Retrato de Bashō, Ichijun
Retrato de Bashō, Ichijun

El secreto de la poesía radica en pisar la senda intermedia entre la realidad y la vacuidad del mundo.
Bashō

Resumen biográfico

Cualquier enciclopedia o diccionario biográfico informa a grandes rasgos sobre la vida de Matsuo Bashō (1644-1694), nacido Matsuo Kinkasu, luego Munefusa, y devenido el más célebre de los poetas japoneses en todo el mundo. Su obra, venerada también en Japón (el verbo venerar no es una hipérbole: en el centenario de su muerte fue canonizado y convertido en deidad shinto; trece años después la corte imperial le otorgó el mismo honor: kaisei o santo), suele identificarse con ese género de composición poética comúnmente llamado haiku, que en la época de Bashō aún era el hokku, primera estrofa de un renku o poema colectivo de estrofas enlazadas.

El poeta nació en Ueno, en la provincia de Iga, al sureste de Kioto, y su vida transcurrió en el primer siglo del llamado periodo Edo, la época en que Japón se unificó bajo el régimen militar de los Tokugawa, y cuyo máximo esplendor cultural se consiguió en la era Genroku (1688-1704), cuando se empezaron a ver los resultados de la paz prolongada: una nueva clase de comerciantes prósperos amplió la base social del mecenazgo y “democratizó”, por así decirlo, el gusto cultural, al proponer modelos diferentes a los ideales cortesanos de la era Heian.

Bashō provenía de una familia modesta. Poco se sabe de su madre, excepto que nació en la provincia de Iyo, Shikoku. Su padre, Yozaemon Munefusa, campesino reconvertido en samurái, tenía cierta formación letrada, pues llegó a ganarse la vida dando clases de caligrafía, y sin duda educó a Bashō (segundo y último varón entre seis hermanos) por encima de los parámetros habituales de la época. Esa educación explica por qué, siendo casi un niño, Bashō consiguió entrar como paje de bajo rango al servicio de Tōdō Yoshitada, familiar del daimyo o señor del clan local, amante de la poesía y conocido por el tengo (o pseudónimo literario) Sengin.

“Poesía” en este caso quiere decir haikai no renga, un tipo de poema de estrofas encadenadas de tono humorístico que era muy popular en esa época, y que tuvo su esplendor bajo el maestrazgo de Kitamura Kigin (1624-1705), poeta y crítico de la escuela Teimon, bajo cuya influencia Bashō escribió sus primeros versos.

En 1662, Bashō publica su primer poema conocido. Con veinte años, dos de sus hokku, escritos bajo el primero de sus pseudónimos –Sōbō, la transcripción onʼyomi de su apellido de samurái; Munefusa, si leemos los caracteres a la manera japonesa– se incluyeron en una antología publicada en Kioto. Al año siguiente participó junto con Kiguin y otros poetas consagrados en un renga de cien estrofas para conmemorar la muerte del fundador de la escuela, Matsunaga Teikoku (1571-1653). Famosa por su uso del ingenio efectista, la escuela Teimon/Teikoku, también llamada “viejo estilo”, propugnaba hacer saltar la chispa poética con el uso humorístico de ciertos juegos de palabras y referencias literarias. Así como los mercaderes habían empezado a ganar visibilidad social durante el periodo Edo, modificando el gusto clásico hacia patrones más extrovertidos, en esta poesía se nota una correlativa necesidad de lujo verbal, cierta ostentación del artificio.

En el verano de 1666, Yoshitada muere repentinamente con solo 25 años, y Bashō pierde a su protector y amigo. Desolado, decide abandonar Ueno y al clan que lo había acogido. Los biógrafos llevan siglos preguntándose por las causas de esta decisión y supliendo la escasez de registros documentales con toda clase de teorías. Se cree que quiso establecerse como campesino; que se vio involucrado en líos amorosos (con la viuda del fallecido, según algunas hipótesis); que se dedicó a vagabundear o se hizo monje; que pensó incluso en el suicidio (lo habría disuadido una ley de la época contra la autoinmolación); y que no gozaba de la simpatía del hermano menor de su protector, nuevo heredero del clan Tōdō. Sí es seguro que durante esos años confusos Bashō consolida su formación literaria. Se va a Kioto, donde estudia caligrafía, filosofía y poesía, y sigue escribiendo versos que serán incluidos en varias antologías.

En la primavera de 1672 se muda a Edo (otra decisión controvertida), tal vez porque, en tanto joven ambicioso en busca de futuro, se da cuenta de que para hacer carrera literaria es preferible alejarse de Kioto, donde ya había bastantes –y famosos– maestros de haikai. En cambio, la nueva sede del shogunato estaba en expansión y le ofrecía más oportunidades de cumplir sus sueños. Ese mismo año se autopublica su primer libro importante, la antología Kai-ōi (Torneo de conchas), en la que empareja 60 hokku de autores locales sobre un mismo tema y decide el ganador para cada uno de los 30 rounds reseñados. El libro (cuyo título alude a una antigua variante del juego conocido como uta karuta, en la que los poemas se dibujaban sobre conchas en vez de naipes), le sirve como carta de presentación: ya es, al mismo tiempo, poeta y árbitro. Aún no se dedica por completo a la poesía, y por esos años hará todo tipo de trabajos (ayudante de un médico, escriba e incluso un puesto oficial en el Departamento de Abastecimiento de Agua de Edo) para ganarse la vida. En 1674 pasa a formar parte del reducido círculo de profesionales del haikai y recibe enseñanzas del propio Kiguin.

- Anuncio -Maestría Anfibia

La mudanza a Edo pone a Bashō en contacto con la escuela Danrin, la otra gran corriente del haikai no renga de esa época, opuesta a la Teimon y caracterizada por la ruptura (término que en la tradición japonesa debe ser observado con prudencia) de ciertos moldes rítmicos y formales, la necesidad de forzar el lenguaje (a costa de cierta oscuridad) y la incorporación de elementos antes considerados “vulgares” o incluso escatológicos. Representantes de una cultura urbana en expansión, los seguidores de la escuela Danrin arrojaron una mirada irónica e irreverente sobre la tradición y los tópicos del waka clásico, y se permitieron mayor libertad en los temas, las metáforas y el tono, a veces un tanto disparatado, de sus composiciones. Una de sus principales técnicas era la comparación sorpresiva, recurso en el que Bashō alcanzará gran maestría.

La influencia de la estética Danrin en la obra y la carrera de Bashō se acentuará a partir de 1675, cuando el jefe de la escuela, Nishiyama Sōin (1605-1682), un samurái reconvertido en monje, es invitado a Edo y nuestro poeta participa en la composición del poema colectivo con que se le recibe. En esta ocasión utiliza por primera vez otro de sus pseudónimos: Tōsei (Durazno Verde).

Hacia 1677, Bashō decide crear su propia escuela poética, llamada Shōmon. Tiene suficientes alumnos de talento (Sampū, Ransetsu, Kikaku…), que además de recibir sus consejos literarios hacen aportaciones económicas para mantener a su maestro, consolidar la escuela y darla a conocer por todo Japón a través de viajes y publicaciones. Ese año participa en un importante concurso (gana nueve sesiones, pierde cinco y empata seis), una famosa antología incluye una treintena de poemas suyos, y su nombre empieza a circular entre los críticos al mismo nivel de varios maestros consagrados. En 1680 lo encontramos dedicado por completo a su oficio de poeta y corrector (algo así como un profesor de escritura creativa de nuestra época, que cobrase por corregir versos), con unos veinte discípulos a su cargo. Publica luego Tōsei-Montei Dokugin nipu kasen, antología con los mejores poemas de “Tosei y sus discípulos”, en los que está resumida su estética del kasen o renga de 36 estrofas. Sus alumnos Sampū y Kikaku también publican recopilaciones de poemas. En el invierno de 1680, sus estudiantes le construyen una cabaña en una parte rústica de Edo.

Es difícil resumir en pocas palabras la estética de esta nueva escuela que Bashō funda al mismo tiempo que busca su identidad como poeta y absorbe las influencias de la poesía clásica china. A esas alturas, ya ha tomado distancia de las proezas formales de sus primeros años, de esa habilidad que le permitía jugar con las palabras y desplegar una erudición basada en la imaginería y los tópicos cortesanos, pero se ha alejado también de la ironía y las innovaciones temáticas de la “plebeya” estética Danrin. No trata de ejercer la libertad de la parodia, sino de ir más allá, hacia un punto en que la espiritualidad no está reñida con el humor, y el diálogo con los antiguos maestros se da en formas más naturales que la ostentación erudita. Bashō busca trascender una perspectiva de forma/contenido para centrarse en ciertos efectos de yuxtaposición y sugerencia que se alejan tanto de la ingeniosa referencia letrada como de la simple carcajada o la sorpresa frívola. Su objetivo es generar un efecto poético a partir de asociaciones motivadas por una sensibilidad nueva, basada en la afinidad sensorial de los elementos y no en el mero ensamblaje de palabras o conceptos. Es la época en que juega con la sinestesia y eleva la perspectiva del hokku sobre una mera descripción del paisaje natural, hacia la idea del poema autónomo, poema-microcosmos, que servirá para reflexionar sobre la naturaleza humana y su encaje en el mundo. Por supuesto, su poesía no renuncia a las sutilezas del humor o del ingenio, pero sus haikus más característicos tienen un tono más serio, e incluso trascendente.

La producción de esos años abre, según los críticos, una nueva senda en la historia del haikai: se trata de una poesía íntimamente vinculada con la experiencia del poeta, aunque mediada por un continuo diálogo con la poesía clásica china y con la obra de otros poetas japoneses, como Saigyō o Sōgi. Su experiencia vital de renuncia y austeridad lo lleva también a valorar los objetos de la vida cotidiana, que adquieren especial protagonismo como motivos poéticos para explorar “lo alto en lo bajo, lo espiritual en lo mundano, la riqueza en la pobreza”.

En el invierno de 1680, Bashō toma la decisión de establecerse al otro lado del río Sumida, en Fukagawa, un tranquilo distrito en las afueras de Edo. Allí le han construido su cabaña y unos meses después su discípulo Rika le regala la planta de banano (bashō), una especie que no da fruto y que en aquellas latitudes no dejaba de ser un poco exótica. Plantado junto a la choza, el banano pronto dará nombre al residente en la “cabaña del plátanero”. De ahí su pseudónimo literario definitivo, que empieza a usar en 1682.

Sin embargo, justo cuando todo parece irle bien, y ha conseguido un lugar de retiro lejos de la gente y cerca de la naturaleza, el poeta atraviesa su primera gran depresión. Empieza a practicar la meditación Zen bajo la guía del monje Butchō (1642-1716) y al parecer acaricia incluso el proyecto de encerrarse en un monasterio, pero al final se conforma con dar vueltas sobre su propia melancolía y desilusión. Dos acontecimientos vendrán a empeorar ese estado de ánimo: en enero de 1683, un incendio que casi le cuesta la vida destruye su nueva cabaña, junto con una gran parte de Edo. Unos meses después, en agosto, muere su madre (el padre ya había fallecido en 1656) y Bashō confirma su sensación de orfandad. La poesía y la amistad de los discípulos serán su refugio y alivio temporal a sus pesares. Viaja a Yamura para quedarse en casa de un amigo. En 1683 se publica Minashiguri (Castañas resecas; private joke de su discípulo Kikaku: alusión a frutos modestos y deformes que no sirven para nada y que nadie recogería) y al año siguiente Fuyu no hi (Sol invernal o Día invernal), “el primer libro importante que muestra la dirección hacia la que Bashō quería dirigir el esfuerzo por crear su propio estilo poético” (Ueda).

En septiembre de 1684, con el pretexto de visitar la tumba de su madre, Bashō emprende el primero de una serie de viajes por el oeste de Japón. A su relativo apartamiento suma ahora la imitación del estilo de vida itinerante de los poetas que más admira. Quiere contemplar con sus propios ojos los utamakura (“almohadas de poemas”), lugares que la poesía clásica había hecho famosos, y colocarse literalmente en el lugar de esos grandes referentes que lo han precedido. Viajar será para él una forma de dialogar con los poetas del pasado.[1]

Por supuesto, detrás de esos viajes hay también la voluntad de contribuir a expandir y consolidar su propia escuela poética, ganar nuevos discípulos y buscar eventuales mecenas para su particular estilo de vida. Los críticos coinciden en que estos años de errancia se corresponden con el clímax del estilo de Bashō, asociado al sabi, un principio de inmersión en la naturaleza, a través del cual el poeta encuentra también la manera de relacionar lo finito con lo infinito. En muchos de los haikus de esa época de madurez, Bashō usa comparaciones de las que sólo nos muestra con precisión una mitad: lo infinito, la inmensidad, la fuerza o indiferencia del universo prevalecen y el lector tiene la sensación de ser rechazado, absorbido o disuelto por esa instancia mayor.

Al mismo tiempo, en esa frialdad esencial del universo puede leerse la capacidad de la naturaleza para protegerse de la hostilidad de los elementos. Árboles, plantas, flores y hierbas mantienen un equilibrio que garantiza su duración. No tratan de ser otra cosa que ellas mismas, cumplen con una suerte de destino intransferible. En esa mirada hay también la aceptación de que los seres humanos tenemos algo en común con todas las cosas, el reconocimiento de cierta manera especial de comunicarnos en esencia con los mundos vegetal y mineral. Su poesía será el descubrimiento de esas correlaciones, de esa novedad (atarashimi) de la percepción, más que de la forma. Unos crisantemos pueden ostentar la misma tranquilidad de un monje que sorbe su té, y la palmada de un peregrino puede «despertar» el amanecer y transfigurar el paisaje. Sólo esa solidaridad existencial de los seres vivos y las cosas que los rodean conseguirá rebasar su soledad poética.

A su regreso de la provincia de Kai, sus amigos le construyen otra cabaña. Entre 1684 y 1691, cuando ya es el poeta más admirado de todo Japón, Bashō hará cinco viajes (a Kashima, en el otoño de 1687; al oeste, repitiendo el trayecto de 1684; al monte Yoshino; a Nagoya y Sarashina en 1688…). Para ello vende su cabaña y se hospeda por el camino, en posadas o aprovechando la hospitalidad de mecenas y curiosos. Esos recorridos, generalmente en compañía de algún discípulo y amigo, le permiten, además, dedicarse a un género, el haibun o diario de viaje, donde los poemas se mezclan con un tipo de prosa cuyo estilo Bashō irá perfeccionando durante años hasta convertirla en prosa poética. De sus cinco diarios de viaje, el más famoso y logrado es Oku no hosomichi, recuento de un prolongado “viaje al interior”, emprendido en la primavera de 1689 con su discípulo Kawai Sora (1649-1710) por las provincias del norte de Honshu (la isla principal del archipiélago de Japón), donde Bashō se toma la libertad de modificar los hechos, alterando parte de itinerario e inventando, incluso, algunas escenas.[2]

Aunque la perspectiva de estos largos viajes lo alegraba, por otro lado le creaba cierta inestabilidad. Bashō estaba seguro de que moriría en algún punto de esa red de caminos, que en la época estaban asolados por maleantes y otros peligros. (Su primer haibun se titula Diario de un esqueleto a la intemperie, y narra, entre otras cosas, la terrorífica visión del esqueleto de algún viajero sin suerte, abandonado al borde de un sendero poco transitado). Estos periplos, mayormente a pie, pero también a caballo o en barca, implicaban esfuerzo y desgaste físico. Sin embargo, como confiesa Bashō, siempre que regresaba a casa lo rondaban la tentación y la impaciencia provocadas por “el Dios del Viaje”, la idea de volver al camino, de ir más allá de los trayectos previos y explorar nuevos horizontes. Cuando estaba de viaje, su estado de ánimo tendía a mejorar y sus incomodidades se disipaban. Disfrutaba más, no sólo del paisaje y las características de las estaciones, sino de la amistad y las relaciones humanas. En el viaje parecía haber encontrado una paradójica serenidad espiritual.

Estatua de Bashō en la prefectura de Mie
Estatua de Bashō en la prefectura de Mie

Al renunciar a la estabilidad de una vida social en los círculos literarios urbanos y dedicarse a vagar por el país en busca de inspiración para sus escritos y nuevos lectores de su obra, Bashō consiguió redondear la imagen ejemplar de un poeta en el que, como ha escrito Aurelio Asiain, “vocación y destino coinciden con plenitud, en feliz acuerdo con el mundo y como ansia cumplida de realidad. […] La imagen del asceta peregrino que sale a la intemperie para encontrar la íntima verdad está sin duda en el origen de la popularidad de Bashō entre nosotros, y no es difícil encontrar reflejos de esa imagen, más o menos deformada, en distintas corrientes de la poesía occidental de los últimos cien años”.[3]

Sin embargo, las preocupaciones mundanas seguían tocando a su puerta. Entre 1691, año en que sus discípulos Kyorai y Bonchō recopilan la antología Sarumino, y 1693, Bashō disfruta de su fama en una cabaña recién construida, no lejos de su antigua residencia en Fukagawa, a la que trasplanta su viejo banano. Allí pronto se le suman un sobrino tuberculoso, Toin, del que debe hacerse cargo, y, como vecina, una mujer llamada Jutei –ex-monja, que algunos biógrafos relacionan con una relación amorosa que tuvo el poeta en su juventud– más sus tres hijos. Uno de ellos, Jirōbei, se muda con Bashō para ayudarlo en el cuidado del enfermo. Entre una cosa y otra, el poeta no encuentra tiempo para su ansiada soledad. Viene gente a visitarlo desde todos los lugares de Japón, y donde quiera que llega parece haber un grupo de personas ansiosas por convertirse en sus discípulos. La cantidad de compromisos sociales lo lleva a practicar otro retiro en 1693, cuando abrumado por la obligación de cuidar de su sobrino, que morirá poco después, se niega a recibir visitas y se encierra en su cabaña. El tono de su poesía se vuelve más nihilista, con el fondo amargo de una insatisfacción. También de una nueva búsqueda, que lo impulsa a moverse desde el mundo de la naturaleza al de los hombres. Su estilo entra en una nueva fase: ahora el poeta predicará la estética de la ligereza o levedad (karumi), que exige prescindir de cualquier tipo de efecto decorativo o preciosismo técnico para centrarse en motivos cotidianos, presentados de una manera despojada y accesible. Algo de eso puede apreciarse en sus antologías finales: Sumidawara (Saco de carbón, 1694); Betsuzashiki (Un cuarto aparte, 1694) y Zoku Sarumino II (La continuación de Sarumino, editada en 1698).

En el otoño de 1693, Bashō comienza a reanudar poco a poco su vida social. Después de rebasar, por así decirlo, su fase sabi, y decepcionarse también de las virtudes del retiro y el diálogo contemplativo con la naturaleza, alcanza, según los comentaristas, un momento de aceptación de las “cosas como son” que implica asumir la imposibilidad de escapar de sus semejantes. El poeta es también un hombre cuya única alternativa es cargar con sus imperfecciones y sonreír ante ellas. Si uno lee la poesía de Bashō en orden cronológico se da cuenta de que la mayoría de sus poemas finales tratan sobre ese mundo humano e imperfecto. Ya no hay escape hacia la naturaleza, sino una especie de resignación poética que lo hace mirar aquello que lo rodea con otros ojos. También en esta etapa final seguirá escribiendo sobre el paisaje, pero su diapasón se abre: ahora todas las cosas, humanas y no humanas, tienen cabida en sus poemas.

En una estética regida por el sabi había una conveniente disolución del ego en la serenidad de la Naturaleza, que proporcionaba alivio a ciertas incertidumbres y ayudaba a repensar el origen de los deseos tormentosos. Con el karumi, mencionado por primera vez en su obra durante la primavera de 1690, Bashō trata de captar el modo en que el hombre puede permanecer relacionado con lo mundano sin enturbiar su paz espiritual. Esa “ligereza” es también la actitud de aceptar las cosas como vienen: ese monje que barre y se olvida de lo que barre, ese poeta que descubre al ladrón de fin de año con una sonrisa. ¿Consiguió Bashō rebasar su trayecto de desespero y misantropía? Resulta difícil arriesgar una certeza, pero lo es menos ver cómo su poesía sufre un cambio: se vuelve menos propensa a lo emocional, aligera las técnicas de enlace entre los versos y se despoja casi por completo de verbos (porque para Bashō era el verbo el que cargaba con el bagaje de emociones del poema).

A comienzos de 1694 hace un nuevo viaje por la costa del Pacífico acompañado por Jirōbei. Pasa por Nagoya, donde sus discípulos han tenido algunas disputas relacionadas con su reciente cambio de estilo. Poco después, en junio, muere Jutei; Jirō regresa a Edo y Bashō se dirige a Ueno y luego a Kioto, en un viaje que parece una despedida de sus parajes natales. Mientras tanto, su escuela cobra cada vez más prestigio.

Vuelve a Edo a finales de agosto. Hace una pausa en Nara, donde disfruta del Festival de los Crisantemos. El deseo de difundir el nuevo estilo marcado por el karumi le hace ponerse de nuevo en marcha hacia Osaka, a donde llega exhausto. Su salud ha empeorado sin remedio. El 12 de octubre (28 de noviembre según el calendario actual) de 1694, rodeado de discípulos que se esfuerzan por cazar las abundantes moscas que hay en la habitación, Bashō fallece en Osaka, de una complicación de sus viejas afecciones estomacales. Está enterrado en Otsu (prefectura de Shiga), a orillas del lago Biwa, en el pequeño templo Gichu-ji, junto al célebre guerrero Minamoto Yoshinaka.

Bashō (de pie), Yoshitoshi, 1891
Bashō (de pie), Yoshitoshi, 1891

Waka, renga, haikai, hokku y haiku

Durante muchos siglos, en Japón el término “poesía”, uta, se aplicó sólo al modelo formal del tanka, una estrofa breve, de 31 sílabas, organizada en versos sucesivos de 5-7-5-7-7 sílabas. A esa forma se refieren incluso leyendas mitológicas sobre el origen de Japón, y es la que predomina en dos grandes antologías fundacionales de la literatura japonesa: el Manyōshū y el Kokinshū (abreviatura de Kokinwakashū) así como en todas las recopilaciones canónicas posteriores (entre las que destaca, por su popularidad, el Hyakunin Isshu). Hasta el siglo XII existieron también otros moldes poéticos (por ejemplo, el chōka, o “poema largo”, asociado a usos elegíacos o loas cortesanas), pero fueron decididamente minoritarios o terminaron por desaparecer.

Desde sus comienzos, el tanka o “poema breve”, consagrado casi en exclusiva a asuntos sentimentales o amorosos, constó de dos partes: se dividía en kami no ku, “versos superiores” de 5/7/5 sílabas, y un shimo no ku, “versos inferiores” de dos líneas de 7 sílabas cada una. También desde el principio, el tanka fue una forma colaborativa de poesía: era costumbre que mostrara una suerte de diálogo en el que una persona componía los versos iniciales y otra, su interlocutor, lo “tapaba” con los dos versos finales.

De esta costumbre de completar los versos del waka surge la práctica del renga o poema colectivo de versos enlazados. El proceso es el mismo, pero la colaboración se extiende al añadir una unidad de 5/7/5 sílabas que acota el 7/7 anterior y produce al mismo tiempo una nueva unidad. A ello se le agrega un 7/7 adicional que tapa el 5/7/5 y así sucesivamente: el resultado es una serie de estrofas enlazadas que (siempre en unidades de 5/7/5 y 7/7) forman una cadena. Lo más importante es que esta secuencia resultante no se produce ni se lee como una simple progresión lineal. La atención del poeta –y del lector– siempre está en el vínculo entre la estrofa anterior y la siguiente estrofa.

Esos primeros poemas de estrofas enlazadas, llamados kusari renga, que comenzaron como un juego para disolver la tensión después de los concursos de tanka –un asunto muy serio en la corte de la época Heian– dejaron lugar con el tiempo al haikai no renga, de códigos más abiertos y relajados. El significado de haikai, según lo establecen sus antiguos caracteres chinos, es “versos cómicos” o “humorísticos”. El término distingue a una forma de verso vinculado que no se considera lo bastante “seria”. Y aquí nos adentramos en el pantanoso territorio de la diferencia entre las sutilezas armonizadoras del tanka y este otro tipo de poesía-divertimento, vinculada a una experiencia menos personal y más informal, inseparable de lo lúdico.[4]

Lo que tenían en común el waka, el renku y el haikai era justo esa primera estrofa con una estructura de 5/7/5 sílabas. Durante el periodo Edo, como hemos dicho, el gusto poético cambió y las competiciones de waka cedieron su lugar a las sesiones colaborativas de renga. Ese cambio modificó también el orbe temático: a diferencia del waka, en el hokku quedaban excluidos los temas personales y amorosos. Una limitación que fue resultado de su condición de primer eslabón de un poema de estrofas enlazadas, entre cuyas convenciones estaba la de que esos temas nunca debían aparecer al comienzo.

Al seguir las nuevas reglas, el hokku se convirtió en una especie de firma poética que, a la vez que cumplía con el requisito de lo impersonal, también era coherente con la experiencia vivida y las lecturas de la tradición que hacía el poeta invitado a iniciar un renga. Su característica formal más sobresaliente podría ser lo que Sonja Arntzen llama “una apertura sin cierre”, es decir, la captura de una percepción o sentimiento que no se desplaza hacia un “cierre” o conclusión.[5] Su relación con la segunda estrofa, el waki o wakiku (verso acompañante), es de “resonancia”. Parte del atractivo y la popularidad del hokku es que apela a una respuesta en la mente del lector. Es el lector quien debe completar su sentido, algo que, desde luego, tiene que ver con su origen lúdico y con el gusto japonés por la sugerencia.

Un lector moderno, que ya ha asimilado la concepción acuñada por Shiki, del haiku como poema autónomo, debería recordar que cada haiku que Bashō escribió alguna vez fue concebido como un posible punto de partida para una sesión-poema de estrofas enlazadas. Las principales prescripciones del haiku tradicional (que incluya un kigo o palabra estacional, y un kireji o “palabra de corte” para marcar una pausa interna en la estrofa) están relacionadas con este papel del hokku como apertura de una sesión de haikai. El hokku era compuesto en el lugar, generalmente por el poeta más antiguo o respetado del grupo. Tenía que capturar, por lo tanto, el momento temporal de la sesión; así el kigo se convirtió en requisito obligatorio. (También por una cuestión de economía verbal: mostraba la fecha, pero dentro de la propia composición, a diferencia, por ejemplo, de los extensos títulos aclaratorios que solían preceder a los tanka). Al mismo tiempo, en tanto eslabón inicial, debía ser satisfactorio como unidad completa. (“Si le agrego algo –dijo Bashō una vez– sería como agregar un sexto dedo a una mano”). Las “palabras de corte” crean una pausa versal interna, y ayudan a dar una sensación de integridad, sin producir un cierre definitivo. Esta paradójica “estructura cerrada sin cierre” hizo posible cultivar la apreciación del hokku como estrofa independiente. Con el tiempo se empezaron a publicar algunas colecciones de hokku, que a su vez allanaron el camino para la transformación moderna del hokku en haiku.

Pero conviene no olvidar que, al menos durante el periodo Edo, el hokku era inseparable de la práctica de haikai. Bashō no se ganaba la vida vendiendo sus libros de hokku, sino como profesor o maestro de taller literario, que ayudaba a sus discípulos a escribir mejores poemas y les enseñaba las técnicas de enlace y otros recursos poéticos para las sesiones de haikai. Sus viajes por el país fueron financiados por la existencia de grupos o talleres incluso en las ciudades más pequeñas a lo largo de su ruta. Allí lo recibían, lo alimentaban, le daban regalos y donaciones para ayudarlo en su trayecto, y por supuesto, en cada parada del itinerario lo más destacado y memorable era esa sesión festiva de poesía, donde se producía un renga, y donde también, muchas veces, se apostaba por quien compondría los mejores versos.

Los primeros renku clásicos eran más largos (unas cien estrofas) y tenían carácter litúrgico –es decir, estaban asociados a celebraciones religiosas o funerarias–.[6] Pero a medida que la nueva y pujante clase de los comerciantes participaba del pasatiempo en boga y modificaba los patrones del gusto literario, el renga se fue haciendo más corto para poder cubrir las exigencias prácticas de una noche o un día de fiesta. Bashō tuvo mucho que ver en esta transformación: se especializó en un tipo de renga corto, de 36 estrofas enlazadas, llamado kasen.

Matsu Bashō montando a caballo, dibujo por Sugiyama Sanpu
Matsu Bashō montando a caballo, dibujo por Sugiyama Sanpu

¿Cómo se hace un kasen?

Tómense más de dos y hasta nueve poetas japoneses del periodo Edo, preferiblemente amigos (aunque esa amistad no excluya la envidia o la maledicencia), y siénteselos, acuclillados, en un elegante saloncito con tokonoma y esteras. Deles de comer bien y sírvales abundante sake. Cada uno de ellos persigue el mismo propósito, que ha sido el motor de la inspiración de todos los poetas en todas las épocas: representar el honi, la naturaleza esencial, el corazón o el alma de las cosas. Pero cada uno carga también con el peso de un código: todos son lectores devotos y discípulos de maestros precedentes, parte de una tradición, en este caso, la de la poesía tradicional, clásica y cortesana, que a su vez hereda muchas convenciones de la poesía clásica china. El propio término kasen (que significa “inmortales poéticos”) fija el marco de estos antepasados: un conjunto ideal que, según la numerología china, debía estar compuesto por 36 elementos.

El hecho de entretenerse con algún pretexto más o menos serio (una ceremonia conmemorativa o la despedida de un amigo) en la composición de un poema colectivo sobre temas que parecen, a la vez, eternos y renovados, libera a estos poetas, pero sólo hasta cierto punto: como en cualquier juego, deberán seguir ciertas reglas, equilibrar cualquier exceso de novedad. (Incluso en la modalidad del kasen individual, llamada dokugin, el mérito del poeta radica en su habilidad para proyectar otras voces con la propia: convertirse en la caja de resonancia de múltiples estilos fantasmales que dialogan entre sí).

Las circunstancias de la composición también son importantes: están sentados (en cada sesión o za, que significa “sentada/sentarse”) unos frente a otros en el momento de componer, y cada estrofa declamada recibe, por lo tanto, una crítica inmediata: los otros poetas, que son también parte del público, pueden soltar suspiros admirativos o risotadas burlonas. Pero sin exagerar: tratándose de un renku o poema colectivo, cualquier exceso individual está matizado. Si una buena estrofa no encaja con el resto no se considerará lo bastante buena. Tampoco una que sea demasiado sosa o previsible. Todos los versos y estrofas deben avanzar juntos hacia un horizonte que sólo se irá precisando dentro del propio azar reglamentado. Los poetas no se levantan hasta que han terminado el poema.

Establezca entonces un árbitro, alguien que se ocupará de comprobar el cumplimiento de las reglas y de caligrafiar cada estrofa leída en cuatro folios o kaishi: en la primera página, 6 estrofas; en la segunda página, 12 estrofas; en la tercera página, otras 12 estrofas y en la cuarta página, las 6 estrofas finales. En total, 36, que es la norma de esta modalidad colectiva del renga.

Cada una de estas líneas, que los críticos llaman indistintamente “versos” o “estrofas”, son unidades poéticas en sí mismas. En general, el patrón silábico es la alternancia de estrofas con estructura de 5/7/5 sílabas o ku (para nosotros sería un terceto, aunque en japonés es todo una sola línea vertical) y un dístico de 7+7 ku. Siempre se comienza con un terceto y se termina con dístico. Estas progresiones de alternancias deben dar lugar a nuevos poemas. Como si fuera un calidoscopio, cada nueva intervención aporta un nuevo punto de vista y replantea todo el conjunto.

En la cabeza de nuestros poetas, incluso cuando ya están medio borrachos por culpa del sake, hay no sólo una biblioteca de clásicos sino también una especie de gráfico de categorías, que es también un orden para la variedad de todas las cosas, tanto en el mundo natural como en el humano. Un recurso semejante a aquella mansión que Frances Yates detalló en The Art of Memory a propósito de los filósofos renacentistas. Se debe escapar del libre azar, tanto como de la monotonía. Las categorías o temas principales son las cuatro estaciones y la miscelánea. Las subcategorías incluyen temas como amor, viaje, lamento, budismo y shinto. Las categorías menores están asociadas al léxico (las montañas, la vivienda, las aguas).

La crítica erudita ha detallado las convenciones del kasen, y sus relaciones con los renku más largos y complejos de cien estrofas (hyakuin). Voy a resumir aquí uno de esos estudios, hecho por Toshiko Yokota, que sólo se ocupa de las más importantes.[7] Las reglas que rigen el funcionamiento de toda la secuencia son la serie combinada de categorías temáticas y léxicas, y de las restricciones en la repetición de estas categorías y de ciertas palabras en cada estrofa.

La clave del proceso o Primera regla es la serialización: la armonía entre el orden y la variedad. Que se establece en cuatro grandes bloques temáticos:

(1) Primavera y Otoño (estas categorías deben prolongarse al menos tres estrofas, y hasta un total de cinco estrofas).

(2) Amor (esta categoría debe prolongarse al menos dos estrofas y puede continuar hasta cinco estrofas.)

(3) Verano, Invierno, Viajes, Shintoísmo, Budismo, Lamento, Cosas nocturnas, Montañas, Aguas y Vivienda (a estas categorías se le pueden dedicar hasta tres estrofas).

(4) Cosas que caen, plantas, lugares famosos y otras cosas (estas categorías léxicas pueden prolongarse hasta dos estrofas.)

La apreciación de las estrofas de las categorías Primavera, Otoño y Amor tenía que ver con ideales tradicionales de la belleza, heredados de la poesía cortesana.

Segunda regla: Restricciones a la repetición. Se considera que tres estrofas seguidas son la unidad básica de una secuencia. La segunda estrofa nunca debe estar demasiado cerca de la primera en su significado, referencia, pronunciación o asociación, y la tercera nunca debe volver a la primera. Evitar la repetición es la regla fundamental. Otras reglas enlistan cosas que pueden aparecer sólo una vez, o dos, tres, cuatro y cinco veces en el total de 100 estrofas, un hyakuin (forma anterior al periodo Edo, que es el máximo de la “poesía enlazada”). Estas palabras invocan imágenes fuertes y, por lo tanto, se les permite aparecer sólo un determinado número de veces en una secuencia. Como un kasen es aproximadamente un tercio de un hyakuin, todas las cosas a las que se les permite aparecer tres veces en un hyakuin pueden aparecer sólo una vez en los renga más breves. Por regla general, en un kasen es aconsejable evitar el uso de la misma palabra. Ejemplos de la restricción en la repetición: palabras como peonía, hojas carmesí, narcisos, dragón, sangre, fantasma y otras pueden aparecer sólo una vez en cada secuencia ya que propician imágenes sorprendentes.

Tercera regla: Los intermedios o entreactos. Las reglas del intermedio también sirven para crear diversos patrones, y evitar que un verso “choque” con el anterior.

(1) Categorías como Primavera, Verano, Otoño, Invierno, barco, sueño, lágrimas, luna, almohada, humo, posada, casa, lluvia, hombre, mujer, etc. deben estar separadas por más de cinco estrofas.

(2) Palabras como mano, boca, montaña, río, pájaro, azul, amarillo, rojo, blanco, negro, amor, transitoriedad, lamento, etc. deben estar separadas por más de tres estrofas.

(3) Las referencias al shintoísmo, el budismo, los seres vivos, los árboles, las hierbas, las cosas nocturnas, las cosas que caen, los lugares famosos, etc. deben estar separadas por más de dos estrofas.

Cuarta regla: La columna vertebral de un kasen = hokku (primera estrofa) + wakiku (segunda estrofa) + daisan (tercera estrofa) + ageku (última estrofa de una secuencia).

Convencionalmente, temas como el shintoísmo, el budismo y el amor no pueden aparecer en el primer lado de la primera hoja o kaishi. Sin embargo, el hokku, la obertura, puede tocar cualquier tema, siempre y cuando incluya un kigo, palabra estacional, que concuerde con la temporada en que se realiza la sesión poética. Es costumbre que el invitado principal salude al maestro o anfitrión de la sesión, incorporando en esa primera estrofa referencias al tiempo, el lugar y la ocasión de la velada poética. Un hokku también debe tener un kireji (palabra de corte que marca el final de un verso o tramo silábico), y debe sostenerse como poema independiente. En el wakiku, el poeta debe responder al saludo, y enlazar su estrofa con la misma categoría temática del hokku. Mientras que un wakiku funciona como algo dependiente del hokku, el daisan o tercera estrofa se desvía del primer tema y establece la dirección de la siguiente secuencia. La última estrofa debe terminar con una alusión a la misma temporada que el verso anterior, y no puede introducir un tema nuevo.

Hay también una especie de estructura para la “atmósfera progresiva” del poema, no expresamente declarada pero siempre presente: las primeras seis estrofas se consideran la parte introductoria, donde cada verso debe ser apacible, el vocabulario suele ser familiar y el punto de vista es más bien moderado, como de expectativa, para mantener al lector en suspenso.

Las siguientes 24 estrofas son el cuerpo central del poema, y en esta parte ningún verso debe sorprender al lector con un estilo, tema o imagen demasiado novedosos. Las últimas seis estrofas son una suerte de finale: un tiempo más acelerado, una imaginería más colorida y un lenguaje apacible, siempre ajustado a las reglas, sobre todo en las dos estrofas conclusivas.

Quinta regla: El lugar de las imágenes de la luna y los cerezos en flor. El culto a la belleza de la luna y de las flores del cerezo es inseparable de la poesía tradicional japonesa. Un kasen siempre contenía tres imágenes de la luna y dos de las flores del cerezo, y estas imágenes tenían un lugar fijo en la secuencia. Los lugares de la luna son generalmente la quinta estrofa de la hoja 1 lado 1 (verso 5 de 36), la octava estrofa de la hoja 1 lado 2 (verso 13 de 36), y la oncena estrofa de la hoja 2 lado 1 (verso 29 de 36), mientras que el lugar de las flores de cerezo son la estrofa once de la hoja 1 segunda cara (verso 17 de 36), y la quinta estrofa de la hoja 2 primera cara (verso 35 de 36).

Estas cinco grandes reglas sirven todas al principio fundamental del verso enlazado: una progresión armónica de ideas e imágenes. Como afirma Bashō en Sanzōshi (Tres cuadernos): “Un kasen tiene treinta y seis pasos hacia adelante y ni un solo un paso atrás”. El movimiento del verso enlazado será siempre progresivo. Cada nueva incorporación debe formar un poema con el anterior, como eslabones de una cadena, que van cambiando de “color” por tramos. O como la pintura de un rollo que se despliega poco a poco, según la apropiada metáfora de R. H. Blyth.

Un lector no avisado que se acerque hoy a estos poemas tendrá, al principio, la impresión de estar ante esa forma de composición colectiva que los surrealistas llamaron “cadáver exquisito”. Nada más lejano de la realidad: cualquier kasen está saturado, como hemos visto, de códigos y normas, y su resultado tiene muy poco que ver con aquella libertad imaginativa que pretendían los vanguardistas.

Algunos matices del renga son intraducibles o exclusivos de la sensibilidad japonesa. ¿Qué lector occidental puede apreciar a estas alturas la técnica de enlace que celebraba Kyorai, cuando citaba como ejemplo de suprema habilidad poética la manera en que Bashō había ripostado al díptico Kuromite tataki / Kashi no ki no mori (“Elevado y sombrío / el bosque de los robles”) con tres versos sobre el tópico de los cerezos en flor: Saka hana ni / Chiisaki mon wo / Detsu iritsu (“Entrar, salir / por la pequeña puerta / hacia el cerezo”)? Tal capacidad de apreciación escapa incluso a muchos japoneses cultos de hoy día. A mí, en tanto traductor y, sobre todo, lector, el renku me han procurado curiosos vértigos interpretativos –incluso después de repasar sus glosas, como un ciego que pasea por un esplendoroso paisaje primaveral–. He aprendido un montón de cosas totalmente inútiles, que son las que más me gustan, como el origen cortesano del backgammon y su posterior decadencia hasta convertirse en juego de apostadores compulsivos. O que las flores del azafrán, para que puedan convertirse en un buen tinte, hay que arrancarlas muy temprano por la mañana. O que los maestros de la ceremonia del té tenían una especial preferencia por las flores que llamamos “diente de león”. Detalles vanos y, justo por ello, más gozosos.

Sin embargo, en medio de este derroche de saberes remotos y ajenos, el renku tiene varias cosas que enseñarnos a los interesados en las técnicas de composición poética. Hace algún tiempo me llamó la atención el comentario de Makoto Ueda sobre un pasaje donde uno de los discípulos de Bashō hace, de acuerdo con una de las técnicas-requisitos del renga, un giro radical del ambiente y tono del poema: se disuelve un personaje masculino y de pronto, en los versos que aporta otro de los “jugadores”, aparece en primer plano una mujer. La terminología cinematográfica no es casual. Sobre todo, a partir de las vanguardias, los poetas occidentales muestran claras influencias del cine. En Japón, en cambio –explica Ueda– suele decirse que la técnica del montaje cinematográfico surgió por primera vez con este tipo de poesía colectiva y sus principios de enlace no causal. Curiosa inversión de jerarquías históricas y temporales, apasionante espejo Oriente/Occidente: aquello que suponíamos muy moderno es en realidad antiquísimo.[8]

Posibilidades del hokku

Comparado con otros haijin, Bashō no fue lo que llamaríamos un poeta prolífico: su obra total suma un millar de poemas. Lo que destaca en este corpus es, sobre todo, la variedad de su trayectoria, que el crítico –y tal vez su mejor comentarista, Makoto Ueda– ha dividido en cinco grandes etapas (desde su aprendizaje hasta 1672; de 1673 a 1680; de 1681 a 1685; de 1686 a 1691; y del 92 hasta su muerte en 1694), reseñadas en la primera parte de este prólogo. A diferencia de sus maestros y de la mayoría de los poetas que lo precedieron, Bashō no practicó un solo estilo, sino que orientó su búsqueda en varias direcciones. Para revelar todo el potencial poético del hokku como estrofa había que ir más allá de un único estilo o receta.

Antes de Bashō, hay excelentes haikus firmados por Teikoku, Sōin o Moritake, pero ninguno de estos poetas consigue su grandeza. Como explica Jane Reichhold, a veces sacrifican la profundidad por un juego verbal, o abusan del ingenio y de cierta pulsión humorística –que tuvo su epítome en un tipo de poema más mundano, relacionado con la vida y los asuntos sociales de aquel periodo: el senryu–. Bashō, sin embargo, consigue elevar el hokku por encima de su condición de pasatiempo poético y de los valores estéticos vinculados con esa función mundana. El hecho de querer convertirse en poeta “a tiempo completo” revela la seriedad de su compromiso que, sin embargo, nunca excluye la habilidad verbal ni cierta porción de humor, sobre todo en los comienzos de su carrera.

Hay, por otra parte, un rasgo curioso en la formación de Bashō como poeta y como persona. A pesar de sus orígenes más bien modestos, sobresale en él cierta nobleza, una aristocracia del espíritu, vinculada al estudio de los maestros antiguos y a su interés por eso que en Occidente llamamos “las humanidades”. Esa nobleza lo llevó a elevar el rango de algo considerado un simple pasatiempo, y a hacer de ello el centro de su vida. Desde muy joven, durante su estancia en el palacio de los Yōdō, señores de Iga, Bashō se da cuenta de que la poesía puede garantizarle un estatus diferente del destino habitual y previsible para aquellos de su clase. Pero lo que empieza siendo el modus vivendi de un simple cortesano, aficionado a las frivolidades y al placer de ciertos pasatiempos verbales, acaba convirtiéndose en un camino de conocimiento al mismo nivel que el que propugnaban los tratadistas del waka: un sendero para llegar a la esencia de las cosas, incluso de aquellas más sencillas que rodean al hombre común.

En la cultura precedente, sólo la nobleza o ciertas élites podían dedicarse al lujo de la poesía: resulta de veras notable la manera en que esos ideales estéticos de la era Heian se volvieron parte de la vida cortesana y moldearon toda una visión del mundo durante siglos. Bashō, por supuesto, conocía bien esta tradición. Pero en el periodo Edo muchos de esos valores ya eran meros clichés. Se trataba, entonces, de dar un paso más allá, sin renunciar al bagaje de la tradición (algo completamente inconcebible en Japón). El camino fue trabajar sobre un nuevo tipo de estrofa y de preocupaciones temáticas, también codificadas, para atribuirle funciones de conocimiento que antes eran patrimonio de un público muy exclusivo. El hokku ya no sería un simple incipit frívolo, sino algo capaz de resumir valores y ser apreciado por sí mismo. Esta reconstrucción de valores estéticos como ampliación del campo de sensibilidad conformará, por supuesto, una nueva retórica, pero en la época en la que Bashō le dio forma resultaba novedosa y eficaz para captar a un nuevo público.

Tal “originalidad” no debe, sin embargo, hacernos pasar por alto la habilidad de Bashō con las palabras y su relación con la tradición previa. Tenía un dominio sorprendente del idioma, fue un corrector obsesivo y jamás disoció el refinamiento verbal del logro poético en cualquiera de los ideales que persiguió a lo largo de su vida. Riechhold hace notar que a menudo las palabras escogidas por Bashō son las que tienen más variantes de significado, lo cual tiene que ver con un intento de sumar capas de interpretación y convertir el hokku en un artefacto rearmable, una especie de Lego cuya forma definitiva la aporta siempre el lector.[9]

Porque la popularidad del haiku tiene mucho que ver con el hecho de que una parte esencial del texto queda a cargo de quien lo lee o escucha. Además de breves, los haikus son casi siempre ambiguos y el lector está obligado a decidir cómo completar y ocupar los espacios de sentido y las conexiones que el poeta ha insinuado. “¿Qué virtud hay en decirlo todo?” –aconsejaba Bashō a sus discípulos. Una de las principales virtudes del hokku es precisamente esa indefinición, esa penumbra. Como explica Donald Keene, en la estética japonesa el principio de sugestión tiene ventaja sobre cualquier clímax.[10]

Suelo usar la metáfora ya mencionada del Lego para referirme a la estética del haiku, a su flexibilidad y al esfuerzo de recomposición que nos exige. El original japonés ofrece los términos y los significados en una especie de equilibrio inestable donde la intervención del lector es decisiva. En cuanto al papel del traductor, entre las réplicas de los efectos del original a las que está obligado se cuenta también esta capacidad de sugerir o presentar sin decirlo todo.

Un buen ejemplo para ilustrar esta complejidad de la traducción del haiku es el uso del kireji, o “palabra de corte”, una categoría de palabras o partículas japonesas que, como ya hemos dicho, son requisito del poema y funcionan como soportes estructurales y semánticos. No tienen otras palabras equivalentes en ninguna lengua que no sea el japonés, aunque su efecto puede ser traducido con ciertos giros o signos de puntuación. Un kireji puede aparecer en mitad o al final del haiku, y en cada uno de esos casos tiene intenciones diferentes y, a veces, contrapuestas. Si está al final (el keri, indicador de pasado, o el muy común kana, que implica un matiz de asombro), le confiere al poema un tono enfático y admirativo que implica una celebración de la maravilla implícita en la escena descrita o aludida. Es una “insinuación en alto”, por así decirlo, aunque nunca definitiva, y sugiere a menudo un sentido de circularidad, un volver al comienzo del poema. El ya, también muy común, con que terminan muchos versos, es una partícula enfática, pero en un sentido más bien interrogativo: plantea una pregunta o duda retórica. Sin embargo, cuando hay un kireji en el centro del poema, es decir, en mitad de un verso o ku, ello implica menos un cierre que una cesura: indica que en el poema hay dos sentidos o fases de sentido independientes. Además de implicar una pausa rítmica y gramatical, el kireji da cierto “sabor emocional” a la frase precedente. Función paradójica, porque corta el breve poema en dos partes, pero al mismo tiempo propone cierta correspondencia entre esas dos imágenes que ha separado, donde la última suele contener la “esencia”. Entre esos dos centros o focos se establece, de manera más o menos sutil, una comparación o contraste. El haiku sería entonces una propuesta de elipsis no resuelta, una progresión entre dos focos o imágenes en tensión, no siempre desplegadas con la misma intensidad. Parte de la riqueza del hokku está en cómo esta copresencia de dos elementos distintos, aunque relacionados en la conciencia del poeta, crea cierto estado de ambigüedad psicológica en el lector.

Por todo lo anterior, los versos del haiku son casi siempre abiertos y ambiguos, y en eso copian la paradoja constitutiva de todo hokku: eslabón inicial y relativamente autónomo de una progresión mayor, tanto como indispensable anuncio o insinuación del resto del poema.

Hay varios asuntos que se derivan de todo esto. Primero, el uso frecuente (demasiado frecuente, para mi gusto) de los signos de admiración en haikus trasladados a nuestro idioma: un esfuerzo demasiado evidente y poco sutil por traducir la gradación de los kireji. Segundo, el problema que implica tratar de reproducir la “idea desarmada” del haiku, tal y como el traductor la percibe en el original. Como explica uno de los mejores traductores de Bashō al inglés, David Landis Barnhill, el orden en el que se presentan las imágenes del hokku también forma parte del significado.

No lo es menos la red de ambigüedades y sobreentendidos asociados a sus convenciones más famosas. Los kigo, por ejemplo, expresan una idea de la naturaleza centrada en las estaciones. O más bien, en momentos rituales dentro de esas estaciones: no sólo la estación o el mes sino incluso el tramo preciso del mes, según una serie de códigos que incluyen numerosas alusiones atmosféricas, vegetales y animales. Es importante, sin embargo, precisar que para los japoneses naturaleza no es sólo ese paisaje estacional cuyas características puede detallar el kigo sino un calendario humano de festividades y ritos religiosos. En el fondo, uniendo ese mundo natural con el orbe humano, está la idea del ciclo, base de una “poesía natural de las cosas”. La tradición, es decir, eso que los occidentales calificamos de artificio, es parte tan legítima de esta naturaleza como el “paisaje” exterior que contempla el poeta. En la cultura japonesa, sólo el refinamiento poético permite percibir las “verdaderas cualidades” de la naturaleza. Y de ahí la importancia de leer y estudiar a los poetas del pasado: en ellos se encuentra ese saber concentrado, esa auctoritas de una convención que atrapa lo “más verdadero” del mundo.

Por eso es tan peligroso definir el haiku como una composición natural y espontánea. Aurelio Asiain, a mi juicio el más notable traductor de poesía japonesa a nuestra lengua, ha recordado que “la visión occidental del haiku como un poema que surge de una observación directa de la realidad, prescinde de las metáforas y tiene la naturaleza por tema exclusivo es en realidad una concepción decimonónica, surgida en Japón como reflejo del realismo occidental y que se difundió después en Occidente como esencialmente japonesa”.[11] “Bashō, que escribió en el siglo XVII, no habría hecho tal distinción entre la experiencia personal directa y la imaginaria, ni habría valorado los hechos por encima de la ficción” –dice Haruo Shirane.

Muchos traductores y lectores de Bashō han asociado su estética a una percepción Zen de “las cosas en sí mismas” o “tal y como son”. Se suele citar la famosa definición de Bashō: “haiku es lo que ocurre aquí y ahora”. De nuevo, es crucial recordar la aclaración de Asiain: “Lo que nos ocurre aquí y ahora son también los recuerdos y la imaginación. El pasado y el futuro de que está cruzado el presente son también materia del haiku. El presente instantáneo de la escritura es real pero solo como eco de la lectura”.

O, dicho de otra manera: la memoria cultural es una parte crucial de la aprehensión que hace Bashō de ese presente. Sin esta dimensión es imposible captar la complejidad del poema. Por poner sólo un ejemplo: en el canto del uguisu o ruiseñor un japonés escuchará también el incipit del Sutra del Loto. Otro, también ornitológico: ni siquiera los poetas que vivían donde no se oía cantar al cuco (hototoguisu) prescindían de ese tópico en sus poemas estivales. La clave de la cultura japonesa es justamente este tejido inextricable entre naturaleza y cultura.[12] Y la de su fenomenología, al contrario de lo habitual en Occidente, es la unidad indistinguible de objeto y sujeto. Ambos rasgos están siempre presentes en el haiku y su intento poético de capturar la verdadera naturaleza de las cosas.

Deslumbrados por algunas ideas o apotegmas de la filosofía Zen, varios intérpretes de Bashō cometen el error de colocar los aspectos lingüísticos y formales de su obra en un lugar secundario (desprecio que permea, también, algunas de las traducciones disponibles). Pero lo que constituye el haiku es una especial relación con las palabras, no un supuesto momento trascendente de realización/revelación. Esas 17 sílabas no son el testimonio inocente de un deslumbramiento inmediato. Detrás de ellas, y de su apariencia de sencillez, hay una cuidadosa selección de las palabras, un intenso trabajo verbal y un diálogo profundo con la tradición. La idea de una espontaneidad poética en la que se encontrarían autor y lector del haiku no se sostiene. Ya no sólo por las convenciones mencionadas, sino por la red de principios estéticos cuyo significado el propio Bashō se esforzó en trasmitir a sus discípulos.

Términos como engo (asociación verbal), fueki (inmutabilidad), fūryū (cierto tipo de locura humorística en la elección de las imágenes); fūga (espíritu de elegancia y refinamiento); hosomi (fineza o delicadeza emocional); hibiki (eco o reverberación); kaori (perfume: una relación entre estrofas que evocaban el mismo sentimiento con diferentes imágenes); karabi (sequedad, en el sentido de austeridad y belleza monocroma); niōi (también, literalmente perfume o fragancia, para indicar una sutil relación entre versos); kurai (la dignidad o el rango de una belleza orgullosa que tiende a la frialdad); kokorozuke y kotobazuke (conexión conceptual y conexión verbal); taketakeshi (ideal medieval de la unión de la fuerza con la nobleza); yasashi (la belleza suave o femenina, inseparable de cierta timidez); ushin/mushin (versos con alma/sin alma), y por supuesto, el sabi (condición de algo oxidado, resultado de sabireru, “decaer”; cierta soledad vinculada al paso del tiempo), sobre el que Bashō proporcionó alguna vez esta glosa: “Sabi es el color del poema. No se refiere por fuerza a un poema que describe una escena solitaria. Si hay un hombre que se va a la guerra portando una robusta armadura, o a una fiesta vestido con ropas muy alegres, y ese hombre es ya un viejo, hay algo de soledad en él. Sabi es algo como eso”); también shiori (ternura de lo mustio, cualidad de una imagen que requiere atención sensible); yūgen (misterio, sutil profundidad o claroscuro); yōjō (sentimientos evocados, pero no expresados abiertamente en el poema), etc. Todos estos conceptos, que no pueden ser encasillados en criterios formales o de contenido, son los verdaderos pilares del arte del hokku. Para los discípulos de Bashō, eran estas nociones (y no las convenciones del kigo o los kireji) los verdaderos secretos del arte que buscaban aprender, algunos de las cuales se remontaban al periodo Heian. Es el dominio de esa multiplicidad de conceptos lo que Bashō resumía bajo el término shōfū (estilo correcto).

Por supuesto, cada haijin añadirá sus propias inflexiones, sumando rasgos estéticos a la tradición. Onitsura hablará del makoto, la verdad o sinceridad del poema; Shiki, el gran crítico de Bashō después que el siglo XVIII japonés lo convirtiera en dogma, teorizará sobre el shasei, el esbozo al natural, y así la tradición se enriquece y se vuelve cada vez más prolija. Pero cuando Bashō daba por terminado un haiku propio o juzgaba como logrado un poema de sus discípulos, había tenido en cuenta todos estos aspectos. La naturalidad era, en realidad, otro efecto. Ese principio de sencillez me recuerda siempre los altos precios que suelen pagarse por los utensilios básicos de la ceremonia del té, cuyo ideal es precisamente la austeridad.

No por frecuente la reducción de esta riqueza del acercamiento estético a un credo religioso resulta menos lamentable. No hay duda de que Bashō y otros haijin tuvieron en el repertorio filosófico de las diferentes escuelas budistas –incluido el Zen– una referencia importante. Uno de los cuatro principios con los que Donald Keene resume la estética japonesa,[13] la conciencia de lo perecedero, está anclada en el concepto budista de mujō (impermanencia), la creencia de que este mundo es algo transitorio y engañoso. Pero el haiku no es, como suele pensarse, una suerte de budismo poético. Lo que parece una descripción inocente o pura es muchas veces un sofisticado juego de alusiones eruditas. La evocación poética está siempre filtrada por el tamiz de la tradición y las convenciones, aunque sea como ironía. La composición puede ocurrir en un determinado momento o súbito, pero sólo cuando en este un poeta ha condensado la esencia de una gracilidad. O en palabras de Bashō: “Es como cortar una sandía madura con un cuchillo afilado o darle un buen mordisco a una pera”. El instante en que se produce la iluminación poética no implica el final, sino más bien el comienzo del proceso, y de ahí la burla de Bashō en un famoso haiku sobre aquellos que sólo piensan en el satori. La beatitud se le concede justo al que no comprende el relámpago. “Uno necesita trabajar para conseguir la iluminación y luego regresar al mundo cotidiano” –dejó escrito.[14]

Más compleja y, a mi juicio, no menos interesante, es la relación de esta poesía con el shintoísmo, un conjunto de creencias que son parte inseparable de la cultura japonesa. La espiritualidad del hokku dialoga a menudo con el animismo shintoísta y sus rituales incorporados a una forma de vida: “Cada forma de la existencia insensible –plantas piedras o utensilios– tiene sus propios sentimientos, similares a los del hombre”, llegó a decir Bashō.

Otro de los asuntos que vale la pena comentar es la pregunta por la función de la poesía en la estética de Bashō. Pregunta cuya respuesta no podrá estar, en ningún caso, fuera de aquello que es interrogado, sino más bien, en su médula. Ya en una de sus frases más célebres el poeta juega con la paradoja: “Mi arte es como hoguera en verano y abanico en invierno”. Fūga (風雅), término traducido aquí como “arte” en el sentido de ars poética, pero cuyo significado original es un poco más complejo y abarca los sentidos de refinamiento, buen gusto, elegancia y hasta gracia, no es algo que concierne sólo a la poesía. Sin embargo, la frase Yo ga fūga wa karo tosen no gotoshi, que aparece en una carta que Bashō escribió a su discípulo Morikawa Kyoriku (1656-1715) en agosto de 1692, sí se refiere a la esencia del arte del haikai. ¿Por qué afirma Bashō, a esas alturas de su vida, que la poesía es algo que carece de utilidad? No es una frase dejada caer a la ligera, sino algo que viene a cerrar una larga y dura reflexión sobre su propia vida. Y no es, tampoco, una reflexión aislada: a lo largo de toda su poesía hay siempre una insistencia en esta condición radicalmente inútil de la misión que, sin embargo, él mismo emprendió de la manera más voluntariosa que pueda imaginarse.

Una de las cosas, por ejemplo, que lo atraen del banano que le sirve como emblema es su completa inutilidad: “Las hojas del banano son lo bastante largas para cubrir un laúd. Cuando aletean al viento me recuerdan el ala herida de un fénix, y cuando están rasgadas me recuerdan las orejas de un dragón. El banano florece, pero a diferencia de las otras flores, las suyas no tienen nada de alegre. Su tronco permanece ajeno al hacha, pues es completamente inútil para construir. […] Amo este árbol por su completa inutilidad. Me gusta reposar a su sombra y me cae bien porque es fácil que lo desgarren el viento y la lluvia”.[15]

Aquí tal vez está la clave de eso que Bashō entiende por inutilidad. La poesía, como el banano, debe mantenerse alejada de las finalidades prácticas porque sólo así estará también lejos del ansia de poder, de la búsqueda de fama y de las cosas que corrompen el alma el haijin. Sólo al entregarse por completo a una actividad sin propósito, a algo que no pretende ir más allá de sí mismo, se podrá alcanzar el verdadero refinamiento, la elegancia última. Declarar la poesía como actividad sin propósito implica, por cierto, separarla también de cualquier “llamada espiritual”. “Si tomas la ruta espiritual –ha escrito Susumo Takiguchi, a propósito justamente de esta frase de Bashō–, caes en la trampa Zen. Si tomas la ruta materialista, caes en la trampa de hacer falsamente útil el haiku. ¿Cómo puedes caer en esas trampas tan fácilmente? ¿Cómo vas a poder evitarlas? Simplemente deja caer el espiritualismo y la utilidad del haiku”.

De la misma manera que el clásico Ki no Tsurayuki (872-945), en su célebre prefacio al Kokinshū, atribuye a la poesía la capacidad de “mover cielo y tierra sin esfuerzo”, Bashō, en un guiño irónico, nos dice que “el poder de la poesía es tal que te puede llevar a una suerte de feliz mendicidad”. La necesidad de llegar a la esencia de las cosas más simples va aparejada entonces con esa austeridad esencial que es, al mismo tiempo, fuente de suprema elegancia, aristocracia del espíritu.

La gran novedad de Bashō radica en la concepción de la poesía como una forma de vida, que lo condujo a un interesante terreno emocional e intelectual, donde dialoga a menudo con un gran maestro del waka: el monje Saigyō. De él aprende Bashō varias lecciones de frugalidad, y quizás también la idea de ver las bases del arte en el cambio constante del universo, que escapa de cualquier pretensión de dominio y evade siempre lo anquilosado. “Haz del universo tu compañía –escribió Bashō–, teniendo siempre en mente la verdadera naturaleza de las cosas (montañas y ríos, árboles y hierbas) y de la gente. Disfruta de las flores que caen y de las hojas que se dispersan”.

Sin embargo, dedicarse a la poesía no era, en la época de Bashō, un oficio completamente solitario: implicaba hacer vida literaria, con veladas, discípulos y placeres mundanos que, por fuerza, el poeta alternaba con diferentes épocas de retiro o de viaje contemplativo. Ese esfuerzo social era, muchas veces, agotador y ello influía, por supuesto, en la calidad de los poemas. Recordemos que estas sesiones de renku solían estar abundantemente regadas con sake, y a veces duraban días completos. Escapar de ese cansancio era la otra parte de la “vida de poeta”. Igual que el poema, la poesía debía oscilar entre los polos de esta doble exigencia: búsqueda, por un lado, de cierta soledad existencial y actitud meditativa; oficio social, por otro, inseparable de eventos sociales, y de rituales de agradecimiento y bienvenida (de ahí los frecuentes aisatsu o ga no uta: poemas de bienvenida o de ocasión para agradecer a un anfitrión).

Ponerse en camino representaba, entonces, la posibilidad de hacer una pausa social y dosificar las obligaciones del poeta (hasta llegar a otro punto del recorrido, donde comenzaría de nuevo el ciclo de la socialidad). A medida que disminuyen las restricciones de lo cotidiano, se hace más importante el papel de la voluntad: vivir de una manera libre requiere una voluntad de acero. A menudo, Bashō viajaba acompañado de algún amigo o discípulo. Pero no todos estaban dispuestos a completar el viaje o seguir con él hasta el final. El camino del poeta es casi siempre solitario, lleno de vacilaciones y obstáculos. Asunto resumido inmejorablemente en uno de sus poemas más famosos:

Senda de otoño
por la que nadie pasa
salvo el ocaso.

この道やゆく人なしに秋の暮れ

La palabra japonesa para camino es michi, pero Bashō la escribe con un antiguo kanji chino, el ideograma tao/dao (道). El poema evoca, por supuesto, la soledad de un sendero particular pero también alude a un significado más profundo: la senda o camino del poeta (se habla de haiku no michi, de la misma manera que en esa época la gente se refería a “la senda del arte” (fude no michi, literalmente: “camino del pincel”) o del kendō (camino de la espada), del kyudō (camino del arco y la flecha) o del té (chadō): formas de una inapelable vocación artística y experiencias inseparable de cierto saber ambulatorio, no dogmático. Blyth ha dicho: WEl modo en que camina un maestro de té, su inconsciencia, su andar-como-si-no-estuviese-andando era lo que Bashō quería conseguir en su poesía”.

'La casa de Basho en Sekiguchi', Ogata Gekko, 1898
‘La casa de Basho en Sekiguchi’, Ogata Gekko, 1898

Sobre la traducción de Bashō

El principal problema de traducir a Bashō (y en general, de traducir haikus) es que siempre implica cierto nivel de reduccionismo: priorizar un sentido, o una posibilidad de sentido sobre las otras latentes en el original. A veces, esta pluralidad se convierte en discrepancia. Hace años, un bloguero curioso hizo una simpática antología en la que comparaba las versiones en español de varios poemas de Bashō. El resultado provocaba tanta risa como perplejidad, y convocaba razones para preguntarse por la seriedad o pertinencia de esa labor.

Por culpa de esa perplejidad, he sido un lector tardío de poesía japonesa y estudiante perezoso de esa lengua –desde hace apenas cuatro años–. Mi competencia en ese idioma es poco menos que rudimentaria, así que no pretendo hacerme pasar por especialista. No llegué a Bashō por curiosidad lingüística, sino por la poesía, por mi interés en sus técnicas y en la ampliación de cierto campo de sensibilidad. El detonador de ese interés fue mi lectura de un libro fundamental de Makoto Ueda, Bashō and His Interpreters, en el que, junto a una muestra muy representativa de 255 hokku de Bashō traducidos al inglés, con sus correspondientes transliteraciones palabra por palabra, se antologan tres siglos de comentarios a esos poemas. Ese libro de Ueda, editado en 1992, fue un hito en el campo de los estudios sobre el más importante de los poetas japoneses (tan importante, creo, aunque de manera menos visible, como lo fue en su momento el volumen fundacional de Blyth). Mi lectura y estudio de su trabajo es el embrión y la referencia fundamental del mío. He consultado también otras dos ediciones-traducciones importantísimas en inglés: la de Toshiharu Oseko y la de Jane Reichhold, poeta y japonista, que se dio a la tarea de traducir y anotar la obra completa de Bashō. Y de ahí salté a todo el resto de la bibliografía mencionada en este libro.

Además de tener a la vista esas tres transliteraciones fiables del original he pasado años comparando las traducciones de Bashō a varios idiomas (inglés, francés, italiano, ruso o portugués) y estudiando las explicaciones filológicas y los escolios de japonistas fundamentales: Blyth, Keene, Richie, Henderson, Watson, Ueda o Hamill.

En cierto momento, me atreví a hacer mis propias versiones –no sólo las de este libro, sino también las que aparecen recogidas en una antología de hace dos años: La sombra en el espejo (Bokeh, Leiden, 2016)–. La idea fue siempre que esas versiones japonesas funcionaran como poemas en español, que el resultado final siguiera siendo poesía. Por esa razón, he preferido conectarme con la tradición de poetas que traducen a poetas: por mucho que algunas versiones de Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Robert Hass, Paulo Leminski, Augusto de Campos, Cid Corman, Gary Snyder, Sam Hamill o David Young nos parezcan imprecisas o incompletas, siempre hay en ellas algo de fulgor, de tensión verbal.

Mi proyecto me obligó a escoger con cuidado los poemas a traducir. No todos los poemas, ni siquiera todos los buenos poemas de Bashō, admiten una traducción que preserve, aunque sea parcialmente, su encanto poético. Así que el primer reto fue establecer un corpus lo bastante abundante para ser representativo, y lo bastante acotado para que el trabajo de las versiones conservara la calidad poética indispensable y no traicionara las complejidades del original. He leído varias veces la obra completa de Bashō, y aún hoy tengo dudas sobre mi selección. Pero el resultado de estos años de trabajo obsesivo ya es, al menos, la antología más amplia que tengamos en nuestra lengua, sin renunciar a criterios formales inseparables del género.

El primero de esos criterios-problemas es la representación visual. Los diversos traductores del haiku han intentado también varias representaciones o traducciones visuales de la única línea vertical en japonés, desde el poema en una sola línea con barras que indican pausas (las versiones al inglés hechas por Hiroaki Sato), hasta las líneas encabalgadas y con diferentes márgenes de Barnhill o los maravillosos poemas visuales de los poetas concretos brasileños. En ese sentido, mi opción es conservadora: preferí la estrofa habitual de tres líneas, que no excluye un amplio rango de cesuras y ritmos fónicos, ni el uso de nuestros símbolos de puntuación, que también son parte activa, y a veces muy significativa, de todo proceso de traducción.

Salvo algunos casos convenientemente explicados, he preferido mantener en español la estructura tradicional silábica del hokku, o más bien, una correspondencia del número total de morae japonesas con nuestras sílabas métricas. Se repite, también, la estructura 5-7-5, con varias excepciones –sobre todo el 7-7-5, y el hashō o metro roto: 10-7-5– que el propio Bashō también hizo. En cierto sentido, el traductor ha sido más dogmático que el poeta, que llegó a decir a su discípulo Biji que si se tenía un verso que sonaba muy bien se podía prescindir del estricto conteo silábico. Pero sin un corsé estrófico elemental esta traducción hubiera podido derivar en simples paráfrasis de sentido. En el caso del renku, además, el recurso de mantener el conteo silábico de las estrofas enlazadas es lo único que nos permite distanciarlo de la prosa. Asumo aquí mi elección y mi oído poético, bajo la advocación de una frase de mi paisano Severo Sarduy, defensor de los recursos de una “poesía bajo programa”: “hay que crear, para producir sentido, una libertad vigilada”.

La idea de incluir las transcripciones fónicas en rōmaji (según el sistema Hepburn) así como el original en hiragana pretende que el lector pueda apreciar los juegos fónicos y otras características formales; completan el valor de este libro, y le otorgan el mismo valor tanto para un lector común y curioso como para alguien que conozca un poco al autor y su idioma.

La selección aparece en orden cronológico (indicando la fecha y la estación de cada poema, siempre que sean conocidas). Para establecer ese orden se ha utilizado la edición canónica de Kon Eizō, 今栄蔵校注 -芭蕉句集- 新潮日本古典集成, 東京: 新潮社 (Bashō kushū, Poemas reunidos de Bashō, Shinchōsha, Tokyo; en Wikisource como Hollywood-Studio, 1982). En unos pocos casos de poemas de atribución dudosa, o que no aparecen recogidos en ese tomo, se ha utilizado la numeración de la Biblioteca Iwanami (中村俊定校注 -芭蕉俳句集-, 岩波文庫, 東京: 岩波書店 (Matsuo Bashō, Nakamura Shunjō (ed.), Bashō Haiku Shū, «Iwanami Bunko», Iwanami Shoten, Tokyo, 1970); Jane Reichhold, en Basho: The Complete Haiku (Kodansha, 2008), o la referencia al envejecido, aunque aún imprescindible volumen de R. H. Blyth.

Cada uno de los poemas presentados se acompaña de comentarios que ayudan a profundizar en el sentido de los originales y las decisiones del traductor. En ellos se mencionan y, en la medida de lo posible, se incluyen, los títulos y notas escritos por el propio Bashō para acompañar los poemas.

Esta antología de Bashō es también hasta donde tengo noticia, la primera en nuestra lengua que incluye, además de los hokku, varios ejemplos de renku, poemas colectivos de estrofas enlazadas en los que Bashō participó. En estos casos, las glosas de Ueda y de Blyth son, a mi juicio, absolutamente indispensables para poder entender y apreciar las versiones de los kasen.

Por último, enlisto una bibliografía somera sobre Bashō, y las versiones consultadas en estos años y otros libros que podrán buscar los interesados en comparar mi trabajo con otros previos. Aquí se impone una especie de nota bene. Hay numerosos traductores de poesía japonesa en España e Hispanoamérica. Fernando Rodríguez Izquierdo, Antonio García Silva, Justino Rodríguez, Ricardo de la Fuente, Vicente Haya, Antonio Cabezas, Alberto Vital, Alberto Manzano, y la pareja de José María Bermejo y Teresa Herrero son los nombres más recurrentes en la península: algunos de estos traductores conocen el japonés; otros han ensayado aproximaciones por idioma intermedio o desde las transliteraciones más conocidas. Con o sin ayuda de los correspondientes “traductores-escolta” japoneses, algo que no siempre garantiza, me temo, las interpretaciones correctas de los textos originales. Sin ánimo polémico, diremos que hay pocas ediciones serias de este importante poeta y que la mayoría de las traducciones disponibles en España ofrecen un resultado poético más bien pobre. Algunas tienen erratas tipográficas y otros errores: atribuciones impropias, malinterpretaciones, estructuras deformadas. A menudo el traductor, después de justificar que la estructura del haiku no es traducible opta simplemente por reseñar el sentido del poema al margen de cualquier molde o voluntad formal.

Hay excepciones, por supuesto, y nadie regatea el mérito parcial de los traductores de poesía japonesa, sepan o no el idioma de los originales. Pero aquí se cumple la norma de que cada traductor es no solo un mundo de traiciones electivas, sino también una interpretación orgullosa y a menudo excluyente de su oficio. El sostenido y notable trabajo de Vicente Haya, por ejemplo, consagra una vertiente espiritualista de interpretación sobre la que ya hemos expresado nuestras reservas. Poca tolerancia muestra este mismo traductor para versiones apreciables de poesía japonesa, como las que hizo el poeta cubano Orlando González Esteva de Issa, con el argumento de que tienen rima (asonante), ausente de los originales. A veces los prejuicios del especialista no le dejan ver el árbol de la poesía.[16]

Otros dos nombres, con los que tengo importantes deudas: la labor de Aurelio Asiain, como divulgador y traductor de poesía japonesa en sus espacios de Internet, o en la excelente antología Luna en la hierba (Hiperión, 2007) y su reciente traducción del Hyakunin Isshu (Centena de cien poetas, Universidad Veracruzana, 2015); y las excelentes versiones del traductor Jordi Mas, tanto al castellano (su ejemplar traducción del Ise monogatari), como al catalán (sus versiones del Tosa nikki, de Ki no Tsuriyaki; Hyakunin Isshu; Minase sangin hyakuin y Oku no hosomichi). Ambos, Asiain y Mas, son además de poetas notables, ocupadísimos profesores, así que les agradezco que se hayan tomado el tiempo de leer este trabajo cuando era un manuscrito, y hacer algunas sugerencias para mejorarlo. Doy también las gracias a Tomoyuki Furuta por su revisión y comentarios de los textos originales.

Este libro está dedicado a la memoria del poeta Hugo Gola (1927-2015), amigo y maestro, el primero en enseñarme que “como decía Bashō, lo mejor de la poesía es que no sirve para nada”.


Notas:

* Este texto fue publicado originalmente como introducción a la antología Hoguera y abanico. Versiones de Bashō, editada por Pre-Textos en 2018.

[1] Los utamakura empezaron siendo frases codificadas para representar ciertas imágenes, que cumplían los requisitos de los cinco o siete sonidos silábicos de un verso. El término luego pasó a designar lugares que son tópicos poéticos recurrentes e inseparables del paisaje real y, al mismo tiempo, de la tradición literaria. Los cerezos en flor de las colinas de Yoshino, el templo de Taima, el sepulcro de la dama Tokiwa, los llanos de Musashi, son algunos de estos sitios, cuya historia se mezcla con todo lo que se ha escrito sobre ellos. Para sus viajes, Bashō llevará incluso un mapa de estos parajes famosos que le había dado su maestro Kaemon. También se refieren a veces a personas, cosas y estados del ser. Aprender estos códigos era parte de la educación del poeta. Al traductor, los utamakura le plantean un interesante dilema: ¿qué hacer: dejar esos nombres propios o disolverlos en montañas o ríos genéricos? ¿Traducirlos a otros topónimos?

[2] Esta libertad, constatada luego de que en 1943 apareció el diario del viaje escrito por su acompañante, Sora, no era del todo nueva en el género. Estaba ya en los nikki –diarios femeninos– de la época Heian, cuyos lectores no esperaban un recuento absolutamente verídico de los hechos, sino una mezcla de realidad y ficción que resultara atractiva para el lector. Para este y otros asuntos relacionados con este haibun, consúltese el excelente prólogo de Jordi Mas a su notable traducción de Oku no hosomichi al catalán: L’estret camí de l’interior (Edicions 1984, Barcelona, 2012).

[3] Aurelio Asiain: No la luna esta vez sino su luz”, Margen del Yodo, 16 de octubre de 2008.

[4] Hay una abundante bibliografía sobre este asunto. Tres libros, a mi juicio imprescindibles para entender el proceso, son: Haruo Shirane: Early Modern Japanese Literature: An Anthology, 1600–1900, Columbia University Press, NY, 2002; Donald Keene: World Within Walls, segundo volumen de A History of Japanese Literature. Vol. 1-4., Columbia University Press, NY, 1999; Earl Roy Miner: Japanese Linked Poetry: An Account with Translations of Renga and Haikai Sequences, Princeton University Press, 1980.

[5] Sonja Arntzen: “Haiku, Haikai and Renga: Communal Poetry Practice”, Simply Haiku, Spring 2007, vol. 5, no. 1.

[6] Uno de los más célebres es el llamado Renga de Minase: en 1488, tres poetas, Sōgi, y sus discípulos Shōhaku y Sōchō, se reunieron en el santuario de Minase para conmemorar el aniversario de la muerte del emperador Go-Toba (1180-1239) y escribieron un renga de cien estrofas. Hay traducción al español de Ariel Stilerman (Poema a tres voces de Minase. Renga, Sexto Piso, México, 2016) y al catalán de Jordi Mas: Tres veus lligades a Minase (Eumo Editorial, Barcelona, 2017).

[7] Toshiko Yokota: “What Does It Mean to Read Haikai Linked Verse? A Study of the Susuki mitsu Sequence in Kono hotori ichiya shi-kasen”, Simply Haiku, Spring 2007, vol. 5, no. 1.

[8] Recuerdo también el interés de Serguéi Eisenstein, gran maestro del montaje, por los ideogramas japoneses: escritura-montaje, como la llamó Viacheslav V. Ivanov, eminente lingüista y semiólogo ruso. Véase su libro Eisenstein y la encarnación del mito, Episteme, Valencia, 1996.

[9] Roland Barthes, cuyas anotaciones sobre la cultura japonesa suelen ser motivo de polémica, dejó a propósito del haiku una precisa e insustituible descripción del procedimiento implicado en términos de lingüística contemporánea: “En el haiku la limitación del lenguaje es el objeto de un cuidado que nos es inconcebible, porque no se trata de ser conciso (es decir, de abreviar el significante sin disminuir la densidad del significado), sino por el contrario de obrar sobre la raíz misma del sentido, para obtener que ese sentido no brote, no se interiorice, no se haga implícito, no se desencaje, no divague en el infinito de las metáforas, en las esferas del símbolo”. (Roland Barthes: Cours du Collège de France, ene-mar. de 1979, inédito. Citado y traducido por José Manuel Cuartas Restrepo en: Blanco, Rojo, Negro: el libro del haiku (Universidad del Valle, Cali, 1998, p. 106).

[10] “Los japoneses parecen haberse dado cuenta de que la luna llena (o el momento en que la floración de un árbol se halla en todo su esplendor) por muy bonitos que sean, limitan el juego de la imaginación. La luna llena o las flores del cerezo en su apogeo no sugieren el cuarto creciente o los capullos (o el cuarto menguante o las flores lacias), pero el cuarto creciente y los capullos sí sugieren el esplendor de la flor. Los comienzos que evocan lo que sigue, o los finales que sugieren lo que fue, dejan a la imaginación el espacio necesario para expandirse más allá de los hechos concretos hasta los límites de la capacidad de un lector de un poema, del espectador de una obra de teatro Noh, o del amante de las pinturas monocromas”. (Donald Keene: The Pleasures of Japanese Literature, Columbia University Press, 1988, pp. 8-9).

[11] Aurelio Asiain: “Posibilidad del haiku”, ponencia presentada para el Congreso Internacional sobre el español y la cultura hispánica del Instituto Cervantes de Tokio, 2013.

[12] “El poeta no va solo al encuentro de la naturaleza: sale para ver un templo o un santuario, la llanura que fue asiento de un castillo y escenario de una batalla, el mar cuyas olas suscitaron flores en otro poeta. No puede ir al encuentro de la naturaleza sino a través de la cultura. Nadie podría. Miramos con la memoria tanto como con los ojos. Sabemos que lo azul inmenso allá arriba es el cielo porque alguna vez que nunca recordaremos lo aprendimos, del mismo modo en que sabemos que aquello blanco por el cielo es una nube, lentamente un caballo pero de pronto ya un dragón y ahora nada”. (Aurelio Asiain: “Posibilidad del haiku”).

[13] Los otros son sugestión, irregularidad y sencillez. Keene, sin embargo, se ocupa de aclararnos que, aunque estos serían principios dominantes, la cultura japonesa no carece tampoco de manifestaciones de signo contrario.

[14] A la asociación del haiku con el budismo se corresponde la necesidad de presentar a Bashō como un filósofo de esa doctrina. Algo, sin duda, excesivo. Bashō fue, por un corto periodo en 1679, monje laico; estudió el budismo Zen con Butchō y tuvo una relación fundamental con la obra de otros poetas-monjes, Saigyō y Sōgi. Pero su pensamiento es fundamentalmente poético, no la ilustración de las doctrinas budistas. Su budismo, en cualquier caso, fue parte de una curiosidad intelectual, no una estricta profesión de fe. Es cierto que se rapaba y que a menudo vestía los hábitos, pero era para engañar a eventuales ladrones durante sus viajes. Para esa época, además, la cultura japonesa había asumido la mayor parte de los principios budistas, así que lo que nos parece religiosidad es a veces simple convención cultural. Parejo interés mostró Bashō, por ejemplo, por el taoísmo y buena parte de la filosofía china, muy presente en sus escritos.

[15] Citado por Donald H. Shiveley en: “Bashō, the Man and the Plant”, Harvard Journal of Asiatic Studies, v. 16, no. 1-2, 1953, pp. 146-161.

[16] El artículo de Haya donde aparecen estas críticas, y otras opiniones es “Verdades y mentiras de la traducción y publicación del haiku japonés en castellano”. Se repite a menudo que en la poesía japonesa no hay rima. Y es cierto, si por rima se entiende, como en italiano, sólo la rima consonante. Porque la poesía japonesa sí que está llena de aliteraciones, asonancias y juegos onomatopéyicos, la mayoría de los cuales sólo son comprensibles para un oído japonés –y a veces sólo para un japonés culto, versado en la poesía clásica–. Fíjense en las transcripciones fónicas de poemas japoneses famosos: además de tener muchos y refinados juegos de palabras y dobles sentidos, son una suerte de scrabble sonoro. Para la métrica silábica japonesa, la rima resulta un recurso demasiado fácil. Con algunas excepciones de origen chino, todas las palabras japonesas acaban en una de las cinco vocales abiertas, así que la rima es casi automática, lo cual la descarta como recurso formal: “si no se puede evitar –dice Keene– no sirve para diferenciar la poesía de la prosa”. Por lo tanto, los poetas japoneses son maestros de las asonancias y aliteraciones internas. En nuestro idioma, sin embargo, la rima sí ha sido un socorrido recurso poético, y no hay que descartar que a veces se usen ciertas rimas para mostrar ciertos aspectos formales del haiku original.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí