FOTO Arianna Domínguez Hernández
FOTO Arianna Domínguez Hernández

Todo ese exterior, ese predicado odioso, tengo que admitir que me convienen. Pero, ¿qué es lo que me lo reveló?
Michel Deguy

Cuando el poeta José Joaquín Palma, en pleno siglo XIX, y mediante concurso literario, termina siendo el autor del Himno Nacional de Guatemala, se está indicando que la poesía cubana de cualquier época, lugar o condición, aprendió bien temprano a ejercitar el concepto mercantil de la literatura, es decir, el concepto político de lo mercantil.

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Cuando la Editorial Arte y Literatura rehabilita a un autor como George Orwell –excomulgado hasta ahora de los planes editoriales de la isla—, de quien se publica su archifamoso monumento contra el totalitarismo titulado 1984 (2015), y ese título recibe una segunda edición (2017) a raíz del llamado Premio del Lector, es porque se ha llegado a un punto de aserción ideológica tal en el sujeto-cubano-lector que, este —con una disciplina estoica igual al personaje de Forrest Gump, de Zemeckis, y como sugiere Slavoj Žižek— no es más que un idiota “que ejecuta las órdenes de sus superiores, impasible a cualquier náusea ideológica”. Cuestión que, por otro lado (continúa Žižek), es una posición que “caracteriza la actitud cínica contemporánea”, desde el momento en que la máquina ideológica “puede poner sus cartas sobre la mesa, revelar el secreto de su accionar, y aún continuar funcionando”.

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Cuando Arte y Literatura publica semejante novela de Orwell, destinada a ese sujeto-lector ideal que ha sido fabricado por “aserción ideológica”, ¿quiere esto decir que ya estamos preparados para recibir una edición de esa sátira modélica de cualquier revolución de izquierda llamada Rebelión en la granja (1945)? ¿Quiere esto decir que rehabilitarán también a un autor como Heberto Padilla, con la publicación de un documento imprescindible para la historia occidental de las relaciones intelligentsia-izquierda como Fuera del juego (1968)?

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Cuando el Escriba-No de estas líneas sugiere que la editorial Arte y Literatura (o Unión, o Letras Cubanas, o Capitán San Luis o Gente Nueva…) podría acometer, después de todo, una posible publicación de Rebelión en la granja o de Fuera del juego, cabe preguntarse: ¿sobre qué hombros caerá el encargo de plomo del consabido “prólogo zigzag”: ese en el que se avanza a bandazos sin que jamás se diga nada que esté al centro de la cuestión? ¿Sobre los hombros, p. ej., de Abel Prieto, Eduardo del Llano, Leonardo Padura, Francisco López Sacha, Víctor Fowler…?

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Cuando el narrador Abel Prieto publica sus Viajes de Miguel Luna (Letras Cubanas, 2011), novela en la se recrea una debacle ficcional en una supuesta (e idílica) república socialista, producto del desorden provocado por cierta facción de la población que puede considerarse como disidente del régimen, ¿se está advirtiendo al lector cubano, por penúltima vez, acerca de la amenaza del retorno al capitalismo a través de la transmisión de esa pandemia incontrolable llamada “pensamiento no oficial”? ¿Se advierte de su peligro perenne: cualquier sinónimo de democracia? ¿Acaso no reparó el autor en que esa advertencia convierte en panfleto vulgar de poca alzada a la novela misma? ¿O bien se trata de una “novela de buró”: una que debe leerse como si fuera un acta ministerial —cumplir schedule o bien Orden-del-Día, como lo pueden ser reunirse con magnates del politburó o visitar la sede de un sello editorial— firmada en un despacho de Palacio?

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Cuando decimos que, tal vez, en Viajes de Miguel Luna, el autor no reparó en la posibilidad de esa metamorfosis del texto en “panfleto vulgar de poca alzada” —en detrimento de la vitalidad del hecho literario, es decir, de lo narrativo de ese hecho—, es porque, como se sabe, el objeto de la “política del arte” no debe dirigirse al fin de un “arte de la política”, sino a su discusión/exposición/saturación, solo en casos temáticos, en letras que soporten el peso de un “estilo” y una (al menos, modesta) “verosimilitud”. Lo que puede explicarse, sottovoce —como el honnête homme que, frente al paso narrativo de una dignidad ministerial venida a menos, revierte la idea del espanto escritural en una discretísima piedad cristiana—, con ciertas líneas de Reinaldo Arenas, de su Libro de Arenas (2022), que dicen más o menos así: “La creación es una actividad misteriosa que prefiere la indiferencia oficial a su apadrinamiento o escolta. […] Una novela es un árbol, no un tratado. Para que ese árbol no se malogre, el artista debe saber el terreno que pisa”.

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Cuando decimos que la firma de esa novela ocurre en “un despacho de Palacio”, ¿no podría este tener sedes exlindes en cualquier institución (o filial, o ministerio, o asociación provincial de)? ¿No tendría, p. ej., plena posesión de facultades y derechos extraterritoriales —esa ficción de la ley internacional para prolongar, en superficie, los haberes inmuebles de un propietario equis— sobre la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), o sobre los camarotes-oficinas (piezas parceladas con policloruro de vinilo) de la sede nacional de la AHS (Asociación Hermanos Saíz)? ¿O hay que creer que ya la dirección ideológica de la nación (en cuanto a esa institución, o filial, o ministerio…) rige allí en virtud de un fideicomiso?

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Cuando el equipo de Hypermedia Magazine se pregunta cuáles son los escritores favoritos de Miguel Díaz-Canel, es porque suponen (a priori) que en la sede central del Palacio, entre señores del politburó —Generales y Doctores (a priori) con tiempo hasta para promociones y Ph.Ds—, trabaja una comunidad lectora de célebre “simpatía política” por el arte de las letras, que no solo se dedica a observar, desde sillas vacías de gobierno, las ruinas de un lugar llamado Cuba, o a hacer eco del estribillo que dice “bururú barará…”, etc., con sus paseos al exterior, sino también a fiscalizar —la “simpatía política”, otra vez— el arte de las letras.

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Cuando el poeta Antonio José Ponte, en Asiento en las ruinas (1997), escribe que “en el barrio de los gestos repetidos el aire lleva tantas capas/ como un pastel de hojaldre”, en un poema titulado “En el antiguo barrio de las putas”, sitio en el que “puede hablarse como en ningún otro lugar de lo hondo del pasado”, se está instaurando un tipo de figura escritural en la poesía cubana, desde el yo poemático del texto, semejante al flâneur-detective que —diría aquí el Humboldt de “Sobre las leyes del desarrollo de las fuerzas humanas” (1791)— se expresa desde el éxtasis “del sentimiento melancólico y sin embargo dulce de que hace tiempo floreció (y ahora ya no existe) una excelencia de una belleza elevada y dichosa”.

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Cuando en la Ciudad Letrada cubana, dentro y fuera de sus orillas, se suceden periódicamente polémicas del tipo “Rafael RojasDuanel Díaz Infante”, “Duanel Díaz Infante-Antonio José Ponte”, “Antonio José Ponte-Alberto Garrandés-Atilio Caballero”, “Antonio José Ponte-Carlos Manuel Álvarez” o “Rogelio Riverón-Alberto Guerra Naranjo”, es porque —como ocurre en esa vieja película de Robert Benton, Kramer vs. Kramer (1979)— existe cierto rapport en la intelligentsia, cierto rumor de camaradería-a-disgusto, que no es más que un barril (síquico) de pólvora (sentimental) esperando hostilidades para orear trapos viejos de cocina, y ver quién retiene, finalmente, la custodia de un niño. Lo que se sintetizaría en aquello que Thomas Bernhard dejó dicho en Trastorno (1967): “El arte del diálogo es el arte de la difamación y el arte del monólogo el más horrible arte de la difamación”.

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Cuando la poeta y narradora Reina María Rodríguez publica Dársenas (Furtivas, 2022), ignorando olímpicamente la inserción previa de ese título en la poesía contemporánea en Cuba —y con ello en la tradición poética cubana en general— bajo la rúbrica de Daniel Duarte de la Vega (Dársenas, Casa Vacía, 2020), se corrobora, de modo fehaciente, y apelando a las “Reglas no escritas para escritores”, que el sondeo en la masticación/digestión de un proyecto de título cualquiera, para un libro cualquiera, debe ser lento y riguroso, como el paso de la hierba —incluso si la res es veterana— por los cuatro ciclos gástricos de una vaca. (Y aquí parecería que se oyen, por encima del ruido del gazapo, par de versos de Adrienne Rich que, en sordina, y sin venir a cuento, alguien repite en formato de mantra: “Por el bien de la poesía al menos / tengo que saber estas cosas”).

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Cuando el poeta Daniel Duarte de la Vega publica títulos como Telar (2019), Las transiciones (2020), Dársenas…, se está registrando, en la poesía cubana reciente, un verso/composición que llamaríamos (con Charles Olson) lujosamente proyectivo: uno en el que —por el enorme gasto de su prosodia rítmico-envolvente— el “sube y baja del troqueo” y la “revolución del oído” ocurren, texto a texto, al compás deleitoso de un vivace. Cual si el poema fuese la pieza musical que ejecutara, para el lector, una secreta orquesta de cámara velada por cortinas de la lengua, tras la cual el poeta —en funciones de diestro director— afina la elegancia de su interpretación gramatical.

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Cuando la poeta y ensayista Caridad Atencio publica un cuaderno de poesía como El camino a casa (Selvi, 2020), con una estructura en la que la salud del texto se encuentra amenazada por sendos paratextos adiposos (“Nubes dentro”, “Nubes fuera”) en funciones de prólogo y epílogo —donde el primero pasa por “señales” de poética autoral, pero el segundo es ya la bochornosa extenuación de un sinsentido—, se está estrenando, silenciosamente, un nuevo concepto para las estructuras de libros de poesía, un concepto que debería nombrarse “Modo nana”: ese en el que se hacen los deberes (léase: escribir poemas), luego se asiste puntual a casa del vecino (léase: publicarlos), se le comenta el qué y el cómo del oggidì (léase: prólogo) y, cuando parece que se está a punto de marchar —después de cansar al vecino con fragmentos domésticos de una memoria familiar tímidamente expuesta, es decir, tímidamente escrita—, tiene que detenerse todavía en el umbral de la puerta un poco más —procurando la anciana convertir lo patético de la charla en optimismo— y, sin siquiera pensarlo, atreverse a soltar una última tanda de chismorreos (léase: epílogo), aunque, a esas alturas de la conversación, esos nana-commenti no tengan ya la menor importancia.

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Cuando los narradores Ena Lucía Portela (El pájaro: pincel y tinta china, 1998), Julio Jiménez (Ácido: blog de poesía, 2017, y “Notas sobre el secuestro de Marilyn Bobes”, 2015), e incluso Rubén Rodríguez, en un volumen para público infantil (El garrancho de Garabulla, 2006), concurren en un ejercicio escritural en el que la diégesis se construye mediante el uso de “materiales vivos” —es decir, modelos de sujetos que han sido caricaturizados en calidad de actantes de narración— vistos en su atrezo —es decir, con su propio escenario cronotópico de fondo—; un ejercicio en el que se compendian las bajezas, tiranteces, egos, genios, tics, amores y rencillas de diferentes claques, “notables” y otros siniestros de la literatura cubana contemporánea, debe entenderse que se están actualizando, cada vez, las temporadas de caza del “conejo-diletante” y del “conejo-artista”: especies tan añosas (es decir, literarias) en el cuidado de la cultura y de sí mismos, que sus esquizofrenias y sicopatías nos parecen, entonces, un ameno ejercicio del entusiasmo.

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Cuando el narrador de “29 tatuajes”, de la poeta (etc., etc.) Legna Rodríguez Iglesias (No sabe / no contesta, La Palma-Cajachina, 2015), subraya: “¿No vas a preguntarme qué es Cuba para mí? […] El mapa de Cuba me lo tatué en 1999. […] Y nada de líneas. No. Relleno. En las costillas, donde más duele”, para rematar después con un cliché laudatorio de identidad como “Macho, la patria es la patria”, se está ensayando un discurso tan cínico-burlesco del concepto nación como paródico del uso histórico (es decir, ideológico) de ese concepto. (Aspecto que, por otro lado, es el troquel que regula, a cuentagotas, el asunto de la identidad en buena parte de los autores de los Años Cero. Cosa a la que aplicaría ese cliché laudatorio de lugar común —un comentario casi de pasillo— escrito en los Papeles falsos (2010) de Valeria Luiselli: “Cuando una persona dotada con al menos un poco de inteligencia piensa repetidamente sobre el problema de la identidad suele llegar, más tarde o más temprano, a conclusiones bastante inteligentes, incluso originales”).

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Cuando la narradora, poeta, dramaturga, escritora para niños (etc., etc.) Elaine Vilar Madruga, en la ficha de su cuaderno de poesía titulado Escudo de todas las cabezas (Loynaz, 2015), asegura que su obra “ha sido editada en antologías a lo largo del mundo”, ¿hay que pensar ese mundo en sentido latitudinal, longitudinal o en ambas direcciones? ¿Hay que pensar que sus publicaciones tienen la facultad del polen, y que han logrado expandirse como pequeños sacos de semillas por todo el orbe? ¿Que sus textos son la especialidad de la aerobiología? Porque, a ciencia cierta, ¿qué significa ese “a lo largo del mundo”? ¿Que existen ediciones suyas incluso en inuktitut, leídas, ahora mismo, con derroche de contento y placer, por los inuit de la isla de Baffin? ¿O ese “mundo” es, en realidad, cualquier otro sitio fuera del globo terráqueo que conocemos?

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Cuando el jurado convocado por el Centro de Promoción y Desarrollo de la Literatura Hermanos Loynaz entrega su Premio Hermanos Loynaz de poesía (2014) a un libro como Escudo de todas las cabezas, de Elaine Vilar, en el que se suceden versos en la línea de “playas demasiado perdidas”, “la vía láctea menstrúa una nata de estrellas”, “desnudamos los ovarios de los dioses”, “la elefanta desnuda que envolvió su cuerpo en la crisálida”, “deshabitarme a lamidos”, “luciérnaga violada en la tumba del todo”, “no olvides la secreta esclavitud de la mandrágora” o “todo forma parte del todo”, es porque se está protegiendo, subrepticiamente y sin que hallamos reparado en ello, un nuevo subgénero en la poesía cubana, un subgénero que —con la fuerza de una corriente literaria vanguardista, arrolladora-de-todo-a-su-paso— debemos denominar, afectuosamente, como “poesía de la risa”.

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Cuando decimos que esa corriente vanguardista debe entenderse como “arrolladora-de-todo-a-su-paso”, es porque el subgénero que hemos denominado como “poesía de la risa” tiene una amplia gama —una amplia y joven representación autoral— de prácticas escriturales en la poesía cubana de hoy; un subgénero del que solo puede decirse —frente a la pericia artificiosa de lo lírico que mana de esos imaginarios— aquella idea de H. D. Thoreau, en Una vida sin principios (1863), que dice: “Existe la inspiración, ese chismorreo que llega al oído de la mente atenta desde los patios celestiales”.

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Cuando la poeta y narradora Zulema Gutiérrez trastoca los paratextos titulares de lo que habrían sido “Maneras de matar” y “Fisuras” en lo que terminó siendo Sentada junto a los crisantemos (2014) y Danza alrededor del fuego (2019), respectivamente, acompañando a una poética que, en ambos títulos, milita en el imaginario lingüístico de lo bucólico-dulzón, se explica, otra vez, que la uniformidad de lo lírico —sin importar valores de virtuosos— en predios de la poesía holguinera finisecular y siguiente, es una especie de claustro para votos de novicios y sorelle, en cuyo centro deben advertirse, como sombras de estatura onomástica sobre otros, los bustos, ya sin antiparras, de Delfín Prats y Luis Yuseff.

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Cuando los escritores J. L. Serrano, Hugo Fabel, Miguel Montero, Iván Bohmann, Zulema Gutiérrez, el Escriba-No de estas líneas y —sabe Dios qué y cuántos— otros, explican en sus fichas recientes (Trilogía acéfala, Matar al Buda, Obras mayores y menores de Arsenio Pérez La O, Reconstrucción de matrices progresivas, Técnicas de control, Exhibiciones…) que pertenecen a un proyecto llamado KTP-3 —dícese que colector cultural, multicultural, multimedial…— pero del que nadie sabe, a ciencia cierta, qué propósito (¿literario, cultural, multimedial…?) tiene, ni qué plataforma ideoestética lo sustenta, ¿tiene esto que ver con algún tipo de broma heterodoxa (es decir, alemana) a la que no se le encuentran ni gracia ni razón, como esta misma nota, p. ej.? ¿O es solo una secta más de las que pululan en el panorama literario cubano, sin otro pasatiempo que el juntarse, cual alumnos en patio de recreo de una escuela con cualquier apellido, a decirse necedades y embustes de extraclase? Porque, a fin de cuentas, ¿de qué otro modo entender ese concepto de “colector” ahí? ¿Acaso significa que, semejante al trabajo de una alzadora (podar y masticar), se tragarán todo lo literario (cultural, multimedial, etc.) hasta empacharse (¡¿tres veces?!) de necedades y embustes categóricos?

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Cuando la Dirección Provincial de Cultura de la provincia de Granma entrega entre otras categorías un (así llamado) Premio Provincial de Literatura, se está auspiciando, entre escritores de un candor melancólico propio de zonas de pas(t)o, la cosecha (provincial) de un ego (provincial), cuya utilidad público-práctica solo puede implicar —con sus palmas y laureles de segunda— a aldeas vanidosas. (Asunto que conduce, directamente, a la queja retórica —es decir, a la queja sin fondo— que Thoreau dejara en su Desobediencia civil (1863): “¿Por qué tienen que ser nuestras instituciones como esas nueces hueras que solo sirven para pincharse los dedos?”).

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Cuando Soleida Ríos publica un texto tan largo como exquisito titulado “Fuga” (Estrías, 2013), enjundioso en noticias instaladas en el espacio de lo microíntimo —de entorno doméstico-genealógico—, y escrito en un elegante y mesurado tono que tiende a lo épico, en el que, de paso, puede leerse un segmento de la vida rural republicana, debe entenderse que ese texto ha ingresado en esa extraña y escasa tradición del gran “poema-saga-de-familia” en la poesía cubana, en la que suponemos ejemplares del tipo “El sitio en que tan bien se está”, de Eliseo Diego, “La bayamesa desconocida”, de Rafael Alcides, o el perfecto “¿Y Fernández?”, de Roberto Fernández Retamar.

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Cuando en la Biblioteca Nacional José Martí se solicita la revisión de un libro de poesía como Y se mueren, y vuelven, y se mueren (1988), de Rafael Alcides, y solo hora y media después —cumplida, tal vez, la rigurosa llamada de control, y revisado el Índex cubensis (cortesía del DSE) donde debe ser fácil encontrar al autor alfabéticamente colocado en la columna A, quizá semitachado por una línea roja— se recibe, en resumen, la noticia de que la Biblioteca Nacional José Martí no cuenta con un solo ejemplar del texto de marras, hay que admitir que la sospecha de la razón totalitaria hacia ciertos objetivos y objetos culturales, en un sistema estanco por definición, es capaz de imponer disposiciones de un ridículo tan grande y policial que resulta imposible no explicarlo como el contragolpe de una vendetta de Estado. (Se ve, pues, que la censura funciona, para cualquier autor proscrito del canon oficial, como en la cita de Kurt Vonnegut, de Matadero cinco o La cruzada de los niños (1969): “Había desafiado directamente la autoridad del gobierno, y una futura disciplina se basa en una decidida réplica a ese desafío”).

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Cuando en junio de 1961, en la Biblioteca Nacional José Martí, frente al gremio vehemente/temeroso de los intelectuales y artistas cubanos —reunidos, como sabemos, tras el antecedente de censura de la película-documental PM (1961), de Sabá Cabrera y Orlando Jiménez Leal—, el todavía Primer Ministro y —soli Deo gloria— extinto Fidel Castro —después de colocar una pistola reglamentaria sobre la mesa que preside la reunión— dirige unas Palabras a los intelectuales, en las que lanza preguntas del tenor de (gesto del índice en alto): “¿Cuál debe ser hoy la primera preocupación de todo ciudadano? ¿La preocupación de que la Revolución […] vaya a asfixiar el arte, de que la Revolución vaya a asfixiar el genio creador de nuestros ciudadanos, o la preocupación por parte de todos debe ser la Revolución misma?”, y luego afirma que (gesto del índice) “lo primero es eso: lo primero es la Revolución misma”, indicándole a ese vehemente/temeroso gremio juntado allí que (gesto del índice) “el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución”, para luego seguir con la noción de pregunta-respuesta más blanqueada y tachada (por turnos) de esas Palabras…, una noción (gesto del índice) que dice: “¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”, se está revelando, de manera temprana y eficiente, que el proceso pos-1959 conocido como “Revolución” siempre fue un tipo de religión fundamentalista cuyo dios titular es la religión misma; un dios-religión que, incluso entre ateos parroquianos de las artes y letras, exige invariable y absoluta genuflexión, so pena de ser privado de su gracia, es decir, de caer en el desamparo de la herejía. (Lo que explica que, en un cosmos totalitario, para la suscripción de una política cultural, p. ej. —ese otro modo de confesión de fe—, pueda aplicarse una especie de fórmula rito-narcótica, muy eficaz, de linaje dramático y pocos ingredientes, que apenas incluye el asunto de un “no” —PM, un personaje colectivo —gremio vehemente/temeroso de intelectuales y artistas—, un coro —el entonces Primer Ministro extinto— y, en especial, una pistola sobre la mesa).

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Cuando el Escriba-No de estas líneas sigue reuniendo argumentos biobibliográficos para entender los (¿ventajosos?) predicados y exteriores de la literatura cubana, es porque, en efecto, tenemos que admitir que esos (¿lamentables?) predicados y exteriores nos convienen, aunque, en el fondo, no sepamos qué nos lo reveló.


* Este cuarto “Relativo” forma parte de una investigación en proceso. Sus primeras tres partes fueron publicadas en Hypermedia Magazine.

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1 comentario

  1. Divertimentos, a veces amargos… Esperpentos, sarcasmos y otras infusiones tropicales, bajo la cariñosa mirada de un sobrino nieto de la actriz húngara Zsa Zsa Gabor, de nombre Fermín.

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