplazadas –no sin luchas a veces sangrientas– de sus lugares ancestrales. El flujo de esa población hacia las zonas urbanas y su contacto con otras costumbres y formas de vida diferentes ha ido también desestructurando y modificando aceleradamente muchas de sus antiguas tradiciones y creando otras nuevas.

Aletargados por el sofocante calor y la humedad del ambiente, la contemplación de aquellos enormes troncos muertos, acostados sobre los grandes y pesados camiones que circulaban entre la densa neblina de polvo rojo que nos rodeaba (Pucallpa quiere decir en lengua quechua precisamente “tierra roja”) constituyó una de las visiones más impactantes que recibimos a nuestra llegada. Habíamos venido a tener una especie de comunión, de conexión personal con una planta mágica, sagrada, llena de conocimientos, y a nuestro lado veíamos pasar los cadáveres de otras muchas plantas. ¿No tendrían ellas también algo importante que decirnos, que transmitirnos? Los pobladores, al parecer ya habituados a contemplar esas visiones, merendaban tranquilamente en los puestecitos situados al borde de la carretera.

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Ayahuasca es una palabra quechua que puede traducirse como “soga de muerto”, pero su nombre en shipibo-conibo es nishi oni, es decir, bejuco o liana (nishi) de la planta oni. La que se utiliza para preparar el brebaje es llamada por los curanderos nishi oni con, es decir, la ayahuasca legítima.[2] En otros pueblos de la Amazonía la conocen por otros nombres, dápa, caapi, natema, yagé, kahi, mihi, pindé, etc.[3] Los biólogos occidentales la rebautizaron con el nombre genérico de Banisteriopsis Caapi, aunque la taxonomía de los curanderos amazónicos ha logrado determinar otras variedades de la misma planta con propiedades y efectos diferentes, e incluso localizadas en partes diferentes de una misma planta. La ayahuasca forma parte de lo que algunos llaman plantas psicotrópicas o psicoactivas (peyote, teonanacatl, datura, hongo de San Pedro, virola, yopo, iboga, etc.), pero que en realidad deben ser llamadas plantas sagradas o enteógenas (que ponen a “dios dentro de nosotros”, o que te permiten una comunicación directa con los dioses o con los espíritus). Y aunque nos referimos a la ingestión de la ayahuasca, en realidad este brebaje no es preparado sólo con esa planta, sino que es una combinación de varias de ellas, que incluye generalmente otras dos: la chacruna (Psyhotria viridis) y el toé (Brugmancia sp.), sin las cuales el mecanismo alucinógeno y telepático no funciona adecuadamente. Otras plantas pueden añadirse a esta mezcla, como el tabaco silvestre (que es llamado mapacho), pero las dos anteriores son las más habituales. Cada curandero va incorporando poco a poco diferentes plantas a su brebaje para conocer el espíritu que reside en ellas y poder utilizarlo luego en sus predicciones, sus diagnósticos, sus curaciones o como instrumentos para su protección y su defensa contra espíritus malévolos responsables de alguna enfermedad o la acción agresiva de otros curanderos.

La recolección y la cocción de estas plantas está regulada por determinados tabúes culturales para no estropear el brebaje (debe ser realizado por un curandero o su aprendiz, quienes deben haber seguido una determinada dieta y no haber tenido contactos sexuales previamente, debe evitarse la presencia de mujeres, especialmente si están menstruando, etc.) La mezcla de las plantas es colocada en determinado orden dentro de una gran olla destapada de agua limpia donde hervirá durante horas hasta que sólo quede un extracto o néctar espeso en el fondo de la vasija, el cual se almacena luego en una botella para ser trasladado y usado en la ceremonia. La ayahuasca ha sido utilizada durante miles de años por los curanderos indígenas y mestizos de la Amazonía tanto en Perú como en Brasil, Colombia, Venezuela, Ecuador y Bolivia, y constituye un elemento esencial dentro de sus sistemas culturales. Aunque no en todas las sociedades indígenas se utilizan este tipo de plantas, existe un número grande de ellas que las tienen en un sitio especial por sus poderes medicinales, curativos y sobre todos mágicos, que les permite una comunicación más fluida con el mundo espiritual, de manera que no hay mejor puerta de entrada para entender a estas culturas que la participación directa en las ceremonias de ingestión de dichas plantas.

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La participación de José Bedia en ceremonias que tienen como centro la ingestión de enteógenos, de plantas sagradas, “maestras” o “plantas de poder” no sólo ha incluido a la ayahuasca, sino también al peyote, a la yerba de la Pastora o de la Virgen y al cactus San Pedro, todas pertenecientes a distintas culturas indígenas americanas, en especial de México, Perú y algunas zonas de Estados Unidos de América. No constituye un evento aislado y mucho menos una práctica reciente. Hace por lo menos 25 años buscábamos en las bostas de vaca en Cuba un pequeño hongo llamado popularmente “niñitos” (Estrofaria cubensis) que posee propiedades alucinógenas y que son conocidos en México por Hongos de San Isidro especialmente entre los mazatecas. También por ese entonces Bedia tenía localizado en el Jardín Botánico de La Habana un ejemplar de peyote que planeaba extraer y probar por su cuenta. Todo esto formaba parte de su interés por comprobar por sí mismo, en carne propia, lo que ya conocía a través de sus muchas lecturas sobre las sociedades y culturas indígenas que las utilizaban.

Muchos libros donde se menciona el uso ritual de los enteógenos o plantas sagradas eran bien conocidos por Bedia desde finales de los años setenta, en especial sobre el peyote usado por los huicholes y otras comunidades del nordeste de México (coras, tarahumaras). Entre otros muchos libros recuerdo uno que comentamos en varias ocasiones, El chamán de los cuatro vientos, de Douglas Sharon,[4] dedicado al curanderismo basado en el cactus San Pedro del norte del Perú. En este caso, Bedia me hizo notar la extraordinaria semejanza de las “mesas” realizadas por esos curanderos durante sus rituales con nuestras ngangas afrocubanas de Palo Monte. Resultaba muy claro que su interés no estaba dirigido al aspecto hedonístico de las experiencias alucinógenas, sino a la comprensión de esas culturas, de sus símbolos, de sus mitos, de sus objetos culturales, lo cual le permitía luego encontrar semejanzas o equivalencias entre ellas y hacerlas evidentes en sus obras.

Tampoco ha sido la ayahuasca la única planta sagrada que ha inspirado su creación artística. Si uno recorre su obra puede comprobar en distintos períodos no sólo la representación de esas plantas que antes he mencionado sino también la de sus efectos visuales. Una vez que uno ha entrado en contacto con las imágenes reveladas por esas plantas, y especialmente cuando se trata de un artista visual como José Bedia, la presencia de esos panoramas, de esas “alteraciones” de la realidad, de esos colores, permanecen para siempre como recursos disponibles. Forman parte de su equipaje, de su caja de herramientas, de su paleta. Pero en el caso de Bedia estas experiencias tampoco deben interpretarse solamente como fuentes de estímulo formal, estético, sino como parte de su insaciable curiosidad intelectual por el funcionamiento de estas sociedades y culturas que la modernidad occidental convirtió en “primitivas”, y también una prueba de su inconformidad con las limitaciones del racionalismo, es decir, con la manera demasiado “normal” en que funciona nuestro cerebro, nuestras percepciones, nuestra sensoriedad, nuestra conciencia, y que nos bloquea la posibilidad de un conocimiento “otro”, es decir, del conocimiento de esos “otros” culturales que han sido siempre su obsesión. Todo esto tendrá una fuerte repercusión en su arte y también en su espíritu.

'Isla animal - país fuera de control', José Bedia, 2003
‘Isla animal – país fuera de control’, José Bedia, 2003

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Como yo había experimentado previamente con la ayahuasca en uno de mis viajes anteriores al Perú (ya que mi esposa es peruana), tuve el placer de poder introducir y acompañar a Bedia en su primera ceremonia, la cual tuvo lugar en julio del 2003. La ceremonia iba a ser dirigida por el unaya Guillermo Arévalo, hijo de Don Benito Arévalo, el curandero shipibo con quien yo había entrado en contacto y probado la planta en 1997.[5] La familia Arévalo es bien conocida y respetada en toda esa zona de la Amazonía peruana no sólo por ser conocedores del manejo tradicional de las plantas de poder con fines curativos, sino por la belleza y efectividad de los icaros o cantos que forman parte importante de dicha ceremonia. Otro de los hijos de Benito, Mateo Arévalo, es también un conocido ayahuasquero y actualmente funge como jefe de la comunidad shipibo-conibo de San Francisco de Yarinacocha, lugar que también visitamos. Guillermo Arévalo había acumulado un gran conocimiento sobre las plantas y sobre las tradiciones medicinales y espirituales de los shipibo-conibo no sólo por vía familiar, sino por su autoiniciación y por innumerables viajes de aprendizaje a diferentes comunidades nativas de toda la Amazonía. Incluso había publicado artículos sobre el tema en diversas revistas especializadas y participado en conferencias internacionales. De manera que estábamos en buenas manos.

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Para encontrarnos con el unaya Guillermo nos dirigimos a casa de Don Benito. Mientras lo esperábamos, conversamos brevemente con él y su nueva mujer, mucho más joven que la anterior que yo había conocido. “Claro que te recuerdo”, me dijo, aunque probablemente quiso ser amable, ya que habían pasado algunos años desde entonces. Recuerdo su estampa de gnomo, muy pequeño y fuerte como un tronco, con orejas largas y brazos desproporcionados con respecto a su estatura. Nos tomamos fotos al pie de una ayahuasca que tenía sembrada en su patio, que era probablemente la misma que yo había probado años atrás.

Hablamos también con uno de los hijos de Guillermo, quien era aprendiz de curandero. Tenía un tatuaje en su mano izquierda, un par de aretes en una oreja y nos dijo que prefería la música de Bob Marley y el reggae. Formaba parte de una generación aparentemente menos “tradicional” que la del viejo Benito y que la de su padre Guillermo, pero conservaba muchos elementos de la fuerte cultura shipibo-conibo. Nos mostró una de sus pinturas relacionadas con las visiones de la ayahuasca. Había sido alumno de la escuela de pintura amazónica Usko-Ayar, dirigida por Pablo Amaringo, a quien años atrás también yo había conocido. En realidad, fue Amaringo quien me recomendó a la familia Arévalo y guardo un recuerdo muy especial de mi breve participación como visitante en aquella experiencia pedagógica. Amaringo había ejercido como curandero hasta 1977, pero como pintor había creado un estilo muy peculiar en la representación de las visiones de la ayahuasca, y su influencia podía observarse ahora en la obra de muchos de sus actuales seguidores y alumnos. Para la estética mucho más concentrada y sintética de José Bedia, quien siempre ha sido más o menos alérgico a las exuberancias y barroquismos, el estilo de Amaringo resultaba demasiado sobrecargado y descriptivo.[6]

Cuando llegó Guillermo, conversamos un momento con él y su esposa y nos pusimos de acuerdo para asistir esa misma noche a la ceremonia. Arturo, nuestro taxista, sabía muy bien cómo llegar. Al despedirnos, fuimos asaltados sorpresivamente por un montón de mujeres del barrio que probablemente nos estaban acechando, desesperadas por vendernos sus tejidos, sus collares, sus pulsos, sus vasijas, sus maracas. Todas alzaban sobre sus cabezas sus telas bordadas o pintadas con los hermosos diseños shipibos y corrían de un lado a otro como gallinas, excitadas con la posibilidad de hacer alguna venta. La tarde estaba algo oscura, así que no podíamos ver bien sus productos y una de ellas nos cogió de la mano y nos metió dentro de una casa. No todas entraron. Una de ellas defendía la puerta para evitar la entrada del resto de las competidoras. Fue una especie de secuestro. Allá adentro comenzamos a ver sus objetos a la luz de un foco medio mortecino. Bajo aquella presión psicológica no podíamos decidirnos por nada. Entonces a Bedia se le ocurrió una estrategia disuasoria para poder librarnos de aquella encerrona. Sugirió que le gustaría obtener otra cosa, quizás más difícil: una pipa (usada) de chamán. Una de ellas salió corriendo y trajo dos, que inmediatamente compramos.

Cuando se trata de hacer una venta no hay nada imposible. Bedia y yo bromeamos con la idea de que las cachimbas aún estaban calientes y que los viejos chamanes se habían quedado a medio fumar. A la salida compramos algunas pulseras, gargantillas de cuentas y otras artesanías a la antigua mujer de Don Benito. La confección y venta de artesanías al turismo es una de las mayores fuentes de ingreso de la población nativa de Pucallpa y de otros pueblos de la selva, y lo mismo sucede con la población quechua de la sierra peruana. En un sentido quizás más restringido, las ceremonias con ayahuasca también se han ido convirtiendo en una mercancía, aunque nos resistamos a pensar en ello. Quizás desde la visita del controvertido poeta estadounidense Allen Ginsberg a esa misma zona en 1960 son cada vez más los extranjeros interesados en tener ese tipo de experiencias visionarias, ya sea por las razones que sea, antropológicas, curativas, espirituales o estéticas, y la tarifa para acceder a esos mundos inevitablemente se ha ido incrementando.[7] Lo cual me parece muy justo. Además de todo lo que la ayahuasca nos proporciona desde la perspectiva curativa, espiritual, ¿acaso no sacábamos provecho de sus visiones para nuestras investigaciones, nuestros cuadros, nuestros textos?

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Cuando uno toma ayahuasca o cualquier otra de estas plantas sagradas no sólo es uno quien está venciendo una barrera invisible y entrando en otro espacio, o en otro nivel de la realidad provocado por dicha ingestión, sino que la planta está haciendo lo mismo, pero a la inversa; está cruzando una barrera biológica hacia lo humano, hacia nuestros sentidos, hacia la conciencia humana; no sólo transformándola, alterándola, sino transformándose a ella misma, haciendo su propio “viaje”. Siempre vemos la cuestión desde nuestra perspectiva humana, de manera antropocéntrica. Entendemos nuestras visiones, nuestros cambios sensoriales, visuales, olfativos, anímicos como una consecuencia del efecto de las plantas dentro de nosotros. Pensamos que estamos experimentando la planta (lo cual es cierto) pero descuidamos totalmente el hecho de que también la planta está experimentando con nosotros, con lo humano, explorando una zona compleja, un territorio desconocido del reino de lo vivo. Se trata más bien de un encuentro, de un diálogo, de un punto de coincidencia entre dos formas de vida diferentes donde cada cual recorre caminos inversos. Que en el caso de la ayahuasca o de cualquier otro enteógeno el ambiente donde se lleve a cabo ese encuentro sea prácticamente invisible, interno, a nivel celular, bioquímico, debiera permitirnos desjerarquizar dicha relación y no verla sólo desde la perspectiva de lo humano.

Durante muchos años nos sucedió lo mismo con el mal llamado “descubrimiento” de América por los europeos, que ahora entendemos como “encuentro” o “diálogo” entre pueblos y culturas (aunque algunos prefieren llamarla simplemente “invasión”). Con esto me estoy refiriendo al enorme respeto que uno debe sentir por estas plantas y a lo peligroso de asumir ante ellas la vanidosa posición de descubridores, de conquistadores, de colonizadores. Hay que hacer un esfuerzo por olvidar que somos Sociedad y Cultura, y recordar que somos también (y quizás, sobre todo) Naturaleza. Quizás logremos aprender mucho más en estos encuentros con la ayahuasca si tenemos la humildad de considerarnos sus iguales.

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Recuerdo que llegamos por la tarde a Soi Pasto, el nombre de la finca (chacra) que por ese entonces tenía el unaya Guillermo Arévalo a varios kilómetros de Pucallpa, donde tendría lugar la ceremonia. Actualmente Guillermo (también conocido como Questembetsa) cambió de lugar y ahora dirige el Centro Espíritu de Anaconda en las cercanías de la ciudad de Iquitos, en el departamento de Loreto, también en la Amazonía peruana. A nuestra llegada nos dieron a beber una especie de caldo de plátano, espeso e insípido, para preparar nuestro estomago. Aunque durante tres días habíamos seguido estrictamente la dieta de no comer grasas, ni sal, ni azúcar, ni nada picante, ni alcohol, ni habíamos tenido relaciones sexuales, aquel caldo tenía la misión de evitarnos malestares durante la ingestión del brebaje. Pudimos recorrer el lugar con Guillermo y conversar brevemente sobre las plantas sagradas. Señalando una pequeña postura de ayahuasca dijo: “ésta es ayahuasca negra, no se toma, porque da muy mala mareación”, que es la palabra que se emplea para referirse al efecto alucinatorio de la ayahuasca. También nos mostró las plantas de Toé y de Chacruna.

La ceremonia comenzaría a las nueve de la noche. Para ese entonces no había ninguna luz, ya que la total oscuridad es un requisito importante, de manera que sólo veíamos los bultos oscuros de las pocas personas que llegaban para participar en la ceremonia, entre ellas una madre con su hijo pequeño, una pareja y otras dos o tres personas. No conversamos entre nosotros. Entramos en una amplia cabaña de techo de paja cuyas grandes ventanas estaban cubiertas por tela metálica. Cada cual escogió su sitio. Guillermo se sentó sobre un enorme cojín al fondo de la cabaña, desde donde podía observarnos a todos. A sus espaldas había una especie de tapiz o algo así que le había regalado el Dalai Lama. Y a un costado una enorme talla en madera de renaco hecha por un tallador local que representaba la madre ayahuasca. Y quizás una tela con diseños shipibos. Bedia y yo nos sentamos uno al costado del otro y esperamos las instrucciones.

Momentos después la esposa y ayudante de Guillermo, Sonia Chulquimalqui (Soi Yaca), fue distribuyendo a cada uno su pequeña porción de ayahuasca, la cual había sido soplada previamente con humo de tabaco e icareada por Guillermo, que había cantado dentro de cada pequeña vasija. Nos aconsejó que nos pusiéramos cómodos, relajados y si era posible nos acostáramos. Su ayudante había encendido varios palitos de incienso para aromatizar y espiritualizar el ambiente.

Bedia permaneció sentado casi todo el tiempo. Encendió uno de sus enormes tabacos dominicanos y estaba totalmente dispuesto a registrar sus visiones en un gran cuaderno de dibujo que había llevado. Yo me tendí a lo largo de la delgada colchoneta, me quité los zapatos y el pulóver y al poco rato de tomar el brebaje comencé a bostezar y a revolcarme con fuertes dolores de estómago. Me quejé en voz alta en varias ocasiones y le solicité a Bedia que me soplara en la cara bocanadas de humo de su tabaco, ya que no tenía disposición ni para encender mis propios cigarros. Esos soplos de humo me aliviaban. En cuanto la ayahuasca comenzó a hacer efecto (unos pocos minutos después) el unaya comenzó a cantar suavemente sus hermosos icaros.[8] Cerré los ojos. Un enorme torrente de imágenes comenzó a aparecer casi de inmediato. En cierto momento, probablemente muy avanzada la ceremonia, Bedia y yo también comenzamos a cantar, tratando de seguir las melodías de los icaros que cantaba Guillermo. Me pareció que lo hacíamos muy bien, casi al unísono con el propio unaya. Y aunque no era una práctica habitual, nadie nos mandó a hacer silencio. La tolerancia hacia las reacciones de cada uno es también absoluta. Cada vez que abría mis ojos, podía ver a Bedia sentado dibujando en su libreta, sin que por eso dejara de seguir teniendo mis visiones. Luego lo perdí de vista. Mucho tiempo después (o esa fue mi impresión, ya que el sentido del tiempo desaparece) la ayudante nos fue llevando uno a uno frente a Guillermo para que realizara una limpieza individual de nuestro cuerpo y nuestra mente, lo cual hacía con el humo de su pipa, soplándonos buches de Agua de Florida (de la marca Murray y Lanman) y cantándonos directamente en diferentes puntos del cuerpo, por el frente y por la espalda. Es lo que se conoce como colocar las arkanas, especie de protecciones que cierran o hermetizan nuestro cuerpo contra las amenazas externas. Se dice que esas arkanas son dibujos complejos realizados dentro de nuestros cuerpos y que permanecen ahí a manera de tatuajes. Regresé dando tumbos hacia mi colchoneta y seguí disfrutando de mis visiones hasta que me dormí.

A la mañana siguiente, al salir de la cabaña después de la ceremonia, no había nadie. Todos se habían ido. Según Bedia, él pudo ver cuando Guillermo se había incorporado en determinado momento de la ceremonia y había abandonado velozmente la cabaña transformado en un jaguar. Le pedí a Bedia que me mostrara el cuaderno en que había estado transcribiendo sus visiones. Para mi sorpresa sólo encontré un montón de páginas llenas de líneas rápidas, incoherentes, que él trataba inútilmente de explicarme, sin que yo pudiera reconocer en aquellos trazos lo que él decía que había ahí. Probablemente constituían apuntes mnemotécnicos que sólo él mismo podía descifrar y relacionar con sus visiones. Luego me mostró excitado un pequeño bulto blanquecino sobre la tierra. Lo removí con una rama. Eran como pequeños huesos molidos. “Creo que has vomitado parte de tu esqueleto”, le dije. Nos reímos a carcajadas, pero en el fondo algo había sido expulsado realmente de su interior que no debía estar ahí. La toma de ayahuasca es también una purga, una purificación interna.

'Salida de Naguales', José Bedia, 2003
‘Salida de Naguales’, José Bedia, 2003

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Más allá de la oportunidad de compartir una experiencia inevitablemente exótica en la selva amazónica, mi estancia con José Bedia en Pucallpa tuvo varios beneficios colaterales. Constituyó una ocasión de poder encontrarnos fuera de Cuba (Bedia vive en Miami, yo en La Habana), en un territorio neutral, ajeno a los conflictos políticos que durante medio siglo han tenido lugar entre Estados Unidos de América y Cuba. Pero sobre todo constituyó una oportunidad para continuar alimentando de manera directa nuestra vieja amistad, para hacernos chistes, para intercambiar historias de nuestras vidas, compartir preocupaciones y ejercitar a plenitud nuestra propia cultura. Todo esto resulta igualmente importante, de manera que no puedo entenderlo solamente como la participación en una lejana ceremonia chamánica, ni como un “viaje” con ayahuasca. Nuestro encuentro fue también un evento culturalmente significativo, lleno de pequeños simbolismos, de minúsculos rituales, de leyendas compartidas, de discursos míticos sobre nuestro propio mundo que los nativos de esa zona no podían entender, aunque conocieran perfectamente nuestro idioma.

¿No resultaba también importante el hecho de que dos cubanos “modernos” como José Bedia y yo estuviéramos participando en una ceremonia con indígenas o mestizos amazónicos muy similares a aquellos que conformaron la población aborigen de Cuba (los taínos), exterminados por la invasión española en los primeros cincuenta años de conquista en el lejano siglo XVI? ¿No resultaba “alucinante” el hecho de que hubiéramos regresado después de medio milenio a uno de los lugares de nuestros orígenes, de nuestros más remotos ancestros? José Bedia ha ido luego mucho más lejos en estos viajes de regreso en el tiempo. Después de estas experiencias con un unaya shipibo-conibo del Ucayali, Bedia ha asistido a ceremonias de ayahuasca con el shiripiari (curandero) asháninca Juan Gilberto Flores Salazar, en Mayantuyaku, cerca del río Pachitea, también en Pucallpa, y los ashánincas pertenecen exactamente al mismo tronco etnolingüístico Arawak al que pertenecían nuestros desaparecidos taínos. Pero siete años después (mayo del 2010) José Bedia y yo realizamos una regresión aún mayor: visitamos juntos The Cradle of the Humankind, situada en la provincia Gauteng, en Sudáfrica, donde comenzaron a surgir hace 3 millones de años los primeros homínidos, el verdadero comienzo del linaje humano. ¿Podría irse aún más lejos en la búsqueda de nuestro pasado?

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No sólo es el hombre (y la mujer) quienes consumen estas plantas poderosísimas, capaces de expandir y agudizar nuestra percepción, de modificar nuestro sistema sensorial, nuestros estados anímicos. También algunos animales lo hacen, como es el caso de algunos felinos con relación al bejuco de la ayahuasca, o los venados en el caso del peyote o los renos con relación a la amanita muscaria. De manera que es muy posible que el ser humano haya seguido sus lecciones y sistematizado, mejorado y ritualizado con posterioridad esos procedimientos.

La colaboración de los animales no debe desconocerse. Son ellos quizás los verdaderos descubridores, los pioneros en estas experiencias, aunque no nos sintamos muy inclinados a atribuir a los animales un interés por “expandir la conciencia”, ya que no aceptamos sino de manera muy débil la presencia de conciencia más allá de la humana, y mucho menos la de una “espiritualidad” animal, o una “cultura” animal (a pesar de todo el asunto de la organización social de las abejas, de las hormigas, de sus habilidades arquitectónicas en la construcción de nidos, panales, etc.) Creo que, si no somos capaces de considerar con cierta seriedad la inteligencia animal, la cultura animal, la espiritualidad animal, nos será mucho más difícil concebir que las plantas poseen un conocimiento acumulado y que podemos aprovecharnos respetuosamente de él mediante su ingestión, que es lo que hacemos cuando tomamos ayahuasca, peyote u otra planta sagrada.

Es eso lo que responden los maestros ayahuasqueros cuando se les pregunta de dónde han sacado su conocimiento para curar o adivinar: “las plantas me lo han enseñado”. Y todas esas culturas que llamamos “tradicionales” lo han sabido, incluso en Occidente. En las obras de Bedia los animales siempre han ocupado un lugar importante, equivalente al de los seres humanos. No son figuras de relleno, de ambiente, sino personajes tan importantes como nosotros. Y lo mismo ha sucedido con las plantas, especialmente después de haber tenido un contacto más directo con ellas a través este tipo de ceremonias.

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Es muy difícil hacer lecturas o interpretaciones de obras artísticas que se originaron en visiones producidas por la ingestión de la ayahuasca o de cualquier otro enteógeno. De alguna manera, tales imágenes poseen un cierto significado que acaso fue otorgado en el brevísimo instante en que fueron visualizadas en la pantalla interior, exclusiva, con que cuenta cada participante, o que se añadieron posteriormente al recordarlas, al evocarlas. Pero es muy usual que en sus obras Bedia combine imágenes procedentes de diferentes ambientes, y sus visiones de la ayahuasca probablemente han sido también “contaminadas” con otros ingredientes, con otros muchos recuerdos, conocimientos y experiencias culturales anteriores. Más allá de las acciones del curandero, y del propio brebaje, quizás una parte importante del proceso sanador, terapéutico de estas experiencias consista en ese proceso de introspección e interpretación individual de esas imágenes.

Los que están fuera –en este caso los espectadores, los críticos de arte, los antropólogos– sólo tienen la posibilidad de acercarse a los aspectos externos, culturales, estéticos de esas imágenes, pero no a los niveles más profundos, más íntimos de sus significados. No obstante, todas esas limitaciones, confío en que mis comentarios sobre algunas de sus obras no sean del todo inútiles.

La obra Ofrecimiento del jaguar negro me resulta muy clara. Es una pintura muy autobiográfica, muy vivencial. Ya he mencionado cómo Bedia me comentó cómo durante su mareación con ayahuasca pudo ver al unaya Guillermo Arévalo salir de la ceremonia bajo la forma de un jaguar. En este caso, la gran figura del jaguar negro que aparece en la pintura no podría ser otro que el propio curandero, quien está ofreciéndole a Bedia (o al personaje sentado que aparece en la imagen) la vasija con el brebaje de ayahuasca, mientras la melodía de los icaros o cantos entran en su propia vasija y alcanzan luego los oídos y la vasija que sostiene la otra figura.

Ese jaguar que Bedia pudo observar en sus visiones pudiera tratarse de Sintrina, un espíritu de aspecto felino que auxilia al curandero en sus trabajos con la ayahuasca y que actúa a manera de un guardián o un policía, según algunos. O quizás es una aparición de Ani Ibo o el gran jaguar, que según otros constituye uno de los grandes espíritus generadores de los hermosos diseños medicinales de los shipibo-conibo, un espíritu tan importante como Ronin, la gran anaconda que juega un papel central en su cosmografía. De manera que es muy posible que no haya sido Guillermo quien abandonara el local de la ceremonia, sino uno de sus muchos espíritus auxiliares. ¿Cómo saberlo?

Salida de naguales nos presenta una situación muy similar –quizás inspirado en el mismo suceso de la obra anterior–, sólo que en este caso Bedia ha echado mano a una creencia propia de las antiguas culturas de México y Centroamérica, la figura del nagual, que es un doble espiritual de la persona, generalmente un animal. En este caso, la gran figura del nagual que se eleva en el margen izquierdo del cuadro manda a hacer silencio para que la persona que ha salido al camino no pueda ser descubierta o atrapada y que ni siquiera los perros puedan seguir su rastro. A pesar de que esta tradición no es propia de las culturas amazónicas, en este caso Bedia la ha incorporado con naturalidad dentro de sus visiones, uniendo o acercando así dos tradiciones culturales que sólo en apariencia resultan diferentes.

Y llega el final de todo purgatorio parece referirse al encuentro directo con lo divino o con una alta jerarquía espiritual que vendría a rescatar a los que permanecen hundidos en el sufrimiento, en la enfermedad, en la confusión, en el desamparo, o en cualquier otra situación similar. La gran mano divina ha descendido por fin para librarlos. (¿O acaso ha escogido sólo a uno?) Es un mensaje de salvación, muy optimista. Posee sin embargo un tono “dantesco” y eminentemente cristiano debido a la presencia de esa gran “mano poderosa” así como por la referencia al Purgatorio, aunque posee el carácter onírico propio de las visiones de la ayahuasca. Quizás se trate del propio espíritu de la ayahuasca que viene a tirarnos una mano para sacarnos de nuestra ceguera cotidiana, de nuestro mundo convencional, demasiado materialista y rodeado de distracciones que nos impiden ver lo esencial.

En la obra Isla animal… me interesa destacar un detalle gráfico que me parece que vincula de modo natural dos mundos culturales aparentemente alejados. Se trata de una firma de Palo Monte (probablemente de Siete Rayos) inscrita en el cuello de un enorme caballo tripulado por siete jinetes rojos. De sus cabezas o sus bocas emanan líneas sinuosas que parecen representar la voz elevada a las alturas, quizás en una petición, una plegaria o un “mambo” palero. Si la procedencia de esta imagen ha sido la ayahuasca, está ocurriendo una simbiosis natural entre el mundo indígena amazónico y el mundo afrocubano. ¿Cómo evitar esta mezcla siendo Bedia también un tata nkisi de la religión de Palo Monte?

Tratándose de un artista cubano, la referencia a la isla tampoco puede ser otra que la isla de Cuba. ¿Están solicitando estos jinetes un avance, una mejoría para nuestra sufrida isla? ¿O acaso se trata de un caballo de guerra? La invocación de los jinetes probablemente se encuentre dirigida a Sambiampungo, o al mpungo Nsasi o Siete Rayos, que es un equivalente Kongo del Changó de los yorubas, divinidad guerrera. En las ancas de este caballo-isla crece un árbol, probablemente un laurel, bajo el cual está enterrada una prenda, una nganga, de donde emana una luz. Existe un mambo (canto) palero que se refiere a esto: “debajo del laurel, yo tengo mi confianza”, referido al enterramiento de estos objetos sagrados bajo un árbol poderoso para que reciban los poderes de la tierra y del árbol. Aquí las relaciones son múltiples y complejas: los mambos paleros se confunden con los icaros shipibo-conibo y el poder del laurel con la fuerza de la propia ayahuasca. Después de todo, las visiones producidas por los enteógenos son eminentemente transculturales, es decir, nos permiten atravesar en cualquier dirección las especificidades culturales, facilitan cualquier mezcla, cualquier intercambio.

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En el caso de la creación artística basada en las visiones de la ayahuasca el traslado de unas imágenes de un ambiente a otro no parece funcionar de la misma manera en que funciona el traslado de cualquier otra imagen desde la realidad objetiva, el archivo histórico o la imaginación del artista. En realidad, ese traslado parece incluir ingredientes distintos y objetivos distintos. Con sus obras basadas en la ayahuasca, José Bedia está abriendo una puerta muy generosa para aquellos que no han tenido esta experiencia. Está ofreciendo un simulacro, una traducción o una versión artística de esas experiencias, pero con el propósito de que funcionen de la misma manera que en la experiencia real. Está extendiendo más allá de sí mismo aquello que quizás sólo se hallaba dirigido a su propio consumo, a su propio provecho, a su sanación, al desarrollo de su propia conciencia. Y aunque la intensidad del arte es siempre muy inferior a la de estas visiones, con sus obras José Bedia ha tratado de convertirlas en extrañas mensajeras de los poderes curativos de la ayahuasca.

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Resulta curioso (o desconsolador) comprobar que en el currículum vitae de José Bedia no aparezca la ingestión de ayahuasca y de otras plantas sagradas como parte importante de su proceso de aprendizaje, habiendo sido estos eventos verdaderas escuelas o cursos intensivos capaces de ponerlo en contacto directo con un conocimiento de la realidad al más alto nivel. Podría decirse que a pesar de su brevedad estas sesiones son equivalentes a los aprendizajes recibidos en un máster o un doctorado en Antropología recibido en cualquier importante universidad del mundo o en cualquier academia de arte. Lo mismo puede decirse del conocimiento “otro” recibido en la práctica ritual de Palo Monte o de cualquier otra religión o comunidad religiosa-cultural tradicional de África o América. Todavía existe un prejuicio muy grande sobre el valor de esos conocimientos. ¿Por qué estas iniciaciones y prácticas culturales no forman parte del crédito académico de un investigador, de un artista, aun habiendo aportado experiencias cognitivas, filosóficas, estéticas, espirituales que muy difícilmente lograrían adquirirse de otra manera, en otro sitio? Creo que en el caso de Bedia esos aprendizajes han sido decisivos para su carrera, tanto o más que sus aprendizajes dentro de la Academia San Alejandro y el ISA, que son los únicos que actualmente aparecen en su CV. Sin ellos, es muy poco probable que José Bedia haya podido llegar a ser José Bedia.

'Y llega al final de todo purgatorio', José Bedia, 2003, colección Iturralde
‘Y llega al final de todo purgatorio’, José Bedia, 2003, colección Iturralde

Notas:

* Este texto fue publicado originalmente en la exposición de José Bedia Transcultural Pilgrim: Three Decades of Work by José Bedia curada por Judith Bettelheim y Janet C. Berlo, Fowler Museum at UCLA, Los Ángeles, 2012

[1] El neologismo “enteógeno” (“dios dentro de nosotros”) fue propuesto por el estudioso Carl A. P. Ruck para denominar “las sustancias vegetales que, cuando se ingieren, proporcionan una experiencia divina”. Cfr. R. Gordon Wasson en El hongo maravilloso Teonanacatl. Micolatría en Mesoamérica, Fondo de Cultura Económica, México, 1983 (versión original en inglés The wondrous mushroom. Micolatry in Mesoamerica, Mc Graw-Hill Book Company, NY, 1980).

[2] Guillermo Arévalo: “El ayahuasca y el curandero shipibo-conibo”, América Indígena, vol. XLVI, número 1, enero-marzo, Instituto Indigenista Interamericano, México, 1986 p. 148.

[3] Richard Evans Schultes y Albert Hofmann: Plants of the Gods, Healing Arts Press, Rochester, Vermont, 1992, p. 120-127.

[4] Douglas Sharon: El chamán de los cuatro vientos, Siglo XXI Editores, México, 1980 (versión original en inglés Wizard of the Four Winds, A Shaman’s Story, Free Press, New York-London, 1978).

[5] Unaya se denomina habitualmente, incluso en la bibliografía especializada, a una de las tres categorías del curandero shipibo (unaya, meraya y yubé), pero la voz correcta en shipibo es onánya. Cfr. Diccionario shipibo-castellano, Editora Mary Ruth Wise, Serie Lingüística peruana no. 31, Ministerio de Educación, Instituto Lingüístico de Verano, Perú, 1993, p. 302.

[6] Cfr. Luna, Luis Eduardo y Pablo Amaringo: Ayahuasca Visions. The Religious Iconography of a Peruvian Shaman, North Atlantic Books, Berkeley, California, 1991.

[7] William S.Burroughs and Allen Ginsberg: The yagé letters, San Francisco, City Light, California, 1963. Dato tomado de un extracto del libro publicado en Ayahuasca Reader. Encounters with the Amazon’s Sacred Vine, editado por Luis Eduardo Luna and Steven F. White, Synergetic Press, Santa Fe, New Mexico, 2000.

[8] Existe un disco donde aparecen algunos icaros del unaya Guillermo Arévalo: Songs from Questembetsa: Shipibo Shaman of Peru”, X.Track Publishing (Francia), 2000.

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