jóvenes la habana regla Christophe Haleb
Fotograma de ‘Las Maravillas’, de Christophe Haleb (FOTO Festival de Marseille)

Cerca de las nueve de la noche comienza la proyección. La pantalla se encuentra al aire libre, en el patio lateral de la Casa del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, sobre la piscina. La piscina es una laguna, traslúcida y vedada al público, incoherente en su función, más cercana a embellecer los jardines de Versalles que a refrescar el calor de esta isla.

El proyector alumbra la noche con Las Maravillas, el documental-ficción de Christophe Haleb. En el video, el artista visual y muralista Moya alterna sus intervenciones pictóricas en el municipio de Regla con el protagonismo de unos adolescentes que hablan a cámara, que cuentan sobre su juventud en el barrio. La fotografía muestra aquel lado de la ciudad, separado por la bahía. Moya es una tangente visual para justificar la poética subjetiva del director; los muchachos son el verdadero interés fílmico, pero ¿quién puede concentrarse en el documental cuando tiene a los protagonistas sentados delante de sus narices?

Son once los que puedo contar: siete varones, tres muchachas y una mujer que debe rondar los cuarenta años. Están aquí, en las primeras filas. El espejo de agua que tienen delante es el territorio que separa sus cuerpos de la tela blanca donde se proyectan imágenes de sí mismos. Moya no se encuentra entre ellos o, si lo está, ni lo veo ni me interesa hacerlo.

Hay una alegría inaudita en verse reflejado a gran escala, en sentirse por una vez merecedores de la historia. Delante de mis ojos los protagonistas, nacidos y criados en Regla, se enorgullecen de verse representados. Ríen. Disfrutan lo que dicen sus amigos. Se ufanan de sus palabras: “¿cómo me viste ahí, cómo me viste ahí?” le dice uno de ellos, de este lado de la realidad, al que tiene delante, mientras extiende su mano, sobre su cabeza, para que el otro la choque.

Aquí, los veo a contraluz, de espaldas. Puedo identificarlos por sus perfiles contrastados con las imágenes –allá– que muestran fragmentos del atardecer y a los muchachos caminando sobre muros, en su versión caribeña de parkour. Saltan, en la lona blanca ante nosotros, sobre unas ruinas que se han convertido en parque temático. Atraviesan ventanales derruidos, escalan techos. Los fantasmas vívidos de un país, de un municipio, carcomido por el salitre del mar que le lame los bordes del mapa.

A partir de aquí no me interesa la interpretación del director o la intencionalidad de lo que busca transmitir. Me encandilan ellos –aquí– y sus avatares fílmicos –allá–. Lo único que importa es vivir a través de sus carcajadas de primerísima fila, de su revisitación del paisaje conocido, de cómo se sienten perpetuados, al menos por unos minutos. Estrellas hollywoodenses de su propia película

Suena una canción de reparto y no pueden evitar bailar. Bailan ellos –los reales– en sus asientos. También aquellos que fueron una vez lo hacen en la pantalla. Danzan sus noches y sus recuerdos. Los demás espectadores mantienen la seriedad inmóvil del examinador, con los ojos fijos allá donde también yo debería estar mirando. Diseccionan cada frame para justificar el ejercicio visual. No estoy para eso.

Quizás es que estoy demasiado cerca de los protagonistas para disfrutar el panorama completo, para ver la extrañeza. Tal vez sea que estoy aburrido de ver el mismo producto una y otra vez, aderezado de serpentinas y grajeas para hacerlo atractivo a la vista. A ellos –los adolescentes– parecen no importarles ni los arabescos superficiales ni quien los observe, salvo en esos intermitentes momentos en que alguno mira hacia atrás, buscando a alguien con la vista.

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La noche en Regla es triste, como en cualquier municipio periférico. Aun así, logran sacarle algunas alegrías. Puede ser su enérgica juventud de diecisiete años contra el pesimismo treintañero que me invade. Puede ser, quizás, que la contraposición me da ganas de llorar.

Me obligo a no fantasear con sus vidas. No pretendo convertirlos en personajes.
Ya no me interesa el documental ni seguir una historia lógica. Me atrae la contraposición entre sus ficciones y su palpable realidad. Me obnubila la posibilidad de contrastar sus reacciones, de gozar los primitivos júbilos.

Algunos de ellos –en la pantalla– sueñan con hacerse famosos. Sólo uno –allá– dice conformarse con pequeñas cosas. Ser feliz con poco: su barrio, sus amigos, algún que otro cigarro y algo de dinero para comer. Dice no querer salir de Cuba, ni siquiera de Regla.

“¡El malandro!”, exclama uno, alzando la voz, cuando reconoce al que sale proyectado. El avatar no lo escucha, camina con su short de NBA y su abrigo, desmangado y con gorro. Canta en inglés y sus amigos, en el público y sentados a su lado, se divierten. No pueden evitar las carcajadas en este extremo de la realidad. El malandro –allá– sueña con la posibilidad de pisar Estados Unidos, cantar y ser rapero. Baila tectonic. Ni siquiera recordaba que aún existía ese baile que tuvo su apogeo cuando también tenía su edad.

La calle como escuela, la calle como vida. La calle es todo para ellos. Sus calles, su barrio. Al borde de la bahía bailan, coreografían movimientos, se mueven en círculos. Los une el baile, la música.

En el público, una de las muchachas hace videollamada a una señora mayor. Le muestra la pantalla. Quiere que vea lo que ella ve. Otra, graba todas las escenas con su móvil. La tengo delante. Lleva un vestido ajustado color rosa palo, el mismo color que lleva su ropa cuando su agigantada imagen ocupa la proyección. Sonríe constantemente a la señora sentada a su izquierda. Una risa que busca complicidad y aprobación, con una leve pisca de orgullo. Me permito especular que es su mamá, que también está orgullosa de ver a su hija en el vidrio.
Yo no puedo evitar una tenue tristeza.

Pensar a un yuma viniendo a Cuba a mostrarnos nuestra realidad. Volver al lugar común del etnógrafo que viene a un territorio nuevo a ponerle nombre a las especies nativas, a resaltarte que no te habías dado cuenta de las cosas, de lo evidente. También, el constante afán de querer recordarte que debes sentirte dichoso con lo que tienes, que debes aprender a mirar mejor, que la felicidad está en “las maravillas” pequeñas y cotidianas. Aquí, ahora, no es un momento en que comulgue con esa idea de mierda. Aquí y ahora me siento desconsolado y alegre. Me golpea un conformismo expuesto en metraje y me satisface la felicidad ajena, la que intuyo en sus rostros cuando giran la cabeza.

“¡En la calle soy un peligro!”, dice la muchacha rosa palo. Ríe, esconde la vergüenza jovial entre los brazos de su madre.

A los 17 años hablan de la vida de pareja. Dicen estar casados, poseer una relación seria, formal. Vivir con ellas una vida matrimonial. Uno tiene un chama. Su vida es dedicarse a su hijo. La lucha. Está consciente que a sus 17 años es una locura tener un hijo. Aun así, asume su descalabro. Su vida ahora es dedicarse por entero a su descendencia. Admiro su madurez, su responsabilidad. Admiro lo que dice –allá–, que es todo lo que puedo saber de él
Soy un voyeur que contrasta sus vidas con la mía. Ellos anticipan su madurez y yo quiero retardar la mía. Ellos se sienten obligados a abandonar la soberanía de la infancia, a constituir familias, a ganar dinero; yo vago alejado de esas responsabilidades. Los admiro, no puedo hacer otra cosa.

Me gustan los rezagos que les quedan de inocencia. No saben que los miro, ni siquiera lo intuyen. Paladeo la gloria ajena desde el perfecto anonimato y me siento feliz por transitividad. Soy feliz cuando veo gente feliz; cuando siento que, por muy mal que vaya todo, aún quedan atisbos de esperanza. Me inoculo dosis de dopamina ajena como tratamiento a la melancolía endémica. A lo mejor no me desligo del todo de la idea de “las maravillas”, aunque prefiero que sean “las pequeñas cosas”.

“Brujería viva”, dice uno, acá, cuando otro sale en la pantalla. El otro –allá– escenifica sus rituales religiosos. Ropa de saco de yute y ribetes de colores. Aspira un tabaco y ofrenda el humo a los cocos, entre las vías desiertas del ferrocarril. No sé su nombre, aún no lo descifro. Sólo sé que tiene mil seguidores en Instagram, que quiso ser cantante y ahora quiere ser modelo. Influencer. Que ha salido en algunos videoclips y la gente lo reconoce en el barrio. Me gusta cuando señalan a los vecinos que salen en cuadro, como nombran sus calles.

Es raro hablar de ellos como un colectivo. No poder nombrarlos individualmente, reconocerlos. Transmitir cada movimiento que hacen uno a uno, para describir perfectamente la experiencia. Una narración documental sobre la visión de un documental. Metanarrativa documental o alguna otra terminología literaria en boga que pretendo obviar.
En el móvil de uno de los muchachos en primera fila, una señora mayor fuma y se pasa la mano por el rostro. Quizás para secarse el sudor. Quiero ver, entre la borrosidad del celular, que lo hace para secarse las lágrimas. Que está feliz por el muchacho que porta el móvil. Que quisiera estar aquí junto a él, pero causas mayores lo impidieron.

Otra muchacha, en la pantalla, canta la canción de Raúl Torres dedicada a Chávez o Fidel. No sé, una de sus necrológicas. A ella no la reconozco entre la multitud, no puedo verla encarnada fuera de la fantasía audiovisual. Ellos, los reales, ríen. No de ella. No de la canción. Ríen del momento, de verla librada de toda vergüenza.

No les interesa la política, no tienen tiempo para eso. Y a mí no me interesa el documental, me interesan ellos.

Miran sus móviles, responden a WhatsApp: “Delen, que no tengo carga. Habla”.

Le piden un cigarro al que está sentado en la segunda fila, en la esquina izquierda. Lo pasa, de mano en mano, hasta los amigos del centro de la misma fila. Los que fuman, fuman mucho. Fuman con la necesidad de contener la felicidad, de solventar el nervio.

Se acaba esto y pienso que esos últimos cigarros con prisa anticipaban los créditos. Sentían sobre sí la obligación de regresar al mundo, de ser los olvidados nuevamente.

Aplauden y disfrutan los aplausos ajenos. Se levantan de sus asientos, miran hacia el público. Buscan que los reconozcan, al menos, levemente. Quieren que los vean tal cual ellos se ven.

Dejan pasar los créditos, alternan últimos vistazos a sus proyecciones que se intercalan con los nombres de todos los participantes en el documental.

Pasan unos pocos espectadores a saludar y el director camina entre ellos. Parecen extranjeros y seguro son miembros del staff técnico.

Se acaba. Todo se acaba o se cae. Es desilusión o esperanza, depende lo que esperes o en qué lado del delirio te encuentres. Ellos aún esperan que suceda algo.

Sigo en mi asiento, mirándolos. No pienso interrumpirlos, ni siquiera decirles que me he pasado toda la noche pendiente de ellos. Es hora de irme y dejarlos a solas con su felicidad. Ellos aquí y yo con mi melancolía en otra parte.

Ansío que, para ellos, la noche recién comience. Que celebren su momento de gloria. Que este veinticinco de mayo del áspero 2023 sea el momento menos feliz del resto de sus vidas.

Me retiro lentamente. Detrás, continúan las carcajadas y me obligo a no mirar. No quiero que se vuelvan sal. Rezo que les permitan chapotear en la piscina, que el malandro coja carrerilla y caiga en bomba, empapándolo todo. También la pantalla. Esa pantalla del patio lateral de la Casa del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, donde proyectaron un documental que, al final, ni sé de qué iba.

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