Carlos Garaicoa, ‘Soñamos en la superficie rayada de un cristal’ (instalación), Wellbeing Summit for Social Change, 2022. (THE WELLBEING PROJECT)

Bad art is inaccurate art.
Ezra Pound, The Serious Artist

Los artistas cubanos confunden el “arte de lugares públicos”, un arte trash que no se distingue del zafacón en la esquina de un parque, con el arte bueno que en medio de lo público es íntimo, e incluso secreto.

La obra reciente de Carlos Garaicoa procede por saltos populistas de vulgaridad; es la creación de un botellero del arte. Me refiero a las consecuencias perdurables del Porte-bouteilles de Duchamp (1914) y los fondos públicos y particulares que posibilitan la adquisición de tonterías inexcusables.

Viejos objets trouvés, como la rueda de bicicleta o el orinal, bastaron para expresar lo que remacha, un siglo y medio más tarde, la mayoría de los llamados “conceptualistas” –¡y aquella era verdadera basura!–. En cuestiones de conceptismo todo estaba dicho en las primeras dos décadas del siglo pasado.

Fountain (1917) lleva la rúbrica de R. Mutt (cruce de J. L. Mott Iron Works, fabricante de orinales, y los muñequitos de Mutt & Jeff), porque Duchamp no creyó necesario adjudicarse la perogrullada “la basura es arte”. Pero los modernos descubren mil veces el agua tibia. Y la firman.

Duchamp, ‘Fountain’, 1917. (Fotografía de Alfred Stieglitz)
Duchamp, ‘Fountain’, 1917. (Fotografía de Alfred Stieglitz)

Los espejos retrovisores de Carlos Garaicoa en París no se contentan con llevar la rúbrica del maestro: emiten mensajes inscritos sobre cristal convexo. Los textos son de una sanaquería inaudita (Trapped like a mirror image). No hay diferencia entre el conceptualismo tópico y las intervenciones de los ambientalistas que arrojan compota a Los girasoles: también ellos tienen un mensaje, también ellos pretenden echarle algo en cara a la sociedad. El artista y el vándalo son parte del mismo ecosistema ideológico.

Sobrevaloramos el arte viejo y le adjudicamos altos precios en el mercado de bibelots. Que esos tarecos pasarán sin penas ni gloria por el mundo es algo que debería saber, antes de lanzarse al bazar de imágenes, cualquier graduado de la Academia de Arte. Incluso Hitler, el supremo artista malo, sabía de estas cosas (ver “Apéndice”).

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Hace poco, durante un intercambio de mensajes de Instagram, le sugerí al pintor Tomás Sánchez la idea de borrar el ángel que aparece en uno de sus más famosos Basureros. Los cuadros de Sánchez siempre me parecieron comentarios mordaces sobre lo pintoresco, parodias de la hiperrealización, y los acepté como declaraciones grandilocuentes sobre la banalidad de la representación cuando esta alcanza el estadio terminal del fetichismo.

Cuando en el basurero aparece un Cristo en escorzo, un mesías que fue a dar con su yeso al muladar, la intención cómica queda reforzada: pero si vemos a un angelito azul en lontananza, puesto allí para consentir al marchante, entonces se rompe el hechizo y es como si el pintor comulgara con la impostura que le sirvió de coartada.

Tomás Sánchez, ‘El ángel perdido’, 1989.
Tomás Sánchez, ‘El ángel perdido’, 1989.

El autoengaño es el mayor peligro para un artista. Le pasó al David Bowie berlinés, que a partir de Heroes se toma en serio lo que había choteado en Aladdin Sane. El arte que se cree su propia mentira producirá mala conciencia, que es el pecado del ángel de Tomás, mientras que la divina ramplonería de los manglares y las cascadas difuminadas por luces cenitales apostaban por las contradicciones propias del bad painting.

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El pecado de un museo que se separa del devenir artístico para seguir la agenda ideológica o la corriente social del momento es descuidar su responsabilidad con la vida. El museo deja de ser templo de las musas, de servir a las diosas, para convertirse en lupanar político, en casa de citas del Partido. Un museo que deja de servir al pueblo y reniega de sus funciones populares para atender los caprichos de la élite degenerada, vale decir, politizada, es un basurero. Tal es el mensaje de los vertederos de Tomás Sánchez: basura al óleo, bazofia ungida.

El ángel desechable en un cuadro de Sánchez de 1989 es el genio del filisteísmo que contempla el futuro: un contrato futuro, lo opuesto del ángel de la Historia de Walter Benjamin. Ese futuro avistado pertenece enteramente al socialismo, o a algún tipo de formalismo. Lo nuevo, en cambio, huele a Pre-Nuevo, como señala Jeff Koons, por ser lo inverso de la basura historicista.

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¡Qué peligroso es Klee! Lo vi en Río de Janeiro, en 2019, en una exposición de sus dibujos y grabados. He aquí la confirmación, me dije, de que no hay diferencia entre el asesino y el artista que pretende acabar con el arte. El mismo impulso, el mismo deseo de exterminio y solución final. El artista verdadero crea ex nihilo y, simultáneamente, arrasa con todo. La fruición artística pone a disposición del creador un campo de exterminio. Exterminar una parte del espíritu humano, hacerla callar, censurar sus aspiraciones, es la función del arte malo.

El Angelus Novus (1920) de Paul Klee funciona como epitafio: “No hay documento de la cultura que no sea también un documento de la barbarie”, dijo Benjamin. Hacer de la censura de “lo bueno” un método artístico, la deformación de la norma y la introducción del mecanismo represivo (psíquico) en la Historia, es lo que hizo Klee al imbecilizar e infantilizar el arte.

Paul Klee, ‘Angelus Novus’, 1920.
Paul Klee, ‘Angelus Novus’, 1920.

Sus ángeles son luciferinos, agentes de liquidación, ni mejores ni peores que las SA. El Ángel de la Historia es, efectivamente, un ángel degenerado (entertarter), en el sentido de no proceder de ninguna parte, de carecer de generaciones, de ramificaciones, y hasta de género. Su acción concreta cae en tierra de nadie; es la nada expresándose en papel y tinta: la basura hecha arte.

Es curioso que Benjamin haya visto en esta minucia algo tan terrible, el signo de un cambio por venir; y que viera en ese pobre signo el espectro de la Historia, el mismo que planeaba sobre Europa y el mundo desde hacía setenta años. Con un golpe de garabato la modernidad quedó cifrada y destinada.

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Pero en Cuba no hay crítica de arte y las cosas se dejan pasar, en esta como en cualquier otra disciplina, sin dedicarles un pensamiento. ¿Quiénes son los críticos en Cuba? Sería bueno saberlo.

Sánchez respondió a mi sugerencia con un mensaje que decía: “¿Qué quieres que haga? ¿Que borre el ángel?”; y pensé que si Rauschenberg había borrado un De Kooning, ¿por qué Sánchez no habría de borrar un Sánchez? Aún más: calculé que si me presentaba en la galería Marlborough y tachaba yo mismo el querubín de Sánchez por un acto de terrorismo artístico, su obra imperfecta alcanzaría la perfección y, algo aún más esperable: pasaría a ser mi obra por simple inversión revolucionaria.

Sánchez, en su respuesta a mi pedido, objetaba que “eso [la pintura] no es tu especialidad”, a lo que respondo aquí que sí lo es, y que, de hecho –para embrollar más las cosas–, de solo pensar en la posibilidad del ángel borrado y comunicársela a Tomás por mensaje de texto, su obra se convierte automáticamente en mi obra; lo cual hace de la pieza (mía) un objeto de arte mucho más original que el original, según la escala de valores contemporánea. Pues, a fin de cuentas, la superación de la obra, ¿no es la función de la crítica?

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La obra de Noel León es un catálogo de símbolos. Hay pasajes donde el pincel devuelve bellas superficies y texturas aprendidas, como en The Artist Share (2018), y otros donde lo aprendido desaparece o se rebela contra la norma. Pequeños actos desesperados, como el de mear en una fuente; atisbos semióticos donde el artista protagoniza el mito, el drama duchampeano: teñir las aguas de oro al derramar en ellas el azufre filosofal. La anamorfosis del tubo de óleo en carne simboliza la condición transmundana del creador.

En Noel León el deseo de pintar “en grande” se ha ido. Lo que queda son lienzos en blanco comprados en las tiendas de materiales Michaels y Blick. El soporte material de sus visiones es un terreno común, y tal vez sea eso lo que Tomás Sánchez llama bosque y floresta, un campo mental, un retiro de meditaciones. Fragmentos de ese bosque pasan a ser los listones que sostienen el pedazo de tela: cuadrivio. Un maderamen sostiene la historia del arte. Bosques talados para que el pintor pueda distender sus ideas. La tela puede ser yute, lino o cualquier subproducto vegetal: encima de la fibra, el visionario reproduce la naturaleza. La representación de un pájaro azul sobre un formato de Blick acarrea, de por sí, un significado particular, una historieta. Encima de estos soportes no podría pintarse La ronda nocturna, aunque sí, tal vez, una noche estrellada.

Aquí la pintura es, en cierto modo, escolar. Retazos de lienzo vacío asoman, adrede, entre las pinceladas. Falta dar cuenta de cómo ese soporte puede contener la realidad. Es la gran pregunta del arte: cómo un soporte inerte, y cómo una naturaleza rendida, vencida y posproducida, puede recibir y soportar lo real. A mayor inanidad mediática, mayor misterio: un toque de vulgaridad subyace, descaradamente, a las imágenes filosóficas de un Pedro Álvarez, una Camila Lobón o un Noel León.

El lustre plumáceo de un pájaro cerúleo; unos mocasines de charol castaño que buscan las piernas de una niña por debajo de la mesa; un ojo de David Bowie; un ojo de Ella Fontanals-Cisneros; el cabello verde neón de La Diosa cubista; el tizón de un tabaco en la noche, recibiendo vida de la boca que inhala; la quemadura del autorretrato en el centro de la tela. Las palmas reales de cualquier bulevar suburbano. Comparar esas palmeras histéricas con los bosques de Tomás, un diálogo de la superabundancia y la obediencia: palmeras salvajes y espesuras oficinescas. Los espejos pedestres de Garaicoa versus el azogue que Noel opone, como un palíndromo, a la realidad.

El estilo es el mensaje. En una serie de retratos, el artista se toma atribuciones de pintor de caballete de una corte de los milagros. Un oficio perdido regresa de la mano del astuto dibujante, del colorista de olfato perruno. Un bestiario de gallos capones, palomas en picada, unicornios, machos cabríos y liebres copulando (Play Boys, 2010). Un panteón de afinidades electivas, o reacciones químicas a la presencia artística de otros confabulados, otros apresurados, fashionistas y contestatarios: Lucian Freud, Steve McQueen, Alice Neel, John Galliano, la Abramović, y un extraordinario Michael Jackson (This’s It, 2009), digno de figurar en el National Portrait Gallery. Todavía queda tela para girasoles, toreros, lechuzas y mucho iris.

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¿Quién es el decorador de interiores del Palacio? ¿Cuál es su nombre? ¿Por qué su obra no ha sido interpretada, ni desglosados sus escenarios oficiales? ¿Por qué nadie le muestra las tenazas críticas? ¿Por qué no existe un museo castrista que exhiba el sillón eléctrico de mimbre rococó, los Servandos pelúcidos, las gorras de pelotero verdeolivo con visera de tafetán y decoraciones cinco estrellas en hilos de oro? Secuestrar para ese futuro museo las butacas capitoné donde se asientan culos de presidentes bananeros. Butacas abofadas por la voluntad de poder, acentuadas con brazos de jiquí acaramelado, obras maestras de un filisteísmo cultural que ninguna pinacoteca y ninguna retrospectiva se digna reconocer.

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Tania Bruguera viste zaragüelles en conferencias de prensa donde la cubana ignorancia es versionada como nueva conciencia crítica. El chador desmangado, el cabello desgreñado y unos discursos en la misma tesitura de las alocuciones agropecuarias del primer Fidel Castro. Virtuosismo performático en el caso de Fidel, y señalización virtuosa, en el caso de Tania. Amasamiento de poder en el cuerpo: Tania alimentada con carne de ternera F2, en las antiguas impresiones de haluro de plata (1997), pare a la Tania que regurgita arengas estajanovistas. El micrófono se mece entre sus deditos cuando da de comer sobras de Arendt a la plebe. Hypostasis politicae: Tania devino obra; saltó del cuadro, la foto y la realia, instalándose en el museo sin paredes como icono militante del ethos academicista.

Apéndice

“La industrialización de un país provoca invariablemente una reacción paradójica y da lugar a un recrudecimiento de cierto romanticismo, que no pocas veces se expresa en la manía por coleccionar bibelots y objetos de arte un tanto cutres. Es un fenómeno que se repite con cada nueva migración del campo a la ciudad. No son los museos ni las pinacotecas lo que atrae a estos recién llegados, sino las capillas que fomentan el gusto por lo misterioso, como la gruta azul de las ninfas. El proceso de reajuste dura cincuenta o cien años.

“Por desgracia, el periodo de progreso económico e industrial en Alemania coincidió con un momento de vacilación y pobreza artística. No se puede, en justicia, culpar a las masas, cuando se piensa en la basura artística con la que los grandes industriales llenaban sus casas. Pero estos últimos eran gente inteligente, y a ellos les culpo totalmente.

“Las masas siguen sintiéndose atraídas por el arte cursilón, pero eso no tiene nada que ver con la degeneración artística. Si me preguntan si estoy dispuesto a aprobar esto, mi respuesta es que aprobaré todo lo que no conduzca a la depravación artística. La admiración por lo que a veces llamamos ‘belleza de caja de bombones’ no es en sí misma viciosa; da pruebas, al menos, de un sentimiento artístico, que bien podría convertirse más tarde en la base del verdadero gusto. Solo la depravación real en el arte causa un daño permanente.”

Hitler’s Table Talk 1941-1944
Introducción y prefacio de Hugh Trevor-Roper
Weidenfeld & Nicolson, London, 1953

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