El expresidente Donald Trump habla en la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC), el domingo 28 de febrero de 2021, en Orlando, Florida (FOTO abc news)

Ante los embates de inseguridad que me acorralan, de vez en cuando, me pongo a contemplar las contradicciones de las personas que se aferran a las palabras como la clave de la salvación de la humanidad. Inevitablemente, me da por cantar una pegajosa canción del salsero venezolano Oscar D’León:

Comunicándonos algo,
podemos vivir en paz;
si sentimos que fallamos,
comuniquémonos más.

Lo que hace en clave salsera el músico es expresar el credo fundamental del utopismo lingüístico: el cuidado de las palabras salvará el mundo. Para las y los heraldos de la comunidad, las palabras son materia de fe. En cambio, para las y los dudosos, las palabras son enigmas sin resolver, a veces hermosos, a veces peligrosos, pero siempre dignos de mayor escrutinio y reflexión.

Anteriormente, con mi bata de laboratorio, investigué las estrategias de la autoridad para articular violenta o consensualmente la lengua oficial con el discurso público, en determinados contextos políticos, tarea de suma importancia. Sin embargo, ahora, con mi lente de ensayista, me parece igual de importante interrogar cómo se ciñen el habla y la esperanza, lo discursivo y lo utópico. En estos tiempos turbulentos, me preocupa mucho el papel que juega la duda, si las hay, en el cuestionamiento de la realidad y en el abordaje de nuestras ilusiones compartidas.

En resumidas cuentas, el proceso de la perfección de la humanidad (¡vaya tarea!) exige hablar de todas las cosas y con casi todo el mundo, todo el tiempo. Dedicarse seriamente al cuidado de la palabra significa ir recorriendo las cuadras del vecindario con la intención precisa de intercambiar palabras amables con la vecina, el vendedor ambulante de la esquina, la excompañera de trabajo de tu prima y la primera persona extraña que se te arrime en el parque. Es como una abeja que se la pasa arrancando las flores de la amabilidad y esparciendo las semillas de la esperanza en su colmena:

Like picking hopes and making friends with all.
Yet glass will bear a harder fall. (John Clare)

A todo esto se dedica con gran esmero la especialista innata en la comunicación interpersonal y comunitaria. Su mundo es un jardín que se cultiva con palabras.

En sus respectivas comunidades, el utopista se consagra como el animador de la gente y el consolador del sufrimiento humano. Promete que vendrán más y mejores cosas. En efecto, su cultura discursiva se vincula a una ética del servicio y apoyo, imposible de desplegar por igual. Precisamente, el estar tan emocionalmente presente en el día a día le impide estar presente en otros momentos, acaso más críticos. Por lo tanto, la utopista vive en una tensión locutiva, en la búsqueda del fin de perfeccionar las realidades de los interlocutores implicados, que resultan demasiados y demasiado necesitados del aliento de las palabras, entre otras penurias y escaseces.

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Ese afán utópico por propagar el deleite y la salud comunicativa nos resulta extraordinario, especialmente al contrastarlo con la incapacidad expresiva de la persona tristemente aislada o subeducada que, a lo sumo, maneja dos registros, el silencio asfixiante y el grito embrutecido. El perenne nudo de garganta de este sujeto del fatalismo social es un reflejo de su condición de incomunicabilidad y aislamiento en una sociedad que lo desecha y encuentra más provechoso el parloteo sin sentido del animador o la labia ágil e implacable del político.

Por otro lado, al considerar las sociedades en las cuales la gente tiene menos contacto y se habla cada vez menos a causa de la violencia y el miedo que imperan, la práctica comunicativa-comunitaria es generosamente bienvenida y merecidamente admirada. La intención y tensión del utopista de la palabra se pueden definir, nada más y nada menos, como el afán de comunicar su afabilidad utópica, hacerse el uno al otro más amable, es decir, poner las palabras a trabajar en la construcción de una sociedad más amorosa.

Sin embargo, ese utopismo lingüístico del comunicador amoroso, a veces, también se roza con el de otro afanoso trabajador de la palabra, tal vez más peligroso, el del tipo que utiliza la palabra exclusivamente para fortalecer su intelecto, convertirlo en un músculo hipertrofiado. Me refiero al intelectual sobreeducado, con voluntad de hierro, experto en la violencia expresiva, que, en sus incesante especulación y debate, siempre querrá tener la última palabra en todo y establecer su inteligencia superior. Se trata del intelecto que perpetuamente se autoaplaude por sus vanas presunciones. No todos, pero muchos acaban sentados en cátedras en la universidad, en sus pequeños feudos, ordenando sus subordinados y manipulando a sus acólitos, haciendo negocio. El oficio de ocupar el lenguaje o el negocio de tomar la palabra reúne a los intelectuales estereotípicos, tanto de “izquierda” como de “derecha”.

Ante la corriente portentosa de su discurso deslumbrante o su elocuencia provocadora, algunos utopistas se dejan clientelizar por los herreros de la palabra con su inteligencia totalitaria. Ojo: es totalitaria porque solo crece subordinando otras inteligencias, bajo la ilusión de que existe una inteligencia suprema. Puede que los haya reunido el azar o que hayan sido arrastrados por la maquinaria asociativa de la universidad u otra red social, pero ambos, los utopistas y los monopolistas de la palabra, se involucran activamente en la misión sagrada de civilizar mediante la construcción de la ciudadanía letrada y el cambalache de historias y discursos. Si bien la lengua es un órgano para amar, igual se presta para uno ganarse la vida, riquezas, guerras, gloria y fama, no sin algunos trucos del oficio.

En efecto, el trabajo académico es un negocio, perpetuamente en bancarrota, pero negocio al fin. Precisamente, en tal oficio, también funcionan los métodos de explotación del mercado y la especulación de la bolsa de valores. ¿De qué otra manera describir la maniobra de poner a las estudiantes a que sean ellas las que coleccionen los datos que terminan en nuestros trabajos de investigación o la costumbre de asignar libros caros a nuestros educandos? Otro rasgo, identificado por el pensador y escritor puertorriqueño Julio Ramos, es la estrategia de borrar las huellas de las lecturas que hacemos, creando el efecto de la originalidad e inmediatez de nuestra comunicación. Por cierto, hablando de moneda, ¡si tuviera un dólar por cada vez que escuché a académicos, por un lado, elogiarse por su lucha por la emancipación lingüística en todos los rincones del mundo, mientras, por otro, exigen volar en primera clase o clase preferente o recibir atenciones exclusivas, sería millonario!

Obviamente, los insiders del campo no describirían así el estado de las cosas. Ellos dirían que la lengua es una casa donde cabemos todas y todos. La ilusión de sumergirse en la creación y la genialidad, y de ser admitidos en el divino jardín del intelecto, produce una sensación de poder mágico, que ofusca las minucias de la vida y nuestras relaciones. O sea, que el trecho entre el utopismo lingüístico y el fascismo lingüístico, a veces, resulta corto. La idea de que hay esperanza, mientras se escuchen las palabras, liga al utopista y al fascista.

Sin embargo, más que nada, los vincula el éxtasis de la comunicación, esa ola comunicacional intensa, compuesta de alegría y admiración por la palabra que quiere registrarse en el archivo, sin más, hacerse oír. El sociólogo francés Jean Baudrillard se refirió a este fenómeno como “el delirio obsceno de la comunicación”, una forma singular de placer, “pero aleatoria y vertiginosa”, que simula o da la sensación de compenetración de voz y oído, de la interlocución inmediata y satisfactoria. En sus estudios de las respectivas obras de José Martí y Luisa Capetillo, Julio Ramos define el fenómeno como la comunicación anclada en la ficción del signo hecho carne.

Hay muchos ejemplos históricos del éxtasis de la comunicación. Pensemos en esa fascinación ejercida por los discursos extensos y ardientes de las figuras totalitarias. ¿Qué es Trump para sus seguidores, sino la plasmación de la palabra intumescente y centellante que todos ellos quieren poseer y disfrutar? Hay muchos análisis sobre el modo y el efecto comunicativo de Trump. En casi todos los sondeos en los que preguntan a sus militantes respecto al perfil comunicador de Trump, estos responden igual. Aquí parafraseo: cuando ves a las personas, algunas veces, te da esa sensación de lo real y consecuente que son con lo que dicen [..] Solamente con ver la expresión de su cara, sus gestos, la forma en que habló, siento que probablemente está diciendo lo que tiene en mente. Siento más confianza en él. Lo curioso es que esta descripción no es tan diferente a como muchos en la izquierda describieron la elocuencia de Obama, pero enfocados más en su “elocuencia” y “el tono elevado de sus palabras”.

Acabo de ver un clip de video, muy interesante, de una entrevista televisiva, en la cual Fidel Castro le dijo a Hugo Chávez, acercándosele con una entrega trascendental: “te has convertido en un maestro y un campeón de la comunicación”. A aquel joven Chávez, humilde e idealista, le conmovió tanto ese elogio. Años después, Fidel Castro y Hugo Chávez retomarían este famoso y amoroso retozo comunicacional, retándose sobre quién tenía el discurso más largo de la historia. Elegí estos ejemplos intencionalmente. Son ejemplos de cómo algo tan íntimo, como la comunicación humana, se convierte en algo que se puede comprar y vender para el goce masivo, para excitarnos, tal si fuera pornografía verbal.

Asimismo, también consideremos la gran cantidad de esfuerzo y tiempo que ahora le dedicamos a consumir (tal si fueran golosinas) y también producir textos, imágenes, mensajes, manifiestos, etc. en los medios de información y las redes sociales. El éxtasis de la comunicación nos arrolla a todas y todos. Nos convierte a la mayoría en procesadores de palabras (e imágenes), clientes fieles de un monopolio o sujetos de una especie de totalitarismo, en cualquier caso, presas del que tiene la palabra, ya sea criatura humana o inteligencia artificial (IA).

Observar el comportamiento de cortejo fascista-utopista nos remite a una cuestión considerada por pocos, pero sumamente importante: la cuestión de cómo el deber y la generosidad, elevados a un tono demasiado alto, podrían desinflarse y caer convertidos en indiferencia cruel y en un egoísmo vacío. Pero, no vayamos a ser injustos tampoco. La esperanza es algo maravilloso y ser el “faro de la esperanza” es una enorme responsabilidad:

Oh, wondrous power of words, by simple faith
Licensed to take the meaning that we love! (William Wordsworth)

Por el rumbo incierto del mundo también deambulamos nosotros, con todos nuestros vicios. Somos los rastreadores que no podemos dejar de sacudir el aire sospechoso que tienen las palabras. Por nuestra peculiaridad, somos percibidos como tipos toscos de lengua árida y pedestre. Se nos tacha de “nihilistas”. Somos “los ciudadanos insanos” que describió el intelectual y escritor puertorriqueño Juan Duchesne Winter. A diferencia del ciudadano consensual de la sociedad civil, el ciudadano insano es incorregible, impublicable e irremediable. Con su cédula de ironía, este antiestratega se la pasa a la deriva en vagabundeo sistemático contra las corrientes políticas y las modas sociales, cuestionándolo todo.

Nunca pisamos fuerte con nuestras palabras. Nuestro acento es inclasificable y eso nos marca como gente de ninguna parte, gente sin atributos. Sin embargo, sí constituimos una comunidad peculiar, la comunidad del “aún no” y “ya, veremos”. Pertenecemos a la comunidad del escepticismo sonriente y risueño (¡amen de nuestro fundador Pirrón!). Nos cobija, por así decir, una terrible desilusión con respecto a la capacidad explicativa y persuasiva del lenguaje. Dudamos de las palabras (incluyendo las nuestras) y de todo orden narrativo. Consideramos que la multiplicidad de los fenómenos y experiencias y nuestra condición fraccionada escapan al alcance de cualquier esfuerzo de teorización o hilo narrativo. Dejándonos llevar más por nuestra intuición y la experiencia, nadamos contra las corrientes del discurso y del mundo. Al contrario de los propagadores expertos del discurso, buscamos mirar, escuchar, contemplar y conectar con el mundo, sin la necesidad de pintarlo con los colores de nuestras voces.

Sin ser totalmente ajenos a la seducción del lenguaje, somos conscientes de que nuestra forma de vivir, contra la corriente de la palabra, es exigente e implica la aniquilación de la mayor parte de nuestra vida psíquica y social. Sin embargo, ¿sería la aniquilación de nuestra vida socioafectiva tan gran pérdida? En efecto, corremos el riesgo de ser olvidados. Pero, acaso, esa sea la clave: el querer ser olvidado. Para la biodiversidad y la salud ecológica del planeta, olvidarse de uno mismo es seguramente lo más sano que puede hacer un ser humano.

Lo nuestro se trata de una especie de escepticismo vital, que, paradójicamente, encarna la cultura del “yo” y, a la vez, mitiga la cultura del “yo sé mejor que nadie”. Si son muchas las utopías posibles, entre ellas debe contar nuestro escepticismo rigurosamente risueño, nuestro esfuerzo perenne, la utopía del ensayo. No poseemos la oración de las siete potencias del amor ni tenemos las curas para los males de la sociedad, pero seguiremos buscando.

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