‘Las niñas’, de Pilar Palomero, el más reciente éxito del cine español

Desde su debut en la pasada entrega del Festival Internacional de Cine de Berlín, donde se alzó con el Gran Prix de la sección Generation Kplus, ‘Las niñas’ ha venido cosechando éxitos.

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Fotograma de ‘Las niñas’, Pilar Palomero, dir., 2020

Mucho antes de recibir los galardones a Mejor Película, Dirección Novel, Guion Original y Dirección de Fotografía en la última entrega de los premios Goya, la película Las niñas, ópera prima de Pilar Palomero, contaba ya con un amplio reconocimiento crítico, que la situaba como la obra más significativa de la cinematografía española en 2020. Desde su debut en la pasada entrega del Festival Internacional de Cine de Berlín, donde se alzó con el Gran Prix de la sección Generation Kplus, Las niñas ha venido cosechando éxitos. No sólo por las resonancias de su discurso, que revisa el modo en que los individuos interiorizan la Historia, sino también porque consuma un memorable ejercicio de estilo, visual y narrativo, entroncado en la memoria fílmica española –se pueden apreciar vínculos con El espíritu de la colmena (Víctor Erice) o Cría cuervos (Carlos Saura)–. Memoria que se recupera desde una dramaturgia cómplice de la poética “aceptadamente feminista” consolidada por la argentina Lucrecia Martel.

Destacan en Las niñas, en especial, dos créditos: la fotografía y el guion. La relevancia de la fotografía viene dada por la organicidad con que potencia las demandas dramáticas del relato. El tono de la imagen, rica en atmósfera, cruza la tradición de la pintura española con la apariencia de un viejo álbum familiar, lo cual resulta todavía más notable por el uso de una cámara en mano enfocada en resaltar la expresividad de los cuerpos de los personajes (las niñas que el título apunta) y la intencionalidad de sus rostros, sobre todo de la mirada de Celia, la protagonista.

El diseño visual, pleno de plasticidad, exhibe un riguroso trabajo de composición –con inteligentes emplazamientos de cámara– y de iluminación, capaz de describir con precisión la cadencia interior de unos individuos que forcejean constantemente con el opresivo medio social en que viven. Resalta un ejemplo hacia el final del filme. Cuando Celia y su madre se encuentran para rezar frente a la tumba del padre de esta última, la cámara se coloca, desde un ángulo lateral y en primer plano, a la altura del rostro de la chica, mientras corta con brusquedad el rostro de la madre. Esa es una inteligente manera de expresar, al nivel de la visualidad, el reencuentro de los dos personajes, la recuperación del diálogo, pero, sobre todo, una manera de mostrar la madurez de la niña, que decide participar de la pena de su mamá.

El guion lo integra un conjunto de episodios que hablan del proceso de transformación interior de la protagonista: una argumentativa acumulación de situaciones hace avanzar la trama hacia el encuentro de este personaje con la verdad acerca de sus orígenes, oculta tras una aparente tragedia familiar. Pero no es en la idoneidad de esta estructura donde el guion muestra sus mejores virtudes, sino en el poder de observación con que aprehende las relaciones entre las demandas interiores de Celia y la época que habita. La película tiene una carta de legitimidad en la fuerza del trazado dramático de los caracteres y en el retrato de las complejidades de la Historia, lo cual no es un aspecto desatendible en una película que sigue el esquema genérico de un coming of age.

Son varios los momentos en que se contrasta la situación vivida por Celia en la escuela con las experiencias que tiene fuera de ella. Destaca uno, por ejemplo, donde la chica y sus amigas están en el aula recibiendo una clase sobre sexualidad, bajo los patrones religiosos más conservadores y estrictos. Al término de la clase, un corte seco nos muestra a las chicas en una parada de ómnibus: además de leer una revista “del corazón”, contemplan a su alrededor entre risas carteles promocionales sobre el uso del condón y la prevención del VIH. Esa discrepancia entre el mundo familiar y educativo, que pareciera prolongar en el tiempo el clima cívico de los años setenta, y el cosmos de una ciudad que mira hacia la modernidad se hará sentir todo el tiempo del metraje, como correlato de las contradicciones experimentadas por la propia protagonista.

Una realización así de prolija –para poner otro ejemplo: sorprende el modo en que el montaje se centra más en la progresión psicológica de la historia que en la continuidad del argumento–, se sustenta además en una excelente labor de dirección, en la lucidez con que el registro estético desciende a la dimensión humana de la Historia.

La película comienza con una sucesión de primeros planos que muestran los rostros de unas niñas que realizan ejercicios vocales durante los ensayos del coro de su escuela. Cuando están listas para comenzar a cantar, la monja / profesora les pide a tres de ellas, incluida Celia, que se mantengan articulando los labios, pero que no canten. El último plano del filme recoge el rostro de la protagonista, durante la presentación del coro en el teatro de la escuela, quien decide infringir las órdenes y, allí sobre el escenario, comienza a cantar. Ese es el recorrido dramático trazado por Las niñas: un viaje de descubrimiento y aprendizaje personal, durante el cual Celia transita de la imposición del silencio a la toma de la palabra. Todo el programa narrativo de la película es un proceso de autodescubrimiento y de pérdida de la inocencia, en el que, mientras esta joven se adentra en la adolescencia, se despoja de las imposiciones de una tradición conservadora que la condena, la juzga y la somete a una vida marginal.

La historia de Las niñas trascurre en Zaragoza en el año 1992. Celia vive con su madre soltera y estudia en un colegio de monjas (sólo para mujeres), donde recibe una severa educación que coarta cualquier expresión de autonomía y sumerge toda su vida bajo el mandato de Dios. En su casa, Celia sufre una experiencia igual de claustrofóbica que limita cualquier dominio o conocimiento sobre sí misma, sobre todo, porque su madre le impide cualquier tipo de acceso a su pasado. Esta mujer intenta redimir la culpa, impuesta por unos valores católicos retrógrados e intransigentes, de haber tenido a su hija fuera del matrimonio, un accidente en su vida que la condenó a la preterición familiar y exclusión social. Y esa culpa pesa determinantemente sobre la niña, ella la representa. Contra esa culpa como determinante de su identidad se rebela Celia, lo cual supone también una resistencia ante la perpetuación de unos cánones que someten a la mujer a una existencia miserable, de acatamiento y obediencia, que la imposibilita del gozo de su libertad.

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Celia experimentará un cambio radical en su conducta tras la aparición de Brisa, una joven de Barcelona que viene a Zaragoza a vivir con sus abuelos después de la muerte de sus padres. Esta chica, ahora compañera de clase de la protagonista, se muestra desinteresada por completo de la vida religiosa. Ella será el detonante para que Celia se cuestione el mundo férreo en el que vive. En el proceso de mostrar las relaciones entre estas amigas y el resto de los personajes, el diseño caracterológico de Las niñas despliega una riqueza inaudita. Celia se pasa la mayor parte de la película sumida en una total introspección –expresa sobre todo en la profundidad de su mirada–, resultado del cúmulo de sentimientos, dudas y anhelos que se agolpan en ella. Cuando comparten juntas por primera vez, Celia le lee a Brisa una carta que le ha escrito a Dios como parte de los deberes de la escuela. Y esta última se apresura a contestar que prefiere suspender las pruebas que perder su tiempo en eso.

Hay una escena reveladora donde se muestra a la perfección la complejidad de las situaciones a las que están amarrados estos seres. Las niñas del colegio deben confesarse. Las vemos a todas en un espacio sombrío y angosto, del que pasan luego al confesionario. Cuando es el turno de Celia, la vemos atravesar una amplia sala, presidida por un cristo redentor suspendido en lo alto del techo e iluminado por la escasa luz del recinto. En medio de ese espacio, Celia es un ser diminuto, empequeñecido ante la figura de Cristo. Durante la confesión, después de declarar que no ha cometido pecado alguno, la chica le pregunta inesperadamente al padre: “¿por qué es pecado tener hijos sin estar casada?” Segundos después, la veremos expectante frente a una imagen de la virgen, mientras se escucha al resto de las niñas rezar. Ese momento marca la ruptura definitiva de la chica con la ley de Dios, una suerte de biopolítica que controla su cuerpo y la expresión de su identidad. La insubordinación contra la Ley de Dios resulta esencial para comprender el proceso de aprendizaje y redención de Celia, su negación de un entorno cívico incapaz de ver / asumir los cambios que se suceden a su alrededor. Celia se niega a heredar la penitencia de su madre, una conducta regida por la economía del pecado.

Decía antes que el despertar de la protagonista, el reconocimiento de su libertad propia, su expurgación de la culpa, están estrechamente relacionados con una apertura que experimenta el país todo. La vida en la casa y el colegio son la prolongación de una época pasada en el espacio de la modernidad. Mientras en el colegio las monjas les imponen una severa ética de la conducta, cuando las niñas no están en él, se permiten fumar, darse unos tragos, jugar con condones, escuchar música alternativa e incluso ir a una discoteca. Ese es el mundo que las espera y que está ahí trasgrediendo la imagen de la existencia que las monjas (y su madre) quieren imponer a Celia.

Quizás el instante más elocuente sobre la supervivencia del pasado en un mundo que mira hacia otra dirección, que aspira a la modernización, sea aquella en que Celia y Brisa deciden abandonar la sala de cine del colegio, pues la película proyectada —Marcelino Pan y Vino (1955), emblema de uno de los periodos más católicos de España–, les resulta demasiado aburrida. Después de corretear por los pasillos, entran en una habitación donde un grupo de monjas, todas dormidas, tienen puesto un programa de televisión sumamente desenfadado respecto a la sexualidad. Minutos más tarde, luego de recibir el merecido castigo por desobedecer las reglas, Celia se enfrenta a su madre por prima vez, le exige una respuesta acerca de sus orígenes, la ofende, le reclama la verdad sobre su padre.

Llegado ese punto climático, Las niñas se aproxima a su fin. Pero antes, ambos personajes, madre e hija, viajarán al pueblo donde creció la primera. Si hasta este momento la imagen estaba definida por unos tonos ocre y opacos, cuando ellas se adentran en el camino al pueblo, la película recibe un destello de luz. El abuelo de Celia ha muerto. Sólo entonces la madre puede retornar al hogar de su infancia. La muerte del padre es, de cierta manera, una metáfora de la muerte de la ley de Dios, una caída de la autoridad. Con todo, el ambiente pueblerino en que viven la abuela y la tía de Celia deja entrever una vida taciturna, sumida en la resignación y en la penuria dictada por los valores católicos. Pero el viaje al pueblo es un viaje de expurgación. Cuando llega el momento de la presentación del coro, veremos a la madre de Celia en el público sonreír frente a su hija. Ella también ha decidido salir de las sombras.

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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