Bruno Lloret
Bruno Lloret

Y ERA TU VIDA ROMPIÉNDOSE
Y ERA TU AMOR PERDIDO
Y ERA EL DESIERTO INFINITO
DE TU CORAZÓN
Raúl Zurita

Nancy, la brevísima novela de Bruno Lloret publicada en 2015, sostiene una resuelta mirada a la enfermedad individual de una mujer, y a la social de un Chile marginal descompuesto por múltiples violencias. Sorprende la agudeza de este libro de ascendencia vanguardista, estilo minimalista y concreto, que inscribe en la actual literatura latinoamericana un arriesgado ejercicio formal. El trenzado entre la arquitectura compositiva del relato y su dimensión alegórica merece ser atendida, más allí donde la significación excede la voz narradora, en la textualidad propiamente dicha.

Una mujer adulta, de edad incierta, es diagnosticada de cáncer, y desde su lecho de muerte cuenta de manera fragmentada, bajo la lógica asociativa de la memoria, las vicisitudes de su paso por la vida. La voz narradora, personaje principal de la novela homónima, lega así un discurso de despedida, un testimonio último en el que, al transmitirnos su experiencia, salda cuentas consigo misma. Pero ese narrador no es responsable del discurso en su totalidad.

Por sobre la voz de Nancy se yerguen tres textos que la exceden. 1) Trece epígrafes que, excepto la primera, introducen las secciones del volumen, o catorce si contamos aquel que encabeza la novela en general. Cada cita introduce y delimita una nueva sección, y funciona como paratexto de la misma. Todas extraídos de los libros canónicos cristianos y la cultura religiosa de los mormones. Once pertenecen a la Biblia, una es una cita de Joseph Smith, fundador del mormonismo, otra es un proverbio mormón y la restante una oración sacra. 2) Once imágenes insertadas en el cuerpo del texto al ser referidas en la narración: cinco radiografías, dos tarjetas de presentación, un “Pan de vida”, un logo comercial, una documentación biológica y una inscripción sepulcral. Y el recurso exterior al narrador más relevante, sin dudas, 3) las gruesas cruces (X), diseminadas de manera caótica o agrupadas en formas sugerentes, que lo mismo interrumpen el relato que reemplazan caracteres, o se organizan en una zona determinada de la página o la cubren por completo; estas cruces constituyen el recurso simbólico más arriesgado de la enunciación y van cargándose de sentido a medida que leemos.

Mediante todas estas inserciones, Nancy transgrede la omnipotencia de la voz narradora: desde la escritura (con las citas), desde la visualidad (con las imágenes), o desde el puro trazado simbólico de un silencio intrigante (las gruesas X).

Estos excesos alimentan los sucesivos y múltiples paralelismos que particulariza la narración. El entramado de esta novela cruza todo el tiempo referencias alegóricas (y la cruz puede ser un símbolo de tal procedimiento). La homonimia del personaje narrador y la novela establecen el primer y más importante paralelismo en el que debemos detenernos. El pueblo Ch no deja de ser una maqueta del mismo Chile explorado por el relato. El cuerpo del personaje y el cuerpo de la nación se corresponden, como se corresponden la enfermedad orgánica y la social, el mundo íntimo y el colectivo, las economías emocionales y materiales. El universo familiar de Nancy es también una estratificación colectiva, un bocetado alegórico.

Morgado Muñoz acierta al caracterizar la analogía que cruza enfermedad terminal y violencia, cuerpo orgánico y cuerpo social, la dimensión indistinta del dolor:

La novela nos muestra una crítica visceral a la violencia presente en los sistemas socioculturales, explorándola desde un ambiente marginal, no solo centrándose en los personajes y su actuar, sino que además mostrándonos las diversas estructuras sociales que dieron forma a ese actuar. La economía, la educación, el gobierno, la autoridad y la religión, se presentan como condicionantes para la generación de individuos que viven en un espacio marginal por haber sido abandonados, y abandonados por ser marginales. […] Para construir un sentido, un discurso en torno a la violencia sistémica y su efecto sobre los individuos, el autor estructuró las diversas dimensiones de su novela, de tal manera que la violencia siempre apareciera al frente, como punto céntrico de la construcción de su relato. Es así como se nos da un recorrido de las diversas manifestaciones de la violencia a nivel macro y microestructural, desde la perspectiva de una joven habitante de la marginalidad, alguien que se vio en el infortunio de desarrollarse rodeada de estímulos negativos que la llevaron a naturalizar la violencia, de la cual era testigo y víctima.[1]

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Arce Díaz, por su parte, considera que la violencia engendra el cáncer en el personaje: “el presente de la enfermedad constituye el punto crítico de un relato personal que da cuenta de una subjetividad y un cuerpo dañados por la violencia, el abandono, la marginalidad y relaciones afectivas degradadas. Esta historia personal de Nancy se materializa en el cuerpo como enfermedad, siendo el cáncer el resultado de una vida como «desierto de cruces»”.[2]

Pero allí donde este último encuentra una marca causal no veo más que un paralelismo anudado en el dolor y la náusea. Si bien el dolor del cáncer, la virulencia simbólica del cuerpo enfermo, resumen las escenas y escenarios de la vida de Nancy, la enfermedad nos informa su ontología. El cáncer, aunque afectado por elementos externos, los famosos cancerígenos, sigue siendo en el sentido tradicional una enfermedad incausada. Se produce como disidencia del propio cuerpo, como autodestrucción, allí donde algunas células se desmarcan del sistema orgánico, pero lo parasitan y agreden. Para el cuerpo la enfermedad no es un cáncer, o el cáncer, sino su cáncer. Este sentido determina el cruce entre el rechazo orgánico de Nancy y su propio rechazo subjetivo, y el de Chile como alegoría.

Si el personaje y la novela son una misma realidad cruzada, indistinguible, no resulta excesivo comprender la narración, la pura zona narrada por el personaje, como cuerpo sano, como espacio vital, concreción de un yo. Mientras que esas instancias señaladas como excesos, configuran la dimensión de lo otro, de la enfermedad y finalmente la muerte.

Los epígrafes, única zona textual de ese otro cuerpo enfermo del relato, determinan en su dictum ideológico el deber ser del personaje, su propia escisión subjetiva ante la incompatibilidad de este con su ser. Cada sección marca así un contraste entre la llave interpretativa que la introduce y su propio discursar. Lo otro de la narración (los epígrafes) explicita los recursos del rechazo de sí del personaje, explicita el espacio de enunciación del propio narrador que deberá entenderse entonces como escindido. En la página 31[3] el contraste no se disimula:

Honra a tu padre y a tu madre, como Jehová tu Dios te ha mandado, para que sean prolongados tus días, y para que te vaya bien sobre la tierra que Jehová tu Dios te da. Deuteronomio 5:16

Cuando era niña mi mamá amenazaba con vendernos a los gitanos. Nos apuntaba con un dedo, a mí y al Pato, y decía que sólo traíamos desgracias a la casa y gastos innecesarios.

En el mismo cuerpo del relato Nancy explica el funcionamiento de la doctrina religiosa. Sentados a la mesa, pretendiendo ser la familia tradicional que no son, la mamá mala decide “dormir con una linda reflexión en el corazón”, por lo que pide a su hija leer un “Pan de vida” con un fragmento de la Carta del Apóstol Santiago. Tras la elocuente máxima, Nancy reflexiona “X No entendí lo que significaba X Incluso me atrevería a decir que mis papás tampoco, pero ahí no estábamos para hacer preguntas, sino para retirar los platos, lavar la loza y luego irse a pegar la cara a la almohada”.[4] La narradora percibe claramente el cinismo de una doctrina que no comunica conocimiento o promueve la transformación, sino el vacío consuelo insignificante y la aceptación de la realidad. Tanto para el padre como para los hermanos Bryan y Josías, la religión es una tapadera o evasión a su sexualidad, para Nancy es en cambio el recurso de su expulsión de la casa, “resultaste ser una puta X Ándate. Ya no tengo hijos”,[5] y de una férrea disciplina del cuerpo, que aún cuando infringida, somete como culpa.

Nancy narra un episodio en el que se le aparece Cristo en una mancha de sangre. Mientras fregaba el piso y se excitaba pensando en Jesulé salió sangre de sus dedos. La sangre formó un charco en donde se formó la cara de Cristo. Esta aparición le dijo: “Nancy Cortés, ¿por qué me abandonaste? X […] Tu padre se retuerce de dolor entre su trabajo y los falsos ídolos, y tú acá Nancy…y tú acá… arrastrándote por el suelo como una perra con distemper…” (59). Aquí es patente la presencia de la culpa en Nancy, una culpa ligada a la moral judeocristiana. La culpa es un afecto que tiene que ver con la ruptura de reglas culturales.[6]

Las imágenes reproducidas en el texto son responsables de algunos de los mejores momentos de la novela. El diálogo entre el discurso lingüístico y el visual redimensiona la experiencia lectora. Como indicábamos, cinco de estas imágenes son radiografías de la misma Nancy, que aparecen nombradas en el texto: 1032c, 1222b, 1474a, 921, 668a. Las tres primeras aparecen, una tras otra, en las páginas 22, 23 y 24, las otras dos, en las 106 y 116 respectivamente. Todas responden a estudios que buscan lesiones metastásicas en diferentes órganos del cuerpo. Nancy recuerda que el último médico que revisó sus radiografías le preguntó si las había visto, ella respondió que sí y pensó en decirle: “¿No se ha fijado en las formas que nos visitan mientras miramos radiografías? Algunas son como peces del fondo submarino (¿Ha visto el fondo submarino?)”.[7] Inmediatamente nos enfrentamos a la imagen 1032c.

La enfermedad, originada en el útero o las mamas –que le son extirpados a Nancy como si el padecimiento hubiera surgido de su feminidad, como si la feminidad misma se le extirpara–, se expande incontrolablemente a todo el cuerpo. 1032c y 1222b muestran el avance del cáncer sobre el esófago y el estómago. La primera de estas imágenes aparece invertida, tal vez un desliz de autor y editores, de cualquier modo, una puesta de cabeza abajo de esa otredad irretratable, pero ante la que, de una manera u otra, impotentemente, se protesta. 1474a muestra dos imágenes del intestino delgado al que aún no ha llegado el cáncer. Los senos perinasales muestran ya huellas de metástasis en la imagen 921, lo que Nancy confunde con la virgen es el contraste de su cráneo invadido de muerte.

En ese fantasma abstracto a escala de grises podemos ver la enfermedad. No el cáncer, no el cuerpo enfermo de Nancy, no un documento médico, sino un retrato violento de la misma enfermedad. Las figuras “como peces del fondo submarino” carecen de la serenidad de esa imagen y parecen querer atacar. El lector se ha quedado solo ante la enfermedad, ante lo real. La reflexión lírica de Nancy no es sino eso, su incapacidad de simbolizar, su patológica asimilación, normalización, de la violencia, que el lector, en cambio, no puede normalizar. La radiografía es el horror. Una imagen demasiado íntima, que traspasa el ser hacia el galopante desarrollo de su propia negación, de la muerte.

Más allá del pacto ficcional, de la construcción fabulada de una historia más o menos cercana a una realidad referida, estas imágenes transgreden la comodidad del lector. Aunque podamos imaginarlas generadas por medios digitales, el razonamiento inmediato deberá ser que esas placas son de “alguien”, con lo que pensamos en alguien “real”. La novela ha saltado las barreras de lo ficticio y nos ha mostrado un documento, y no un documento que decide nuestras vidas desde lo escriturario, sino el retrato de una sentencia de muerte biológica. El horror que enfrentamos no es entonces un mal ficticio, la enfermedad del personaje, sino un fantasma que pertenece a nuestro mundo, a nuestra realidad.

La sucesión de estas imágenes, todas contrastadas con la imaginación (negación e ignorancia) de la narradora, que insiste en ver peces o a la misma virgen en su cuerpo, muestran el avance implacable de la enfermedad. Si ve en lo abstracto peces en un fondo marino, también es la profundidad el mejor medio para describir la experiencia de saberse enfermo de cáncer: “Nos miramos como si estuviésemos buceando, hundidos en la incertidumbre”.[8] Al mismo tiempo estos segmentos ensayan verdaderos poemas visuales, retan la percepción del lector al aventurar estas imágenes líricas sobre el rostro de la muerte.

Cuando Isidorita empeora de su infección vaginal, Nancy pide al médico que le lea un artículo de biología. Se reproduce un fragmento de más de una página que explica la naturaleza de un hongo que parasita un insecto, que lo infecta y finalmente asesina en una explosión de esporas. Sorprende la violenta belleza de ese “bicho-flor”. El artículo concluye del siguiente modo: “La pregunta que nos debería venir a la cabeza, en primer lugar, es: ¿qué es eso? ¿Cómo llamar a esa síntesis que surge de la infección?”. La pregunta es la que resume toda la novela, ¿cuál es el carácter ontológico de un cuerpo enfermo, un ser que incluye su propia negación, que está marcado de muerte?

Pero el símbolo esencial de la metástasis, enfermedad que infecta el cuerpo de su propia negación, al texto de silencio, es la X que vemos proliferar por toda la novela. Este signo hermético no es un grafema x, sino una cruz genérica, una marca simplemente. Señalización de lo desconocido, lo oculto, lo otro del texto: el silencio, lo otro del cuerpo: la enfermedad. La X va tomando sentidos a lo largo de la novela, pero sin ajustarse perfectamente a ninguno: En “¿Y qué se te perdió allá? XXX XXX XX”, es lo perdido; en “tres tumbas X X X”, las tumbas; en “Trabajar para los japoneses era una forma de condena a muerte lentísima X”, la explotación; en “esperé, afiebrada, aunque feliz moribunda, a que me la metiera X”, las distintas y cotidianas formas de la violencia; en “donde habían estado mis pechos y mi ombligo ahora habían cierres de jeans X”, los puntos de sutura; en “el Pato desapareció afuera de una disco X”, la muerte. Cuando finalmente el papá santo dice “Este mundo es un desierto de cruces” ya son esas cruces que por todas partes marcan los distintos modos de la muerte. Cuando advertimos que el silencio caótico de esas cruces va cubriendo toda la novela sin mucho más sentido que el que decidamos ponerle, como Nancy ve una mariposa en las radiografías, entonces esas cruces son ya plenamente lo innombrable. Porque Nancy es a la vez el personaje y la novela. Hemos estado contemplando, sin saberlo, las huellas misteriosas del cáncer.

No obstante, la muerte no forma parte de la narración, sino solamente, la enfermedad. Se nos va entregando la sosegada rapidez con que se expande el cáncer pero no su victoria final e ineludible. El de Nancy es un cuerpo enfermo, todavía un cuerpo vivo, aún capaz de compartir su experiencia. Nancy (personaje y novela) es un cuerpo narrativo. No es baladí que la narración sea cíclica, esa circularidad confirma un énfasis lírico, relativo a la experiencia y no a la facticidad de los hechos relatados. La experiencia de la enfermedad y de esa vida enferma vuelve sobre sí misma una y otra vez, dotando la experiencia de una gravedad inusitada y de una dimensión colectiva. Nancy reclama su representatividad. No nos encontramos frente a un horror fugaz, sino uno que se repite una y otra vez, eternamente; recurso extremo de énfasis.

Las cruces han tomado definitivamente toda la página 143, como la metástasis triunfando sobre el cuerpo, la muerte como dominio total de lo innombrable, incomprensible, indecible, de lo otro. La muerte que se confirma como totalización de la enfermedad pero que no la trasciende, no la anula. Solo para tomar las cruces en la página 144 la forma de reloj de arena, en cuya simetría se explicita la idea de un nuevo comienzo: el comienzo mismo de la novela. La muerte no se confirma como cesura, espacio trascendente –el cuerpo muerto no es ya más un cuerpo enfermo–, sino como sublimación de la enfermedad y como continuidad. Estas páginas pueden leerse como ese espacio donde se anuda la circularidad del texto, el engrosamiento en la cabeza de la serpiente que se muerde la cola, donde principio y fin se confunden, no existen.


Notas:

[1] Tomado de la tesis de licenciatura de César Morgado Muñoz: “La violencia como enfermedad terminal: Nancy, de Bruno Lloret”, Universidad de Chile, 2018.

[2] En la tesis de licenciatura de Javiera Arce Diaz: “Alegorías de la «post»: Enfermedad y cuerpo enfermo en obras actuales de Chile y Argentina. Nancy y Black Out”, Universidad de Chile.

[3] Utilizamos la tercera edición por Editorial Cuneta en 2018.

[4] Ibídem, p. 46.

[5] Ibídem, p. 69.

[6] También en Arce Díaz.

[7] Páginas 21 y 22 de la edición de Cuneta.

[8] Ibídem, p. 20.

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