Benoit Magimel y Isabelle Huppert en ‘La pianiste’ (Michael Haneke, dir., 2001).
Benoit Magimel y Isabelle Huppert en ‘La pianiste’ (Michael Haneke, dir., 2001).

“Una vez que lo cuentas, ya es ficción”, le dice un profesor de escritura creativa a su alumna. La alumna se le ha entregado sexualmente. Él es un negro alto, corpulento, y años atrás ganó un premio Pulitzer que ya no le sirve de nada. Trabaja en una universidad sin prestigio. Ella, aspirante a escritora, es más bien pequeña, delgada, muy blanca. Robert Wisdom contra Selma Blair, ambos con veinte años menos. Ella describe-escribe el suceso de la entrega (el profesor la atornilla de pie, contra una pared, y le pide que grite: Nigger, fuck me hard!) como para vengarse de la actitud (racista o no) del profesor.

Esto sucede en una película: Storytelling (2001), del incomparable Todd Solondz. El centro es un documento leído en una clase, un texto mal escrito en eso que los retóricos y lingüistas llaman presente histórico, un texto que anhela ser un relato-denuncia y que termina por ser un deficiente relato de ficción. Pero decir esto es tautológico porque todo relato es ficcional aunque se refiera a hechos probables. El profesor lo sabe. Ella no.

Si pasa por el yo testificador (y no hay manera de que no pase por ahí), cualquier relato es ficción o tiende a serlo. Deriva con fuerza hacia lo ficticio aunque los hechos permanezcan impasibles, tercos, en la memoria.

La novelista Elfriede Jelinek también usa, y diríamos que liberalmente, el presente histórico. Ese tiempo verbal es tan primario y básico como un virus, y se torna maleable de modo extraordinario, como bien se observa en su novela La pianista (1983). Es un tiempo de enorme plasticidad estilística y facilita la presencia de lo secuencial desde la perspectiva de la emoción.

Jelinek cuenta la tremenda historia de Erika, profesora de piano, y su alumno Klemmer, que la desea. Mujer delgada y, en apariencia, de aspecto algo desproporcionado, Erika no cree en amoríos ni en vínculos erótico-sentimentales. Confía tan sólo en el poder de la música, en la presencia irreductible y totalizadora de Schumann y Schubert. Pero Jelinek nos regala una frase muy dura, imprecisa, discutible y alarmante al inicio mismo de su novela: “Toda mujer puede ser encadenada a través de la conciencia de su imperfección física”.

Esa frase merece atención. Un parafílico heterosexual, devoto de un cuerpo de mujer mutilado, la entendería de modo muy particular.

Michael Haneke hizo, con La pianiste (2001), su versión de la novela de Jelinek, y algo muy serio quiere decirnos. La película, al igual que la novela, nos cuenta quién es Erika (Isabelle Huppert), exitosa profesora de conservatorio, especializada precisamente en Schubert y Schumann, y capaz de desarrollar una vida oculta, notablemente oscura, cuyas manifestaciones principales son la necesidad de ser humillada y maltratada físicamente y el deseo compulsivo de observar el sexo que practican los demás (me refiero a una secuencia que transcurre en un autocine, cuando se acerca a la furgoneta donde hay una pareja teniendo sexo y ella, antes de ser descubierta, se agacha, invadida por un placer que le arranca algunas lágrimas, y empieza a orinar).

Esta singular masoquista-voyeur vive con su madre posesiva y muestra, a ratos, actitudes y deseos sádicos. La novela de Jelinek apareja un maravilloso discurso entre lo empático y lo no empático, y el presente histórico le sirve para abrumarnos con la actualidad del pretérito de la profesora: triste, reprimido, sucio, vergonzoso, horrible.

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En condiciones de soledad imaginamos a Erika caminando por el frágil y estrecho sendero que separa el mundo de la música del mundo del sexo oscuro (por ejemplo, encerrada en el baño de su apartamento saca de su escondite una cuchilla de afeitar y se hace varios cortes en alguna zona del pubis, o de la vulva). La música expele una luminosidad resistente, mientras que el sexo (o ese sexo donde interviene la sangre) no deja de referirse a una suerte de nocturnidad. Jelinek escribe: “Se sienta con los muslos abiertos frente al espejo de aumento que usa para el afeitado, y realiza un corte que agranda la abertura que constituye la puerta al interior de su cuerpo”. La profesora es una masoquista muy especial: agrede (¿o acaricia?) la entrada de su vagina como si tal cosa.

Isabelle Huppert en ‘La pianiste’ (Michael Haneke, dir., 2001).
Isabelle Huppert en ‘La pianiste’ (Michael Haneke, dir., 2001).

Erika se supone que pertenece a un mundo exclusivo que ella “debe” honrar: la sociedad ilustrada de la clase media, a menudo en contacto con la clase alta francesa. En ese mundo hay familias poderosas que perpetúan el arte de dar conciertos privados, como en las viejas cortes. Pero Erika se rebela, diríamos, contra ese destino. Su viaje de Schubert a Schumann es una metáfora que analogiza el viaje de Erika de lo apolíneo-clásico a lo dionisíaco-romántico. De lo claro a lo retorcido. De las armonías explicables a las armonías intrincadas. De la lucidez a la locura.

Tener una doble vida y mantenerla a salvo de escrutinios odiosos le concede al yo una libertad donde las réplicas de uno mismo son manejadas con una libertad tan absoluta que nos haría llorar de felicidad. He ahí una elección. Y, tras elegir semejante destino, ¿acaso puede alguien juzgarnos con auténtico derecho a hacerlo?

Pero un día ese precario equilibrio de Erika (vaivén sentimentalmente costoso que ha hecho de su vida un péndulo estéril) se rompe de manera explosiva con la llegada al conservatorio de Walter Klemmer, un talentoso y apuesto joven estudiante de piano y deportista que se enamora de la profesora. Ella, que no deja de ser como mínimo una persona extraña de conducta a veces muy perra, lo recibe al final en un baño, durante un ensayo, y lo obliga a soportar una masturbación que, además de no ser mutua ni eficaz, pasa a ser una felación que se detiene, por voluntad expresa de Erika, justo cuando Klemmer pretende completar su orgasmo. Para colmo, Erika le impide al joven masturbarse. Y le ordena quedarse como está, en erección, frente a ella, sin acariciarse. Jelinek, audaz, escribe: “Klemmer emite los habituales gritos de alarma sin poder retenerse. Insiste en que hace todo lo que puede pero que ya no resiste más. Erika hinca los dientes en el glande […] y Klemmer grita como un salvaje. Ella lo hace callar. Él susurra como en el teatro, ¡ya!, ¡ahora! Y Erika se saca el pene de la boca y le hace saber que en el futuro le dará por escrito las instrucciones de lo que puede hacer con ella”.

El complejo psiquismo de este personaje no es, empero, lo más significativo de la película de Haneke. Ya antes, cuando ni siquiera Klemmer se había aproximado de modo inequívoco, Erika había hecho algo tan cruel que no puede sino entenderse como un acto cuya vergüenza se volvería contra ella, lacerándola en lo más vivo y humillándola hasta un límite impensable. Erika ha puesto vidrios rotos en un bolsillo del sobretodo de una alumna (Anna) con quien Klemmer estaba coqueteando y a quien él, durante el ensayo de un inminente y significativo concierto, ha ayudado a perder el miedo escénico. La chica mete una mano en el bolsillo y se corta los dedos y queda arruinada no sólo para el ensayo sino también para sus estudios.

Una especie de rebelión letal, aciaga, muy amarga, corre por dentro de esta profesora que asiste a peepshows, huele pañuelos de papel embarrados de semen y tirados en el suelo y, aun así, vomita cuando Klemmer eyacula en su boca luego de poseerla en un trastero de limpieza. Ha habido desencuentros, golpizas. Ha habido, también, clases de piano. Clases donde ella le indica que Schubert va del grito al susurro, o del susurro al grito, no de lo alto a lo bajo, o de lo bajo a lo alto. Estas distinciones, llenas de sutileza dramática, son correlatos de su mente, pero también de su complejísimo cuerpo. Casi diríamos que Erika pone la música, y a ciertos músicos, en función del misterio y la pasión que habitan dentro de ella.

Benoit Magimel y Isabelle Huppert en ‘La pianiste’ (Michael Haneke, dir., 2001).
Benoit Magimel y Isabelle Huppert en ‘La pianiste’ (Michael Haneke, dir., 2001).

“No tengo sentimientos, métaselo en la cabeza… Y si los tengo, ellos no triunfarán sobre mi inteligencia”, le dice a Klemmer. Aceptar o no la validez de esa frase no tiene tanta importancia como oírla en su pura existencia, en tanto realidad o deseo de ser.

Que exista un cuerpo articulado con esa frase y con la incursión nocturna, lunar, en la existencia, es más seductor como dilema moral y estético. Sin embargo, cuando Klemmer acepta ser el chico sádico que Erika anhela, ella misma se asusta. Tras los golpes y la sangre, el Klemmer de la película de Haneke exclama: “No puedes hurgar dentro de la gente y después rechazarla”.

La noche del concierto Erika espera ver y recuperar a Klemmer y lo busca en el vestíbulo del teatro. Pero él llega, la saluda con sonriente formalidad e, impasible, sigue de largo a reunirse con amigos y amigas que lo esperan. Entonces Erika, al ver que Klemmer se aleja y ella está definitivamente sola, saca de su cartera un cuchillo y se lo clava justo debajo del hombro. Es su última protesta. Y así, herida, se marcha. Es entonces cuando podemos decir que uno ama como puede, no como quiere. Bienaventurados los que aman, así sea desde la sangre, el miedo, la culpa y la distorsión del espíritu.

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