Arezzo 2 AC Milan 2, Serie B, febrero de 1983 en el Stadio Comunale, Sergio Battistini marca en el minuto 7 el primer gol del Milan
Arezzo 2 AC Milan 2, Serie B, febrero de 1983 en el Stadio Comunale, Sergio Battistini marca en el minuto 7 el primer gol del Milan

Mi padre es famoso en Italia, dijo de pronto. Bueno, no es tan famoso en toda Italia, pero sí es muy famoso en Milano. Él fue futbolista, jugó en el AC Milan. Vio la cancha en apenas tres partidos, pero en el primero de ellos agarró un rebote en tres cuartos de cancha, tiró una chilena y la clavó en el ángulo. Fue una pintura de gol, una obra maestra. Al otro día, mi padre estaba en la portada de todos los diarios de Italia: FLAVIO GATTI “IL MAESTRO”, Il Corriere dello Sport. MILANO SOGNA CON GATTI, La Gazzetta dello Sport. GATTI È DIO, Il Secolo XIX.

Todo esto lo dijo en italiano, y precisó que se lo había aprendido de las tantas veces que Flavio ─esta vez llamó al padre por su nombre─ lo repetía en casa leyendo los viejos recortes de periódicos que guardaba.

La verdad es que Flavio fue un futbolista de mierda ─siguió─, de hecho, hasta el momento en que metió ese gol llevaba una vida de mierda. Después me preguntó si quería escuchar su historia y yo me encogí de hombros. Él se arrellanó en su asiento, prendió un cigarrillo de una marca desconocida por mí y habló:

Debo comenzar diciendo que Flavio tenía una prometedora carrera como cineasta. Sus padres se esforzaron por darle una buena educación desde la cuna y, al cumplir los dieciséis años, lo matricularon en la Prima Scuola di Cinema. Allí conoció a Antonio Politano, un chico de clase media que pronto convertiría en su mejor amigo.

Los dos tuvieron un primer año excelente, con notas altísimas, y sendos trabajos finales que impresionaron a todos los profesores. Flavio presentó un corto titulado Vicino al bosco que, según me han dicho, hoy día se estudia en la Scuola como un perfecto ejercicio de montaje cinematográfico. En su segundo año Antonio lo introdujo a las drogas. Al principio solo fumaban marihuana, y luego experimentaron con el LSD y otros psicodélicos. En esos meses Flavio escribió el guión de L’italiano brillante, un largometraje que se rodó en Verona con financiamiento del Gobierno. Ese filme llegó a manos del propio Michelangelo Antonioni quien, invitado a dar una conferencia ante los alumnos de la Scuola, preguntó desde el estrado por Flavio Gatti y al pararse este lo convidó a estrechar su mano y tuvo, frente a todos, palabras generosas para con su trabajo. Poco después L’italiano brillante ganó una mención en un festival de cine en México y Flavio pasó dos meses de intercambio en la UNAM. Allí conoció al chileno Alejandro Jodorowsky y a los mexicanos Arturo Ripstein y Jaime Hermosillo, con quienes viajó brevemente a Sonora y asistieron juntos a un ritual psicodélico en el que fumaron el veneno cristalizado del sapo bufo. Flavio sostiene que esa fue una experiencia determinante en su vida, y que no sabría explicar la razón.

A mediados de curso, Flavio y Antonio comenzaron a meterse drogas duras y a tener problemas en la Scuola. El director les tenía paciencia, pues sabía del talento que atesoraban los dos alumnos. Sin embargo, un hecho excepcional colmó su paciencia: Flavio y Antonio se presentaron desnudos en la plaza de la Scuola sosteniendo una olla cada uno. Allí, a la vista de todos, cagaron en los recipientes y, usando sus manos, pintaron con la mierda un extravagante mural de tres por cuatro metros. En su defensa dijeron que había sido un performance. Tal vez la mentira hubiese funcionado de no estar tan drogados que explicaron la “obra” de maneras diferentes. Flavio dijo: “Realizamos una nota en bajo de página de Las 120 jornadas de Sodoma, del maestro Pasolini”. Por su parte, Antonio dijo: “Es nuestra figuración del gobierno de Sandro Pertini, que es un canalla”. El exabrupto terminaría con la expulsión de ambos de la Scuola y el fin de sus aspiraciones en el mundo del cine.

Flavio no estudiaba ni trabajaba. Frecuentemente llegaba drogado a la casa y les gritaba insultos a sus padres; incluso llegó a golpear a su madre dos o tres veces. Su padre —que ya de por sí no le perdonaba su descalabro académico— le recogió todas sus pertenencias y lo sacó a empujones a la calle. Flavio vagó durante un mes por la ciudad de Milano. Como tenía apenas diecisiete años, la gente se apiadaba de él y le daba de comer. Quizás se hubiese muerto de no ser porque, al mes siguiente, Antonio se fue de su casa por un motivo que nunca supe. Un problema similar, imagino. En este caso, los padres de Antonio fueron más indulgentes y le cedieron un apartamento en la calle Romagna que ellos, a su vez, habían heredado de sus padres y hasta ese momento estaba desolado.

Allí se instalaron los dos y siguieron haciendo sus trastadas hasta que se vieron sin una lira. No tenían ingresos de ningún tipo, pasaban mucha hambre y los dealers se negaban a fiarles más drogas. Entonces, Antonio tomó la decisión que iba a cambiar su vida: acondicionó el garaje que estaba en los bajos del apartamento y lo convirtió en un taller. Sabía de mecánica automotriz porque su papá trabajaba en una fábrica de Fiat y él, desde niño, lo miraba arreglar su auto ─que según dice, se rompía con mucha frecuencia─ para poder ir a su trabajo, que estaba a unos cuantos kilómetros, en la vía Cesare Battisti.

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Con el paso de los meses Antonio dejó de drogarse. Él mismo dice que dejó las drogas porque no tenía tiempo. El trabajo en el taller le consumía todas las energías y al llegar la noche caía rendido a la cama. Flavio dejó de drogarse porque se quedó sin compañero para hacerlo. Anduvo solo en las noches, como un muerto viviente, hasta que decidió no seguir así y le pidió a Antonio que le enseñara mecánica automotriz.

Flavio, indudablemente, fue “tocado” con el don de la inteligencia. Puso toda su voluntad y aprendió los misterios de la reparación de autos en un corto período, de modo que pasó de ser el ayudante de Antonio a equiparársele en conocimiento y experticia. Poseían la agilidad de la juventud y sorprendentes habilidades de mecánico viejo.

Los clientes corrían la voz de que en la calle Romagna había unos chicos que eran los mejores mecánicos del sur de Milano. El negocio crecía a ritmo acelerado y se vieron en la necesidad de ensanchar el taller y contratar nuevos empleados. Arreglaban una buena cantidad de autos al día y, aunque subieron el precio para que bajara la demanda de sus servicios, los clientes seguían haciendo colas a lo largo de la calle. Para ese entonces ya tenían más dinero de lo que nunca hubiesen imaginado.

El florecimiento del negocio vino acompañado de una pesada carga de trabajo. El tiempo de Flavio se vio ocupado en su totalidad por papeles, cheques y trámites burocráticos. A Antonio se le daba bien ese mundo; Flavio, en cambio, se halló convencido de que ya no era dueño de sí. Un día de aquellos le pidió a su amigo que redujese sus horas de trabajo y Antonio le contestó que no, que eran tiempos de esforzarse cuanto fuese posible en aras del crecimiento del negocio y que bastante favor le hacía cubriendo las horas en que él (Flavio) se iba a jugar al fútbol.

Flavio jugaba en las categorías inferiores del AC Milan desde los ocho años. Su padre lo llevaba a los entrenamientos todos los fines de semana. “Íbamos con Lucio Battisti o con Patty Pravo en la reproductora”, contaba, “cuando jugábamos los partidos de la liguilla, mi papá era el hincha que más resaltaba”. «¡Bravo, mio figlio!» «¡Grande, Flavietto!», gritaba desde su palco mientras agitaba una bandera rojinegra”. Luego se iban de vuelta por la Tangenciale Oeste. Cuando el equipo ganaba ponían a la Premiata Forneria Marconi a todo volumen. Su padre cantaba imitando a Franz Di Cioccio y Flavio golpeaba los asientos haciendo las veces de baterista. Siempre dice que esa fue la etapa más bonita de su vida y que todavía sueña con las montañas verdes a ambos lados de la Tangenciale y el viento frío que viajaba desde las cumbres alpinas hasta la ventanilla del auto.

Un año después de la ampliación del negocio, en julio de 1981, llamaron a Flavio desde las oficinas del Milan y le advirtieron que la institución no consideraba renovar su contrato (el cual terminaba en el verano siguiente) debido a sus continuas faltas al entrenamiento, al empeoramiento de su condición física y a su bajo rendimiento en la cancha. A Flavio le cayó un balde de agua fría. Él cobraba un sueldo despreciable como futbolista (unas veinte liras a la semana), pero amaba el fútbol o, mejor dicho, el fútbol representaba para Flavio la nostalgia por una candidez que se había ido para no volver. “Sus únicos años de felicidad”, como él mismo dice. A partir de ese momento dejó de faltar a los entrenamientos y, para la insatisfacción de su colega, hizo a un lado su trabajo en el taller.

Antonio le ofreció un aumento considerable de salario, la dirección de una sucursal que abriría de inmediato en el otro extremo de la ciudad, y un puesto directivo en la empresa que ya se esbozaba. En la aventura del fútbol tener talento no basta. Hay un sinfín de contingencias que pueden acabar con la carrera de un jugador: una lesión, un director técnico, los malos manejos de un agente deportivo, etcétera. Eso le dijo Antonio. Mucho le insistió, pero al cabo no le quedó más opción que rendirse con su amigo y encontrar a un nuevo hombre de confianza que supliera a Flavio. No le tomó demasiado tiempo. Ítalo Rossi, se llama el tipo. Hoy día él y Antonio son millonarios. Si algún día vas a Milano visita los talleres Due Minuti y verás la gran corporación que han construido.

Hacía tiempo que Flavio no peleaba casi ningún balón. Lo regateaban con la mayor facilidad y no más poner un pie en campo contrario perdía la posesión o no conectaba con sus compañeros. El míster le recriminaba continuamente su falta de compromiso y su holgazanería en los entrenamientos. Era un jugador nulo. Flavio inició la pretemporada como reserva del equipo sub-20, pero, como todo en esta historia, eso estaba a punto de cambiar.

Decidió trabajar con la intención de convertirse en el mejor futbolista del mundo. Talento, de seguro, no le faltaba. Al solo pisar la cancha, la mente de Flavio comenzaba a adivinar intenciones, calcular distancias, y tender relaciones que para cualquiera de sus compañeros eran invisibles. Digamos que, donde un buen futbolista veía tres jugadas posibles, Flavio veía seis o siete. De manera acertada concluyó que, al ser el fútbol una actividad física, debía lograr una perfecta fusión entre la mente y el cuerpo: traducir sus ideas en acciones sobre el tapete verde.

Era el primero en llegar a los entrenamientos y el último en irse. Tonificó su cuerpo en apenas dos meses y depuró su técnica hasta la saciedad. El míster quedó impresionado por su durísimo trabajo durante la pretemporada y comenzó a darle minutos desde el banquillo. Pronto, Flavio se adueñó de un puesto en el equipo titular. En sólo doce juegos logró anotar once goles y repartir quince asistencias. Eso le bastó para ser considerado como el mejor jugador de las categorías inferiores y, en octubre de ese año, el míster llegó a decir en una conferencia de prensa que tenía bajo sus órdenes a la mejor pierna zurda de Italia.

El club andaba mal y necesitaba poco menos que un milagro para salvarse del descenso. Para colmo de males, se lesionaron de larga duración dos centrocampistas del primer equipo: Adelio Moro y Sergio Battistini. Como se preveía, a Flavio le fue informado durante las vacaciones de invierno que pasaría a formar parte del primer equipo. La noche de ese día Antonio lo invitó a un bar muy famoso en el centro de Milano con el fin de celebrar el presente y el futuro de sus carreras. Flavio aceptó, pero dijo que no iba a beber alcohol arguyendo que el míster se lo había prohibido. Antonio, que nunca había visto a su amigo rechazar una copa, llegó a pensar en ese momento que Flavio había tomado la mejor decisión de su vida al dejarlo todo por el fútbol.

En enero de 1982, Ilario Castagner, el director técnico del primer equipo, hizo entrar a Flavio de cambio en el primer partido tras la reanudación de la temporada. A sólo seis minutos de su ingreso marcó el gol que ya te conté al principio.

—Esa es la historia de Flavio Gatti ─dijo con cierta incomodidad.

Yo le pregunté por lo que había pasado después y él no contestó. Tenía una cara grave, puede que triste.

—Flavio no se convirtió en un gran futbolista, pero al menos hizo un gol que ha quedado para la historia ─sostuve con una lejana condescendencia.

—Flavio es un perdedor, siempre lo fue y todavía lo es —dijo con una voz que se iba entrecortando de a poco—. Marcar el gol fue un error. Eso terminó convirtiéndolo en un sujeto aún más despreciable. Hoy no tiene logros de ningún tipo, pero todos recuerdan ese gol. ¿Qué tal si tu misión en el mundo es fallar irremediablemente y ni de eso eres capaz?

Terminó de hablar casi en sordina. Se paró con algo de trabajo y se alejó con las manos cruzadas a la espalda. Casi arrastraba una de sus piernas. Alcancé a preguntarle cuál era su nombre. Él se detuvo y, sin girar el cuerpo, contestó: “Flavio Gatti, como mi padre”.

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