El libro de Judith figura en la Biblia de los católicos, en donde de hecho fue admitido tardíamente, no en la de los protestantes. Quizás sea porque su forma general es la de una obra muy literaria. Llamaré a esta historia un relato fuerte. ¿Qué es un relato fuerte? Un relato en el que encontramos a la vez una buena marca estructural (el final responde al comienzo, pero entre uno y el otro existe el suspense), y una emoción moral y/o sensual. Como relato fuerte, esta historia ha emigrado a lo largo de los siglos hacia todas las formas posibles de la narración: poemas (en inglés, en alemán, en croata), baladas, dramas, oratorios (la Judith triumphans de Vivaldi es ahora bien conocida), una ópera y, por supuesto, pinturas figurativas.
Sin embargo, este relato fuerte, esta hermosa historia, es también una estructura disponible (es raro que encontremos reunidos estos dos estatus en una misma obra). Quiero decir que de obra en obra las articulaciones del relato, los acontecimientos, son siempre los mismos (Judith, heroína judía, sale de la ciudad sitiada, se presenta ante el general enemigo, lo seduce, lo decapita y regresa al campo de los hebreos), pero las determinaciones psicológicas de los personajes pueden cambiar totalmente. Por ejemplo, en la tragedia de Hebbel, Judith, virgen a pesar de su matrimonio, se apresta a matar a Holofernes por un motivo patriótico, pero se deja poseer por debilidad sensual, luego se recupera y en venganza lo asesina. En la Judith de Henry Bernstein (dramaturgo francés de inicios de siglo, bien pasado de moda en nuestros días), Judith, muchacha frígida, quiere ante todo hacerse reconocer, inmortalizar su nombre; Holofernes, enamorado, lo comprende y por amor acepta; conmovida, Judith cede, luego se repone y degüella al muy generoso amante. Giraudoux también escribió una Judith (en 1931), quien, paradójicamente, asesina a Holofernes por amor; de ahí la irrisión de la acogida gloriosa que le reserva el pueblo judío.
Estas diversas transformaciones poseen un fondo en común: la ambivalencia del lazo a la vez erótico y fúnebre que une a Judith con Holofernes.
Si he hecho referencia a estas diferentes historias es porque la pintura, contrariamente a las figuraciones escritas, no puede de un modo directo tomar partido por el sentido del episodio. La historia no puede ser realmente transformada, pues la pintura (salvo el caso excepcional de secuencias como la de La profanación de la hostia o la de Santa Úrsula) no puede representar sino un momento de la anécdota. Al no estar figurados ni el antes ni el después de este momento, el sentido queda suspendido entre muchos posibles: podemos interpretar el momento infinitamente, pero también no llegar a hacerlo, siendo contradictoriamente literal y polisémico. En otra ocasión he llamado numen a este momento pintado, pues es como el gesto silencioso de un dios que le da vida a un destino por una simple inflexión de su voluntad, sin siquiera comentarlo o explicarlo. El numen en la historia de Judith, por necesidad patética, no puede ser sino la mutilación de Holofernes, ya sea, como Artemisia Gentileschi, representando literalmente la decapitación y muy precisamente ese momento en el que, con la espada terminando su recorrido, la cabeza está a punto de desprenderse del tronco; ya como en Botticelli, en donde el cuerpo aparece sin su cabeza, ridículamente terminando en el cuello, como una gallina lista para entrar en la olla. El numen pictural es una especie de acontecimiento absoluto que de cierto modo somete a la interpretación. La decoración, sin embargo, permite que se produzcan vibraciones semánticas. Artemisia ha reproducido con extremo cuidado el lecho sobre el que degüella a Holofernes (embotado por el vino). En la versión latina de la Biblia este lecho es llamado lectulus, que puede ser cama de mesa, lecho fúnebre y tálamo nupcial, de modo que la pintura, sólo a partir de una cama, da cuentas de la ambivalencia profunda de la historia; pues mirada a distancia –y es lo que requiere la sabia arquitectura del cuadro– la escena es, si se quiere, una exhibición de miembros entrelazados y compuestos, de modo que uno pueda leerla indistintamente como una tabla de carnes o como una combinación de posiciones amorosas: si las dos mujeres hubieran querido violar al general, no habría para ellas una posición mejor.
Aquí reside la fuerza del cuadro: en la inversión abrupta de los roles. Del modo clásico, lo patético de la escena debería estar en lo religioso y en lo patriótico; sin duda lo está, pero se sobrepone otra ideología que a nosotros, modernos, nos resulta de evidente lectura: la reivindicación femenina. La primera genialidad está en haber colocado en el cuadro a dos mujeres, y no a una sola, mientras que en la versión bíblica la sirvienta espera afuera: dos mujeres asociadas en el mismo trabajo, con los brazos entrelazados, conjugando sus esfuerzos musculares sobre un mismo objeto: acabar con una masa enorme cuyo peso excede las fuerzas de una mujer: ¿no estaremos ante dos obreras que desuellan un puerco? Esto se asemeja a una operación de cirugía veterinaria. Sin embargo (segunda genialidad), la diferencia social de ambas mujeres ha sido remarcada con agudeza: el ama sostiene la carne de lejos, asume un aire asqueado, aunque resuelto: su ocupación ordinaria no es la de matar al ganado; la sirvienta, por el contrario, mantiene un rostro tranquilo, inexpresivo: sostener la bestia es para ella un trabajo como otros: miles de veces en el día se dedica a tareas así de triviales. Finalmente, invierta la imagen y lea con toda calma la fisonomía de Holofernes, es un rostro bien personalizado, y esto de un modo sorprendente, ¿pues en su posición (su función) era necesario que se pareciera a alguien? Y sin embargo, con la boca entreabierta, este individuo (y no sólo este personaje) observa: ¿qué observa? Este cuadro tan claro, tan fuerte, lleva también los rasgos figurativos de una novela: de participar en una suerte de energía literaria le viene su belleza.
* Publicado en Palabra por palabra: Artemisia, catálogo de exposición de Artemisia Gentileschi en la galería Yvon Lambert, de París, en 1979. Esta traducción apareció originalmente en el número 45 de la revista Unión, 2002, que incluyó un dosier dedicado a Barthes con cartas, fotos, artículos y ensayos del autor de El grado cero de la escritura.