Wang Xilin en un fotograma de 'Man in Black', Wang Bing dir., 2023
Wang Xilin en un fotograma de 'Man in Black', Wang Bing dir., 2023

Los documentales, Man with No Name (L’Homme sans nom, 2010) y Man in Black (2023) dialogan particularmente dentro de la filmografía del director chino Wang Bing, y llegan a articularse en un no confeso díptico sobre la fertilidad dolorosa, el martirio fecundo y la soledad resiliente. De armónica y a la vez antitética complementariedad, ambas películas son antípodas que engarzan en un puzle fílmico de dos piezas, pero infinitamente atormentado.

El protagonista de la de la película de 2010 es un hombre sin identidad aclarada, que erige su reino sobre pilares de ausencia. El personaje abordado en el título de 2023 es un ser humano a quien se le trató de asesinar el nombre, anular su obra artística, envenenar su existencia; siempre bajo el pretexto de la justeza revolucionaria tras la que se embozaba la crueldad draconiana del emperador comunista Mao Tse-Tung.

Mientras el anónimo ermitaño de Man with No Name consigue resucitar el erosionado paisaje con tesón y la prolijidad de un verdadero land artist instintivo –pero consciente de que en ello le va la vida–, el compositor Wang Xilin, eje absoluto de Man in Black, ha hecho nacer su música de las masacres de la carne y la cordura a las que fue sometido él junto a millones de otros “contrarrevolucionarios” chinos durante la Revolución Cultural maoísta.

La elocuencia del demiurgo astroso y sin nombre del documental de 2010 es implosiva, íntima, mientras que la de su antípoda compatriota filmado en 2022[1] es exotérmica, telúrica, expansiva. Ambos personajes viajan en sentidos contrarios que terminan cruzándose en el multidimensional mundo fílmico de Wang Bing. Son sombras mutuas. Anverso y reverso de una misma poética del margen. Insilio y exilio. El cineasta chino es un cronista de la fuga, lo abisal, lo errabundo y las vidas ctónicas.

Así como el anónimo agricultor que pernocta en una madriguera, cual útero terreno del que nace cada jornada para labrar la tierra inerte y transformarla en vida, Wang Xilin es también presentado por el realizador compatriota en otra matriz sombría y angosta: las entrañas de un teatro del cual nunca termina de emerger el “Shostakovich de China”; como es comúnmente catalogado, por su relevancia para la música clásica contemporánea. El solitario y cálido Théâtre des Bouffes du Nord en París, es un lugar seguro e inexpugnable, como su obra sinfónica.

El artista, nacido en 1936 y actualmente exiliado en Alemania tras décadas de entrecortada carrera en su China natal, testimonia desde este umbroso territorio las mil heridas que aún experimenta. La mayor elocuencia la consigue con su cuerpo, al que desnuda y convierte en orquesta infinita, dirigida con catártica destreza. Durante los primeros minutos del documental, la palabra cede por completo el protagonismo al gesto, en un performático estallido, del que emanan innúmeros réquiems dedicados a las incontables vidas trituradas por el totalitarismo chino. Todas las cargas sobre sus espaldas Wang Xilin. Es un Atlas convulso que sostiene un mundo de dolor.

La desnudez perenne del compositor es reconocida de inmediato como un gesto de sinceridad, pero también puede asumirse como la simultánea ilustración del desamparo en que ha subsistido casi toda su vida: metáfora de la abrumadora soledad que lo ha arropado en medio de censuras y tormentos eufemísticamente resumidos en el sacrificio que todas las revoluciones ofrecen a los pueblos. Sacrificio, sacrificio y sacrificio, arcoíris negros, horizontes sanguinolentos, espejismos espinosos. Futuros en fuga perenne, siempre inalcanzables, a una generación de distancia.

Wang Xilin es un artista del dolor, el hambre y la locura. El cuerpo ha sido su único refugio, partitura, instrumento. Con él decide confesarse ante el lente de la fotógrafa francesa Caroline Champetier (De hombres y de dioses, Holy Motors, Annette), que no deja de escudriñar cada centímetro de su piel. Despliega una danza fílmica, cuya imprevisible coreografía consigue uno de los más bellos desnudos de la historia del cine.

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El cuerpo del anciano de 85 años queda libre de cualquier erotización ligada a una posible inclinación a la gerontofilia, pues su desnudez remite a la pureza, la honestidad, el desgarramiento. Es un cuerpo cicatriz, un efectivo dispositivo de expresión del sufrimiento.

El ritmo de la cámara casi siempre se mantiene a contratiempo respecto a la convulsiva sinfonía desplegada por el músico. Champetier embosca a Wang Xilin, indaga en el reverso de sus gestos, explota por su cuenta otros potenciales del cuerpo en concierto. Se arriesga a encuadrar zonas en aparente calma, que garantizan que los otros miembros se agiten bajo el influjo torrencial de todos los recuerdos dolorosos y boceten pesadillas en las mentes de los espectadores. Poco de alegría hay en la vida de Wang Xilin. Su memoria es dolor. Su música es dolor. Su cuerpo es dolor. Las palabras que concede pueden llegar a sajar los oídos que las escuchen. Sus lágrimas caen como ácido en la coraza del totalitarismo.

Como sucede con la desnudez, la cámara que orbita inquieta alrededor del anciano también insinúa una posible connotación dual, pues igualmente simbolizaría la vigilancia panóptica a que fue sometido durante casi toda su vida. Adquiere una doble naturaleza de dispositivo expresivo, testimonial y celador atento, Gran Hermano o Gran Timonel omnisciente, cuyo escrutinio eterno hace arder la cordura de las mayorías. En esta vertiente maléfica, la cámara parece merodear serpentinamente alrededor de la sinfonía corporal de Wang Xilin, como una cobra a punto de golpear. Amenaza y drena las energías de su víctima. La cámara de Champetier acosa y enaltece al unísono. Santifica y condena. Presiona y glorifica.

El Théâtre des Bouffes du Nord, vacío como los ojos del miedo, termina también entonces adquiriendo un cariz sobrecogedor. De matriz mullida desde la que Wang Xilin canta a la libertad con la confesional catarsis que ejecuta para interlocutores inmediatos y mediatos, deviene simultáneo símbolo del cautiverio en que vivió hasta su bastante reciente exilio. Si la cámara resulta pesadilla panóptica, el teatro se torna celda inquebrantable. O peor, materialización de la inexorabilidad a que los totalitarismos como el chino condenan millones de vidas, renuentemente consagradas al servicio de las revoluciones que se dilatan hasta la más infinita nada. Hasta la victoria de la muerte y la locura, siempre.

La condición revolucionaria no deja de implicar, tantas, tantas y tantas veces, las aniquilaciones de las voluntades e identidades. Con el deceso de la volición caen en el abismo las miles de obras de arte no escritas, no compuestas, no pintadas, no escritas y no filmadas. Expresiones abortadas de las almas estranguladas. El relevante repertorio de Wang Xilin –unas 62 obras, que incluyen 10 sinfonías– es una de las pocas creaciones afortunadamente concretadas, conocidas, reconocidas, que lograron reivindicar a su autor ante el mundo, que no ante la China posmaoísta pero siempre totalitaria.

En algún momento de la película, Wang Xilin enumera una larga lista de músicos que conoció, admiró, reverenció. Todos murieron locos, fusilados, hambreados: las mil muertes revolucionarias de Mao. Sacrificados al insaciable altar rojo de la Revolución, que solo sabe devorar a sus hijos en su imparable corrimiento hacia el caos.

El compositor también parece expiar ante cámara la culpa del sobreviviente, el pecado de salvarse, de usar las muertes de colegas y amigos como escudo protector ante los embates de la brutalidad sistémica. Espeta a la cámara los nombres de sus muertos para que no sean olvidados, para que resuenen en las paredes del Théâtre des Bouffes, tanto o más que sus oberturas, conciertos, adagios y sinfonías. Para que se reúna un gran coro de muertos y canten con sus aullidos polifónicos el dolor común, hasta ensordecer a Mao, allá en el círculo infernal donde se cueza.


Notas:

[1] En el propio documental se refiere que el rodaje ocurrió el 27 de mayo de 2022, aunque la cinta se estrenó en 2023 en la sección de Presentaciones Especiales del 76° Festival de Cannes, celebrado en mayo de ese año.

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ANTONIO ENRIQUE GONZÁLEZ ROJAS
Antonio Enrique González Rojas (Cienfuegos, 1981). Periodista y crítico de arte. Textos especializados suyos aparecen en publicaciones como La Gaceta de Cuba, Cine cubano: La pupila insomne, El Caimán Barbudo, Hypermedia Magazine, Altercine (IPS Cuba), Cine Cubano, Esquife, Noticias de Arte Cubano, Bisiesto (Muestra Joven ICAIC), Enfoco (EICTV), la revista del Festival de Cine de La Habana, y otras. Ha sido guionista de varios programas televisivos especializados en audiovisual como Lente Joven, Banda Sonora e íconos del celuloide. Ha integrado jurados de la prensa en eventos como el Festival de Cine de La Habana. Ha publicado libros de ficción y crítica de cine, entre los que se encuentran: Voces en la niebla. Un lustro de cine joven cubano (2010-2015) (Ediciones Claustrofobias, 2016) y Tras el telón de celuloide. Acercamientos al cine cubano (Editorial Primigenios, 2019). Un tercer volumen titulado “Críticas, mentiras y cintas de video” está en proceso de edición.

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