INSTAR abre 2020 con dos directoras del cine pendiente cubano

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Lisandra López Fabé, Katherine T. Gavilán y la anfitriona Lynn Cruz, en la Muestra Cine Independiente-Cine Pendiente en INSTAR

El último fin de semana de enero de 2020 INSTAR volvió a sorprendernos con una nueva delicatessen en otro de sus ciclos de cine independiente y pendiente cubano. Entrevistadas por la actriz y escritora Lynn Cruz, del viernes 31 al domingo 2 de febrero, comparecieron al fin en el salón de visionaje dos de las tantas creadoras de la filmografía joven del patio. La propuesta resultó distinta no sólo por tratarse de las primeras mujeres que acuden al espacio, sino porque las invitadas lo fueron en tanto directoras, pero ante todo en su rol de guionistas –una función que no es muy valorada en el ámbito del séptimo arte, al ser casi siempre invisible, tras la figura de quien dirige los audiovisuales–. Katherine T. Gavilán y Lisandra López Fabé, cuyos nombres han estado sonando últimamente en las salas de cine por Leo Brouwer, el origen de la sombra –material que coronó este ciclo y que produjeron de modo independiente–, presentaron además cuatro de sus cortometrajes (uno de ficción y tres documentales). Gracias al diálogo suscitado tras la exhibición de algunas de sus piezas clave, el ciclo propició –como suele proponer la anfitriona– que el público pudiera bojear en las circunvoluciones de las carreras de las cineastas y aquilatar en el contexto autoral lo que ambas alcanzaron en su retrato del compositor cubano.

Katherine (Santiago de Cuba, 1988) es locuaz y risueña, y prefiere que la llamen Katy. Se ha desempeñado como guionista y voice coach. Graduada como actriz en el ISA, la vimos desdoblarse en el protagónico de Paco y Lucía, ese corto de ficción de 2017, del que fue coguionista con el director Francisco Castro, y que fue exhibido por INSTAR el 31. Asistió las noches del viernes y el domingo. Durante el diálogo, es apreciable que discurre con franqueza y con esa amplitud que da el irse pensando durante las conversaciones: pareciera que construye sus verdades en el aire, frente al interlocutor, dejándolo contemplar las volutas de su pensamiento. Ante preguntas capciosas, responde pronta y certera, sin dejar de mirar de frente ni de sonreír, como una niña que te acaba de conocer y te invita de rampampán a jugar con su mejor juguete, diciéndote: “Es prestado y ni si te vaya a ocurrir rompérmelo…, pero juega con él”. Al respirarla en su capacidad empática, no cabe duda de que la amistad y la relación de trabajo que la unía ya a Brouwer fueron la primera piedra de toque para levantar este edificio, como si se dijera… la primera escotilla abierta en las catacumbas del faraón.

Lisandra (Pinar del Río, 1986) comparte con Katy la franqueza, aunque es más breve y directa. Estudió en el Centro Onelio y ambas tenemos la sensación de habernos visto antes, pero no logramos descubrir dónde. Se graduó de Dramaturgia en el ISA, y desde entonces conoce a Katherine. En la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (EICTV) –acaso el pueblo más filmado y fotografiado de Cuba–, estudió Guion, y se unió en colaboración fecunda con Alejandro Alonso (Pinar del Río, 1987) y Rafael Ramírez (Holguín, 1983). Transmite una impresión de seriedad o distanciamiento (acaso reforzada por el blanco de sus vestiduras de iyawó). Poco a poco, sin embargo, se abre al espectador: desgranando anécdotas de trabajo y desnudando algunos de los resortes del programa de estudios de la Escuela de Cine, dejándonos entrar en su insomnio creador o en alguna de las noches en que salieron rotundamente conmovidos, tras las sesiones de rodaje en casa de Leo Brouwer.

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Cartel promocional del evento en INSTAR

De más está decir que las entrevistas de INSTAR (que se desatan a partir del acercamiento de Lynn Cruz como espectadora crítica, como actriz, como viajera inmersa en cada una de las aventuras audiovisuales que nos propone) son siempre un hallazgo tras cada visionaje. Entre los de estas tres noches, tuvimos un ejemplo claro de cómo se expresan en su porosidad y sus interconexiones las redes de colaboración en el arte, en particular, en una rama como el cine, que demanda por lo general un equipo.

Inquirida sobre las influencias de Ramírez y Alonso en su última pieza, Lisandra expresó que considera que todo lo que es está –digamos– trasp/vasado por la energía/la mirada de las personas con las que ha trabajado. (Habría que buscar algún verbo para describirlo –apunta–, que llevara delante el prefijo trans-). Tras reflexionar, aceptó con sencillez que ha ido llevando, “como una abejita”, las mieles (de los descubrimientos y de los referentes, de los intereses y de los estilos…) de un lado al otro, y que también ha contribuido a traducir el barroquismo de mundos complejos como el del director Rafael Ramírez (con sus tantas capas de saber) al ámbito del cine, al hilo de una “historia”. En cuanto a Katherine, nos reveló que uno de los secretos de Leo Brouwer, el origen de la sombra está en que al pensar el equipo –cuya composición fue una de las llaves con las que consiguieron entrar en el mundo del compositor– buscó personas que tuvieran una conexión especial con la música, como es el caso de Velia Díaz de Villalvilla.

Me encantaría discurrir sobre cómo en los escorzos de la arquitectura de Leo Brouwer…, en el dibujo de las escenas y escenarios, en el fluir de sus confesiones y en el sondeo –como con periscopio– entre las aguas de su vitalidad (de las clases al workout, del amor a la noche de Cuba: con su columna vertebral rota, del cordón espiritual de músicos que lo guían al arte que lo alimenta) se transparenta un método de hacer (estructural y de toma de posesión de los entrevistados por sus entrevistadores). Sin embargo, tras la atención desplegada por plumas como la de Ángel Pérez a los recovecos de “esa armazón metafórica deslumbrante”, sólo me parece pertinente aludir al largometraje en tanto ya iba siendo anunciado por el resto de los documentales de 2016 que INSTAR dispuso ante su público. Me refiero específicamente a Diario de la niebla de Rafael Ramírez, tanto como a Limbo y a Duelo, donde el cineasta holguinero, a cargo de la primera, y Alejandro Alonso, al frente de la segunda, siempre con Lisandra en el guion de montaje y con Jesús Bermúdez como posproductor de sonido, intercambiaron los roles de dirección, fotografía, edición y sonido directo, y compartieron el de productor.

Resulta difícil trasponer en unas líneas los viajes que emprenden estos documentalistas en Limbo o Duelo, y lo que lograron en sus ejercicios de la EICTV, en comunidades donde –según nos devela Lisandra– muchos otros estudiantes han filmado ya la práctica del espiritismo de cordón, típica de la región oriental de nuestro país. Ni la desolación, ni la (des)esperanza, ni la fe como refugio y cárcel, ni la corrosión de la vida rural en los rostros (de viejos y jóvenes) –que impresionan sobre todo al espectador de ciudad, al dizque ateo– son transmisibles en un boceto breve. Se trata de audiovisuales que, aunque tejidos entre la ficción y la vida, escudriñan en zonas del ser de raro acceso –entre lo imaginal y lo “sobrenatural”, lo metafísico y lo (in)corpóreo–, entreverados entre el estudio de caso sociológico y el antropológico. La experiencia que retratan los cineastas –según alude Lisandra, que como guionista no suele participar casi nunca de los rodajes– pasa primero por el conocimiento de la convivencia con los sujetos que serán filmados, y en casos como este se sabe que Alonso y Ramírez resonaron con un mundo de religiosidad que también marca algunas de sus historias familiares. Cosa común en Cuba; por eso tampoco entre el público faltó quien recordara una tía o una bisabuela poniendo vasos espirituales encima de los escaparates o pasando muertos y santiguando para quitar un empacho.

Huelga casi apuntar, sin embargo, que independientemente de nuestra fe de vida y del locus amoenus donde predominen estas prácticas, el espiritismo no es una práctica relegada sólo a los campos de Cuba (basta leer cuentos como “Los visitantes” de Calvert Casey o la novela Pequeñas maniobras de Virgilio Piñera), ni la distribución etaria de sus miembros excluye jóvenes. En asuntos de religiosidad, y menos entre la mal llamada “popular” (donde hallamos maceradas herencias de los esclavos, los ibéricos y, con suerte, hasta de los aruacos que poblaron la Isla), nada es entre nosotros agua pasada. Lo dice, más que el vestido blanco de Lisandra, su explosiva sonrisa, cuando Lynn o algún otro espectador se asombra ante lo inconmensurable de la creencia o del “abandono” (la entrega) de las personas retratadas a sus prácticas.

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No es raro que algo (el diablo de la ilustración –sin dudas–) grite dentro del receptor, ni que queramos saber más sobre el yo y las circunstancias de los “protagonistas”, sobre la probable transformación que podría haber tenido en ellos el saberse/verse filmados; o que alguien pida explicaciones sobre las pocas comodidades u oportunidades de ocio que han llegado a estos parajes. Nadie dijo que fuera fácil medirse con estos materiales, ni entrar en/salir de ellos desprejuiciados. Mas el respeto al individuo y la toma de lo real viviseccionado (a bisturí, como por capas de tejido en parafina coloreada) logran combinarse en manos de los realizadores con maestría, y conservar su “austera belleza” sin dejar de ser un ejercicio de ética –como diría en una entrevista para Bach Media Rafael Ramírez, al discursar sobre la permeabilidad de los límites de ficción y no ficción y tachar varias taxonomías que no se ajustan a su imago mundi ni a su corpus–. Así también –nos lo deja apuntado allí en alguna parte y lo suscribo–, consideremos que lo más impactante que debería suceder tras nuestro paso por documentaciones de estados mentales como estas no es que nos lanzáramos a juzgar lo que nos llega del otro, sino que nos sumergiéramos en nuestro yo para pensar nuestro lugar en el mundo.

Ciertamente, la historia de Yoan y su madre, internados en la soledad de la sierra, repitiendo el hijo el “camino” de visitaciones espirituales de su predecesora, llevando Duelo por el padre ausente, enfrentado a duelo con los espectros del insomnio (trayendo sobre la espalda la “impedimenta” de los años, como una mula en los abismos de la noche), o las anécdotas de los entrevistados en Limbo sobre sus experiencias antes de entrar en el centro de la práctica espírita, sus trabajos y sus días, sus vibrantes canciones, sus danzas o sus giros al contrario de las manecillas del reloj, son sólo tránsitos o salones de espera que nos hablan de otra cosa. ¿Cómo palear con la comprensión de la vida y la muerte, cómo cruzar el delgado hilo que las separa?

No en vano la exploración de arquetipos como lo eterno, el mal/el bien, la naturaleza, el tiempo circular, el poder… comunica este par de piezas con otro donde el tejido documental se halla mucho más encriptado: Diario de la niebla, donde la fotógrafa Laura Sanz se desplaza magistralmente por los paisajes del cablerío de San Antonio. Un tren, 500 radistas y los hogares de algunos pocos ancianos del lugar, cuyas vidas fueron documentadas por Rafael…, son sólo la primera capa o pátina de los múltiples escenarios que abarca la compleja estructura de este filme (que se revela fragmentado, dejando trozos de cinta en las tinieblas). Un material que se justifica como “Informe Bahamut”, montado a partir de las grabaciones de un paciente, Vulcan de Xardos. Un mundo de niebla (Tagen, nube de los muertos…), con sus adoradores, en Dzerzhinsky. Un doctor (James Cracker Fishbourne), un guardián (Julius), ¿un aviador?, un sembrador. Pájaros que captan el crepitar de la neblina. Una vaciedumbre existencial (una ciudad como campo de batalla) capitaneada todavía por guerreros que se enfrentan a todo menos a lo infructuoso de su sino.

El ciclo de una niebla que “cancela” estos territorios noche a noche, para vomitarlos cada mañana da la brújula y permite perseguir una obsesión anotada por Ramírez; que, bien mirada, se transparenta en el resto de lo visionado. Y pienso en preguntas gigantescas, del tipo ¿ser o no ser?: ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? ¿Qué hacemos aquí, si no hay nada grande que hacer? E incluyo en esta aseveración tanto el largo de Brouwer –quien curiosamente habla de la sombra como el principio de todo–, como Paco y Lucía: esa historia de un par de amigos de carácter opuesto que, unidos bajo el techo de un apartamento habanero, deciden rebasar sus mezquindades para pensar juntos el futuro.

Creo, en efecto, que viendo en perspectiva El origen de la sombra, podemos presentir pasadizos de uno a otro filme, en la última entrega de INSTAR. No sólo trasegares de polen, sino un movimiento especular que dramatiza y lleva a la representación rutinas como rituales, que desviste las vidas documentadas y no vela sus desgarraduras, ni con lentes ni con sombras ni con niebla, sino que sabe colocar a las personas que filma en lo más álgido de lo que los insufla o agita, en el turbión de sus pasiones/ensueños/rabias, al tiempo que quiere –como subrayaba Katherine– matizar sus gradaciones, ver también lo que hay de hito en hito –debajo de las composiciones vitales, entre la nota negra y la blanca–. La cámara y el guion han sabido aquí llevar (que es perseguir) a estos individuos hasta puntos climáticos de la ronda de su existencia, como si se tratara de dirigir actores, y el material resultante es un híbrido que no esconde su carga lírica o expresionista, ni elude que trabaja, selectivamente, con una trama estetizada, donde ficción y documento se entreveran y nutren, traslapándose en palimpsestos de sentido, dando pie a lecturas literales, alegóricas y anagógicas. Gracias a estas guionistas/directoras, como a Alejandro y a Rafael, por iluminarnos –como diría Leo– sobre lo que dejamos al pairo tantas veces, mientras planeamos (por) la vida. Seguir explorando nuestras oscuridades le da sentido al rumbo.

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Jamila Medina Ríos en poesía: Huecos de araña (Premio David, 2008), Primaveras cortadas (México D. F., 2011), Del corazón de la col y otras mentiras (La Habana, 2013), Anémona (Santa Clara, 2013; Madrid, 2016), País de la siguaraya (Premio Nicolás Guillén, 2017), y las antologías Traffic Jam (San Juan, 2015), Para empinar un papalote (San José, 2015) y JamSession (Querétaro, 2017). Jamila Medina en narrativa: Ratas en la alta noche (México D.F., 2011) y Escritos en servilletas de papel (Holguín, 2011). Jamila M. Ríos (Holguín, 1981) en ensayo: Diseminaciones de Calvert Casey (Premio Alejo Carpentier, 2012), cuyos títulos ha reditado, compilado y prologado para Cuba y Argentina. J. Medina Ríos como editora y JMR para Rialta Magazine. Máster en Lingüística Aplicada con un estudio sobre la retórica revolucionaria en la obra de Nara Mansur; proyecta su doctorado sobre el ideario mambí en las artes y las letras cubanas. Nadadora, filóloga, ciclista, cometa viajera; aunque se preferiría paracaidista o espeleóloga. Integra el staff del proyecto Rialta.

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