Detalle de un retrato de Thomas de Quincey, Sir John Watson-Gordon, c. 1845
Detalle de un retrato de Thomas de Quincey, Sir John Watson-Gordon, c. 1845

“A Thomas De Quincey (con quien es tan vasta mi deuda que especificar una parte parece repudiar o callar las otras […])”, nos dice Borges. Naturalmente, la veneración borgiana por el ensayista inglés[1] –a quien siempre consideró uno de sus maestros–[2] es algo que casi todos sus lectores conocen. Sin embargo, no creo que, en general, sea una exageración presuponer que –con las excepciones de rigor– ese conocimiento es eminentemente superficial, un mero dato que manejan por las frecuentes alusiones, citas y epígrafes del propio Borges: no suelen preguntarse por qué el Viejo mostró semejante interés por un ensayista relativamente “menor” en la historia de la literatura inglesa.

Las razones son de una complejidad que excede los límites de este artículo, pero nada nos impide intentar resumirlas aquí de la forma más concisa: si alguien deseara escribir una monografía seria sobre el tema Borges y sus precursores, se vería abrumado por la gran sombra de De Quincey. Como ya he señalado, no es mi intención explorar las laberínticas, potencialmente interminables ramificaciones de ese vasto tema, pero sí me interesa dilucidar algunos elementos formales que singularizan a De Quincey en la literatura occidental (no sólo anglosajona): rasgos, en rigor de verdad, poco comunes que, acaso, nos ayuden a entender, siquiera oblicuamente, los orígenes de la pasión borgiana.

En la extensa obra de De Quincey, Los últimos días de Inmanuel Kant es un texto magnífico para comenzar esa modesta indagación. Se trata de un artefacto verbal absolutamente inclasificable: portentosa mezcla de relato hagiográfico, sátira, documento histórico y ensayo literario con ribetes metafísicos: en ningún caso podemos aceptar la insidiosamente modesta afirmación del autor, que lo define como “un breve bosquejo de la vida de Kant, extraído de informes auténticos de sus amigos y discípulos”. He dicho el autor, pero precisamente aquí comienza a revelarse la extraordinaria complejidad del texto que analizamos, pues lo primero que debemos ponderar con la mayor minuciosidad posible es esa cuestión. En efecto, ¿quién habla realmente aquí?, ¿quién ha compuesto este detallado informe sobre la decadencia y enfermedad final del gran pensador?

Cubierta de la edición en italiano de ‘Los últimos días de Kant’, publicada por la prestigiosa editorial Adelphi
Cubierta de la edición en italiano de ‘Los últimos días de Kant’, publicada por la prestigiosa editorial Adelphi

En principio, podría parecer una pregunta superflua: ¿acaso el gran nombre, Thomas De Quincey, no figura en la cubierta del libro? Sin embargo, al comenzar la lectura comprendemos que las cosas no son tan sencillas: en verdad lo que, al menos aparentemente, tenemos aquí es una “traducción” del texto sobre la enfermedad postrera de Kant compuesto por su secretario, ayudante y discípulo Wasianski, quien asistió al filósofo en sus últimos meses. Según esta interpretación –que el propio De Quincey declara en el inicio del texto– el ensayista inglés se habría “limitado a traducir” este informe “objetivo”, agregándole, de paso, algunas anécdotas de otros discípulos del pensador. Ahora bien, tampoco podemos aceptar esta “modesta aseveración”: en el momento mismo que la profiere, De Quincey complejiza irremediablemente el problema de la autoría mediante el empleo de un procedimiento inusitado que él ha llevado a su límite más extremo: me refiero, naturalmente, a la nota al pie, cuyo corrosivo potencial él ha aprovechado mejor que nadie, al menos hasta el siglo XX.[3]

“Pero comencemos ya y recordemos que quien habla casi todo el tiempo es Wasianski”: no es cierto, como demuestra la faraónica y maliciosa nota que acompaña esta observación: “Sin embargo, esta advertencia no debe ser tomada al pie de la letra […] como título general debe considerarse Habla Wasianski; no obstante, con esto no hay que pensar que haya que atribuirle a Wasianski toda opinión o hecho mencionado”. ¿Qué sucede realmente aquí?; ¿a dónde nos conduce ese interminable, laberíntico juego de afirmaciones que se vuelven sobre sí mismas para anularse? (el mítico Uróboros nos viene a la mente en presencia de esta retórica).

A mi juicio, el supuesto “informe objetivo” de Wasianski es sólo el más tenue de los pretextos que utiliza De Quincey para dar rienda suelta a su imaginación creadora y la “traducción” un dispositivo ficcional comparable al eterno “manuscrito encontrado en un viejo desván”: un recurso formal primigenio, por así decirlo, que funda o hace posible la escritura. De Quincey –un artista verbal muy superior al insignificante amanuense Wasianski– mejora o reinventa el texto inicial (magro punto de partida con escaso interés estético) hasta llegar al momento en que, sencillamente, se apodera de este para urdir una narración cuya extrañeza ninguno de sus contemporáneos pudo asimilar (y mucho menos igualar). ¿En qué consiste?: precisamente en la utilización desmesurada y en ocasiones ostensiblemente paródica de notas al pie que, tan pronto “el narrador” afirma cualquier cosa, la ponen en duda, refuta o sencillamente ridiculiza.

Naturalmente, esto conduce a intensificar la ya considerable perplejidad del lector sobre la autoría del libro e incluso podría afirmarse que los comentarios de De Quincey al “texto principal” son tan extensos, sofisticados y, en definitiva, delirantemente divertidos,[4] que articulan una narración independiente: como si leyéramos dos relatos al mismo tiempo. Por supuesto, sería excesivo decir que el inglés haya inventado todo eso,[5] pero sí es más o menos irrefutable que después de él apenas hubo quien pudiese escribir un “ensayo” así.[6]

Y eso no es todo: refulge también aquí, en todo su enigmático esplendor, el famoso procedimiento que Borges, un siglo después, utilizaría con incomparable destreza: “la técnica del anacronismo deliberado y las atribuciones erróneas”. Es decir, el principio arquitectónico que permitiría al argentino edificar ficciones ensayísticas tan desconcertantes como “El acercamiento a Almotásim”, “Tres versiones de Judas” y, obviamente, “Pierre Menard, autor del Quijote”. Pero no olvidemos que De Quincey había llegado primero.[7]

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Ahora bien, tras establecer esta genealogía, resulta lícita la pregunta: ¿por qué resulta tan formidable? Según creo, una respuesta posible (aunque no definitiva) gira en torno a la inextricable combinación de los dos recursos formales mencionados:[8] por separado resultaban ya muy eficaces, pero, al mezclarlos con semejante habilidad, De Quincey abre el camino para su gran heredero (que no epígono) Borges y edifica un dispositivo que prefigura implícitamente la gran frase de Roland Barthes: “El que narra no es el que escribe y el que escribe no es el que es”.

Pero quizá sea necesario ir más allá de todo lo anterior: sería absurdo suponer que la obra de De Quincey sólo resulta interesante como precursora de ciertos procedimientos –no importa cuán sofisticados– que Borges perfeccionaría y prodigaría en sus cuentos: en rigor de verdad, lo que aquí se nos ofrece es un relato grandioso, escalofriante e irónico,[9] sobre la decadencia postrera de un filósofo genial (acaso el más grande producido por Alemania); el texto supremo sobre el hundimiento de la gran cabeza pensante prusiana: en definitiva, una sombría, sostenida meditación acerca de la incapacidad final de la Razón contra el oscuro, aborrecible y devastador poderío de la enfermedad; un auténtico tratado a la manera de los grandes Padres del Desierto[10] sobre la vanidad de todas las cosas ante la inexorable caducidad de la carne[11] y la atroz declinación de la capacidad cognitiva: acaso la mejor glosa posible del implacable aforismo de Cioran: “Kant esperó a la vejez para darse cuenta de los lados sombríos de la existencia y señalar «el fracaso de toda teodicea racional»… Otros, más afortunados, se dieron cuenta de ello antes incluso de comenzar a filosofar”.

Retratos de Thomas de Quincey (izq.) e Inmannuel Kant (montaje El Cultural)
Retratos de Thomas de Quincey (izq.) e Immanuel Kant (montaje El Cultural)

Muy cierto, y De Quincey es uno de ellos. El novelista victoriano William Thackeray escribió (según Borges)[12] que “pensar en Swift es como pensar en la ruina de un gran imperio” y lo mismo podría aplicarse al hombre formidable que anotó en su cuaderno “no rendirse ante los terrores de la oscuridad”. Pero, pese a toda su inteligencia, su más que admirable estoicismo y su casi inconcebible devoción por el conocimiento[13] cometió el error de olvidar que “toda carne es hierba y toda su gloria como flor de la hierba…”.[14] Inútil agregar que podemos comprenderlo, ¿acaso escasean quienes han intentado hundirse por completo en la vida del espíritu y negar que también ellos son materia y deben regresar, inexorablemente, a la naturaleza que por puro azar los arrojó sobre el mundo?: Séneca , Epicteto, Marco Aurelio: pensadores merecidamente ilustres del estoicismo tardío: edificaron, y no es poco, una majestuosa doctrina que intenta construir en el alma una fortaleza inexpugnable, suprimir las pasiones, negar la angustia y la desdicha, alcanzar una serenidad casi divina sin miedo ni esperanza: Kant había modelado siempre su conducta de acuerdo a estos rigurosos preceptos,[15] sin comprender jamás –precisamente él, quien no toleraba engaño alguno– que sólo se trataba de hermosas ilusiones, tan endebles como todas las que alguna vez había demolido con la potencia de su pensamiento: también él era carne y debía seguir el melancólico camino de toda carne sobre la tierra.


Notas:

[1] Compartida por escritores tan ilustres como Fleur Jaeggy o Pietro Citati.

[2] “Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner, Shaw, Chesterton, Leon Bloy, forman el censo heterogéneo de los autores que continuamente releo” (Borges).

[3] Aunque esto solo es exacto si se aplica a los literatos: el gran filósofo escéptico Pierre Bayle ya había utilizado profusamente ese recurso formal en su monumental Diccionario histórico-crítico.

[4] Algunos son verdaderos ensayos en miniatura.

[5] Además de Pierre Bayle ya existían algunas obras que utilizaban profusa e ingeniosamente ese dispositivo, al menos desde la Edad Media (aunque al parecer no en la Antigüedad Clásica donde, según el erudito Anthony Grafton, “la nota al pie era desconocida”). Pero De Quincey fue probablemente el primer esteta que reconoció y desplegó casi todas sus posibilidades: después llegarían Borges y la perfección –o lo más cercano a esa platónica entelequia–, pero ese es otro asunto.

[6] Es preciso llamarlo de alguna forma.

[7] Y, de todas formas, Borges tampoco sería el último: ¿Qué es Nombre falso, de Ricardo Piglia, sino una magistral aplicación del procedimiento a los textos y la biografía de un autor –Roberto Arlt– cuya poética, irónicamente, está en las antípodas de todo lo que el Viejo encarna?

[8] La atribución del manuscrito a Wasianski y a otros “informes auténticos de amigos y discípulos”; la creación de un sistema de notas al pie cuya mera extensión y complejidad amenazan con engullir al texto que supuestamente comentan.

[9] Verbigracia, en este pasaje sobre las inmutables costumbres de Kant: “Si se le decía: «Señor profesor, el café vendrá enseguida», objetaba: «¡Vendrá! Ese es el asunto, que vendrá. El hombre no es feliz, sino que siempre lo será». Cuando otro decía: «¡El café llegará inmediatamente!», solía responder: «Sí, inmediatamente, también llegará la hora que viene, y es lo que ha pasado desde que he estado esperando…». A veces se levantaba de su asiento, abría la puerta y exclamaba hacia el exterior con voz quejosa, como si apelase al último resto de humanidad entre sus congéneres: «¡El café! ¡El café!»”.

[10] O, ¿ por qué no?, del Budismo Mahayana.

[11] El texto ilustra, entre muchas otras cosas, los límites del estoicismo (tras leerlo nadie podrá reprochar a Kant haber carecido de una impasibilidad ante su propio sufrimiento digna de Séneca o Epicteto, pero al final no fue suficiente). También refuta algo que podríamos llamar “la falacia de Epicuro”, es decir, el irremediable –e insensato– optimismo de ese pensador (al menos en el famoso fragmento conocido como Carta a Meneceo).

[12] En el ensayo Historia de los ecos de un nombre.

[13] Por ejemplo, en este fragmento que combina ambos rasgos de su recio carácter: “Recuerdo en particular el último lunes, cuando su extrema debilidad hizo que su círculo de amigos se emocionara hasta las lágrimas, y él, insensible a todo lo que decíamos, se mantenía sentado entre nosotros, acurrucado o, mejor dicho, hecho un informe montículo en su sillón, sordo, ciego, apático, inmóvil —incluso en esos instantes yo les aseguraba a los presentes que Kant participaría en la conversación con decoro y animación–. Como les resultaba difícil de creer, me acerqué a su oído y le pregunté por los moros de Berbería. Ante la sorpresa de todos menos yo mismo, en un instante él nos proveyó un informe somero sobre sus usos y hábitos y además explicó que la letra ge en la palabra alemana Argel se debía pronunciar con un sonido fuerte (como en la palabra inglesa gear)”.

[14] Isaías, 40:6

[15] De Quincey se refiere en numerosas ocasiones al talante “romano” del filósofo.

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