Gioconda Belli
Gioconda Belli

Gioconda Belli es la más reciente ganadora del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y la Universidad de Salamanca, junto con decidirlo, le publicó una antología con prólogo y edición de María José Bruña Bragado. Forma parte de una colección que acompaña las tres décadas del premio, en una labor que hoy es rara de encontrar entre las universidades públicas: es analítica y a la vez sensible, de alcance general para lectores de poesía. Varios de sus volúmenes me parecen la mejor introducción a cada autor, por la amenidad rigurosa de sus estudios críticos, que repasan las estéticas en relación con la trayectoria y el contexto, sugiriendo lecturas frescas, como las que Bruña había desarrollado ya en el tomo dedicado a Ida Vitale.

Un premio de esta índole tiende a delimitar la obra, pero Parir el alba produce lo contrario, liberándola incluso de los límites de la recepción previa. Sin imponer sus agudas interpretaciones, Bruña equilibra la entrega de información y la bibliografía corriente sobre los temas –feminismo de segunda generación, revolución sandinista y ecología, en este caso– con un contagioso entusiasmo por aquellos momentos que considera las cumbres de la obra de Belli y que recibí con una cautela que la propia editora permite sopesar, citando por anticipado las páginas de los versos. Los empecé a degustar así, con asombro seguido de gozo.

Su edición celebra la valentía de la autora sin que el tono admirativo y de activa sororidad restrinja el acceso a las zonas de su obra que generan un menor consenso. La poesía de Gioconda Belli exhibe con orgullo su urgencia corporal y política, heredera del exteriorismo de su compatriota Ernesto Cardenal, también premio Reina Sofía, y de cierta narrativa explícita o de denuncia de los años sesenta. Surge con originalidad en la década siguiente, desde la experiencia femenina acallada en esa tradición y va puliendo sus recursos lingüísticos a la altura de su rebeldía, de los suspensos y paradojas que sostienen el relato de cada poema.

Parir el alba intercala sus famosos manifiestos con poemas desconocidos y conmovedores, quizás manifiestos de otra clase, la de cómo sobrevivir apasionadamente. A los versos de Belli se les ha prestado menos atención formal que temática, pero una lectura selectiva como la que propongo aquí da cuenta de su conciencia en la extensión, ya sea como narración recargada en los encabalgamientos del versículo o la prosa, ya con el verso que coincide con la unidad de sentido, a la manera de sentencias. Buscar los poemas en internet, junto con confirmar su popularidad, me hizo reparar en los cambios entre las versiones, todos sutiles, de reducción e indudable mejoramiento. Las versiones antiguas las encontré en blogs personales con letras amarillas, o en negritas cuando el improvisado compilador quería destacar sus propios sentimientos, así como las más actuales hacen parte de enciclopedias de países distintos.

Aunque a cada uno le corregí detalles, solo debí tipear dos de los poemas. Mis favoritos se reparten entre casi todos sus volúmenes, salvo los dos últimos y el muy anterior De truenos y arco iris, que quizás concentren cierto lugar común del erotismo, interesantes para el reconocimiento del afecto y de los cuerpos fuera de la mirada patriarcal, pero que no creo que hagan al poema ahondar en algo distinto de lo que dicen, como sí lo hacen los siguientes que, anclados en la sentida naturalidad del habla que mueve la poética de Belli, más cercana al dolor y al gozo de lo humano que a investigaciones sobre las posibilidades del lenguaje, me emocionaron al punto de compartirles esto.

Al lado de cada título va el libro de origen y su respectiva página de Parir el alba.

Enrique Winter


Siento que voy alejándome (Sobre la grama, 124)

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Siento que me voy alejando, que voy saliéndome poco a poco,
de esta realidad de las mañanas y las tardes y voy entrando
a un mundo que estoy construyéndome con mis deseos y mis ansiedades
y todas las cosas reprimidas que empiezan a querer salírseme
y que me empujan, casi sin darme cuenta en la incertidumbre,
allí donde deberé quedarme sola, donde me da miedo ir porque sé que
tendré que asumir toda la responsabilidad
del haberme dado cuenta, del saber que no todo es aire y agua
y pan y leche y que hay algo más que nos rodea, que está en
la atmósfera, que nos persigue y espera para envolvernos en
esa belleza dolorosa que quisiéramos compartir y acercarla a
los demás pero que, al contrario, nos aleja, nos hace sentirnos
irreales, diferentes, como que acabáramos de nacer a un mundo
que no conocimos hasta entonces o como que hubiésemos llegado
de la estrella más cercana o de la más lejana y estamos abiertos
totalmente a las hojas, al ruido, sintiendo derramarse la vida,
sintiendo que nos acercamos a esa, la verdadera realidad,
aunque todos crean lo contrario y nosotros no podamos explicárselos.

Vestidos de dinamita (Línea de fuego, 157)

Me tengo que ir a comprar las pinturas con las que me disfrazo todos los días para que nadie adivine que tengo los ojos chiquitos –como de ratón o de elefante–. Estoy yéndome desde hace una hora pero me retiene el calor de mi cuarto y la soledad que, por esta vez, me está gustando y los libros que tengo desparramados en mi cama como hombres con los que me voy acostando, en una orgía de piernas y de brazos que me levantan el desgano de vivir y me arañan los pezones, el sexo, y me llenan de un semen especial hecho de letras que me fecundan y no quiero salir a la calle con la cara seria cuando quisiera reír a carcajadas sin ningún motivo en especial más que este sentirme preñada de palabras, en lucha contra la sociedad de consumo que me llama con sus escaparates llenos de cosas inalcanzables y a las que rechazo con todas mis hormonas femeninas cuando recuerdo las caras gastadas y tristes de las gentes en mi pueblo que deben haber amanecido hoy como amanecen siempre y como seguirán amaneciendo hasta que no nos vistamos de dinamita y nos vayamos a invadir palacios de gobierno, ministerios, cuarteles… con un fosforito en la mano.

La madre (Línea de fuego, 158)

se ha cambiado de ropa.
La falda se ha convertido en pantalón,
los zapatos en botas,
la cartera en mochila.
No canta ya canciones de cuna,
canta canciones de protesta.
Va despeinada y llorando
un amor que la envuelve y sobrecoge.
No quiere ya solo a sus hijos,
ni se da solo a sus hijos.
Lleva prendidas en los pechos
miles de bocas hambrientas.
Es madre de niños rotos
de muchachitos que juegan trompo en aceras polvosas.
Se ha parido ella misma
sintiéndose –a ratos–
incapaz de soportar tanto amor sobre los hombros,
pensando en el fruto de su carne
–lejano y solo–
llamándola en la noche sin respuesta,
mientras ella responde a otros gritos,
a muchos gritos,
pero siempre pensando en el grito solo de su carne
que es un grito más en ese griterío de pueblo que la llama
y le arranca hasta sus propios hijos
de los brazos.

Como tinaja (Línea de fuego, 161)

En los días buenos,
de lluvia,
los días en que nos quisimos
totalmente,
en que nos fuimos abriendo
el uno al otro
como cuevas secretas;
en esos días, amor,
mi cuerpo como tinaja
recogió toda el agua tierna
que derramaste sobre mí
y ahora,
en estos días secos
en que tu ausencia duele
y agrieta la piel,
el agua sale de mis ojos
llena de tu recuerdo
a refrescar la aridez de mi cuerpo
tan vacío y tan lleno de vos.

Para Juan Gelman (De la costilla de Eva, 204)

Pienso Juan
que somos
exactamente lo que somos,
un hombre y una mujer
andando de corrido por el mundo,
con una suave interrogación
detrás de los ojos
y las manos abiertas
buscando pájaros azules,
victorias,
calmantes para el dolor,
sombras para guarecernos de las lágrimas,
espejos donde mirar
para encontrar quien ve
sí dulcemente, con la misma dulzura,
sí tiernamente, ternura desde adentro;
quién nos desaloja de la soledad,
nos deja sin más sol que el sol,
calientitos;
quién nos pasa
todo el calor de vida que llevamos,
las cosas lindas que también juntamos,
las revoluciones que ganamos,
la esperanza que nos levanta al viento,
de ojo a ojo,
de sangre a sangre.
Quién nos junta como amaneceres
de un mismo país
para mezclar alegría con tristeza
y sacarnos andando bajo los árboles
como tercos animalitos
husmeando el amor.
Pienso Juan
que hay un espejo
donde nos reflejamos
al mismo tiempo.

No me arrepiento de nada (Apogeo, 214)

Desde la mujer que soy,
a veces me da por contemplar
aquellas que pude haber sido;
las mujeres primorosas,
hacendosas, buenas esposas,
dechado de virtudes,
que deseara mi madre.
No sé por qué
la vida entera he pasado
rebelándome contra ellas.
Odio sus amenazas en mi cuerpo.
La culpa que sus vidas impecables,
por extraño maleficio,
me inspiran.
Reniego de sus buenos oficios;
de los llantos a escondidas del esposo,
del pudor de su desnudez
bajo la planchada y almidonada ropa interior.
Estas mujeres, sin embargo,
me miran desde el interior de los espejos,
levantan su dedo acusador
y, a veces, cedo a sus miradas de reproche
y quiero ganarme la aceptación universal,
ser la “niña buena”, la “mujer decente”
la Gioconda irreprochable.
Sacarme diez en conducta
con el partido, el estado, las amistades,
mi familia, mis hijos y todos los demás seres
que abundantes pueblan este mundo nuestro.
En esta contradicción inevitable
entre lo que debió haber sido y lo que es,
he librado numerosas batallas mortales,
batallas a mordiscos de ellas contra mí
–ellas habitando en mí
queriendo ser yo misma–.
Transgrediendo maternos mandamientos,
desgarro adolorida y a trompicones
a las mujeres internas
que, desde la infancia, me retuercen los ojos
porque no quepo en el molde perfecto de sus sueños,
porque me atrevo a ser esta loca, falible, tierna y vulnerable,
que se enamora como alma en pena
de causas justas, hombres hermosos,
y palabras juguetonas.
Porque, de adulta, me atreví a vivir
la niñez vedada,
e hice el amor sobre escritorios
–en horas de oficina–
y rompí lazos inviolables
y me atreví a gozar
el cuerpo sano y sinuoso
con que los genes de todos mis ancestros
me dotaron.
No culpo a nadie. Más bien les agradezco los dones.
No me arrepiento de nada, como dijo Edith Piaf.
Pero en los pozos oscuros en que me hundo,
cuando, en las mañanas, no más abrir los ojos,
siento las lágrimas pujando;
veo a esas otras mujeres esperando en el vestíbulo,
blandiendo condenas contra mi felicidad.
Impertérritas niñas buenas me circundan
y danzan sus canciones infantiles contra mí;
contra esta mujer
hecha y derecha,
plena,
esta mujer de pechos en pecho
y caderas anchas
que, por mi madre y contra ella,
me gusta ser.

Afirmación (Mi íntima multitud, 237)

Carretera
Noche de calor
Alrededor del poste del alumbrado público
cual brujas diminutas
larguiruchas
escuálidas
cuatro niñas
alertas
se turnan alrededor
de una silla imaginaria.

Es mi ciudad en invierno
La tierra respira a bocanadas
el bochorno que antecede la lluvia.

Delante de mí
el conductor descarta con un gesto de fastidio
a la niña que se atreve a pedirle una limosna.
La niña corre y sobre el vidrio trasero de la polvosa camioneta
rápida, rauda, escribe algo
antes de que el semáforo pase de rojo a verde.

Testigo de la escena
Yo me pregunto qué escribirá
ese ser diminuto con tanta determinación.
La imagino en la escuela,
una colegiala de falda azul y camisa blanca
que, por la noche, se transforma en mendiga
para mantener a la familia.

Cambia el semáforo, el color de la luz.
Sigo curiosa a la camioneta
Quiero leer lo que escribió la niña de rostro envejecido.
En la penumbra leo:
Digna Mendiola.

Ningún insulto. Ningún alarido.
Solo un nombre.
Solo la silenciosa afirmación
de que se llama
y es y existe.

Olvidos (Fuego soy, apartado, y espada puesta lejos, 255)

Y viene el día en que la mujer
olvida el apellido del vecino
y se despierta a media noche
queriendo adivinarlo en la oscuridad
las letras difusas que resisten el esfuerzo de la memoria.
Con los ojos abiertos sobre la almohada
la mujer ve el gato respirando como niño a sus pies
y ve su casa en la oscuridad
el marido que duerme de espaldas a ella
las puertas lustrosas del armario
los libros apoyados lomo contra lomo en las estanterías
y en la noche detenida abruptamente
por el pequeño tropiezo de no poder recordar el apellido del vecino
piensa en esa casa muchos años más tarde
en las voces que albergará, los pasos que subirán las escaleras
Se pregunta qué otros quizás decidirán tirar
la división de madera clara que ella y su marido levantaron
para quedarse en una habitación más pequeña
donde sentirse más cerca el uno del otro
piensa que todo eso que la rodea se dispersará
Sus cosas. Sus libros. Y que entonces su vida,
esas angustias –como la de recordar el nombre del vecino–
serán en la oscuridad
vapor de las vidas que fueron
nombres olvidados para siempre.

Declaración de oscuridad (Fuego soy, apartado, y espada puesta lejos, 259)

Debo inventar un idioma para no decir. No para negar
porque de eso no se trata
sino para ocultar el dolor el quebranto la desilusión
esa que se entromete en la vida porque uno se ha ilusionado tanto
y ha querido creer –querer– y no dejar que los cuervos aquellos
–los cuervos de Poe– canten a ninguna hora del día.
Hemos dicho que creeríamos
porque creer siempre ha parecido una magnífica alternativa
una radiante ranura al otro lado de las puertas cerradas.

Tras las salidas los pasillos los túneles las compuertas
siempre el hilo la franja de claridad como índice señalando
senderos de difícil acceso. Pero he aquí que a la postre
uno llega a saber que se ha arrastrado por la entraña de
la tierra buscando el rastro que la luz ha dejado,
el puente para que el sol no se sumerja y salga apenas el
gallo cante la mañana,
y uno ha creído que la garganta de los pájaros guarda la
contraseña de la claridad y ha estrangulado el cuello
de los censontles rogándoles la nota
apresándolos entre los barrotes de la terca fantasía…
Pero nada de esto ha surtido el efecto esperado. Se
derrumban los pasajes y las piedras apedrean los sueños.
Entonces uno se entretiene mientras viene la muerte
en contar memorias y cantar recuerdos
en inventar idiomas para no ver –para no sentir– ni aceptar,
un idioma para no decir el final del fin y ocultar a los ojos de los hijos
la densa humareda que se alza del confiado, optimista corazón
que esperábamos dejarles de herencia
y que en cambio
será tan sólo el frío cáliz
que contemplarán
–compadecidos–
de mi agotamiento.

 

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ENRIQUE WINTER
Enrique Winter (Chile, 1982). Escritor y traductor. Ha publicado en once países y cuatro idiomas los poemarios Atar las naves, Rascacielos, Guía de despacho y Lengua de señas, además del disco Agua en polvo y la novela Las bolsas de basura. Traductor de Dickinson, Chesterton, Larkin, Howe y Bernstein, ha recibido los premios Víctor Jara, Nacional de Poesía y Cuento Joven, Nacional Pablo de Rokha y Goodmorning Menagerie, entre otros, y las residencias de narrativa de la Sylt Foundation en Alemania y de la Universidad de los Andes en Colombia. Abogado y magíster en Escritura Creativa por NYU, dirige el diplomado homónimo de la PUCV.

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