El jurado de la edición 72 del Festival Internacional de Cine de Berlín, celebrado en febrero último, otorgó el Oso de Plata (Premio del Jurado) a la película mexicana Manto de gemas, debut de la realizadora Natalia López Gallardo. Después de recibir el lauro, siendo la Berlinale uno de los termómetros del cine contemporáneo, el filme acaparó la atención de los más importantes medios de presa cinematográficos internacionales. ¿Manto de gemas merecía realmente el prestigioso galardón?
Ciertamente López Gallardo consigue hacer en su película algo que parecería imposible: radiografiar con singularidad la violencia psicológica, emocional, física y estructural que el narcotráfico ha acarreado para la sociedad mexicana; una violencia que se expande como un cáncer y afecta a toda la sociedad. En la última década han aparecido disímiles películas (documentales y de ficción) empeñadas en explorar las expresiones y los comportamientos de la violencia en la nación azteca; lo mismo la desencadenada por el narco que la asociada a las desigualdades de género, clase, y étnico-raciales. En ese panorama plagado de ensayos audiovisuales de todo tipo, ¿cómo ha logrado destacar la ópera prima de López Gallardo?, ¿cómo resolvió representar de forma novedosa una violencia tantas veces escrita?
Es necesario subscribir que la recurrencia de la violencia y del narcotráfico en el cine mexicano no es un problema en sí, aun cuando muchos de esos ejercicios audiovisuales no trascienden el nivel de “correctamente filmado”. Ambos temas permanecen como imperativos dentro de esa sociedad, y en consecuencia muchos realizadores se encuentran urgidos a denunciar, visualizar y pensar la brutalidad y el horror que desencadenan. Manto de gemas tiene su primera virtud, precisamente, en la inteligencia –fílmica en esencia– con que traza una aguda parábola sobre el poder de la violencia del narco para trazar las coordenadas existenciales en que se desenvuelven las más diversas capas sociales y generacionales del México rural, el ámbito específico en que la directora emplaza su anécdota. En otras palabras, López Gallardo hace de su brillante primer largometraje un escrutinio en torno a la naturaleza de aglutinante cultural adquirida por el tráfico de drogas en esa nación, así como la devastación emocional experimentada por esos sujetos mexicanos.
Mas lo verdaderamente significativo en la película es el modo en que la directora resuelve transmutar esa alta productividad discursiva un ejercicio cinematográfico sumamente audaz, arriesgado, de vanguardia… Son pocos los realizadores que se estrenan con un largometraje preñado de maestría en el manejo del lenguaje audiovisual, y exitoso en el empeño experimental que animó su producción. Sin dudas han contribuido los años de experiencia como montajista de López Gallardo, quien acumula créditos en filmes excepcionales –ambiciosos en sus apuestas estilísticas y discursivas– como Post tenebras lux (Carlos Reygadas, 2012) y Heli (Amat Escalante, 2013), dirigidos por dos recios autores que han sostenido hasta hoy memorables filmografías. A la prole de la cual ellos hacen parte se suma ahora esta novel directora mexicana.
Manto de gemas narra los infructuosos esfuerzos de tres mujeres para sortear la cruda realidad de la que parece imposible escapar. A través de ellas –cuyas sensibilidades femeninas también interesa, a la cineasta–, que pertenecen a estratos sociales diferentes, el filme teje su registro de las sutiles franjas que componen la cotidianidad en el campo mexicano. Insisto en la geografía porque el paisaje desempeña un rol destacado, protagónico podríamos decir, en el universo dramático de la obra: el espacio rural es contemplado de forma tal que, a nivel físico –su condición cuasi desértica, los sonidos que lo envuelven, la precariedad de las construcciones…–, habla por el alma y la sensibilidad de los personajes. Po otro lado, la cineasta observa el narcotráfico como un fenómeno, aunque a estas alturas cultural e idiosincrático, moldeado por la naturaleza del terreno.
¿Quiénes son esas mujeres afectadas por el narco? Isabel, quien pertenece a la burguesía urbana de México, se ha trasladado a la casa de campo que recibió de su madre para lidiar (supone ella) con el desconsuelo generado por el proceso de divorcio que atraviesa. Instalada allí con sus hijos, conoce que su empleada doméstica, María, está enfrascada en la búsqueda de su hermana, desaparecida a manos de una banda local, y decide prestarle ayuda. Isabel sufrirá las inevitables consecuencias de insistir en tal empeño, mientras se revela que la propia María trabaja custodiando a personas secuestradas. Ese oficio es compartido con el hijo de Roberta, una oficial de la policía del lugar que intenta a brazo partido rescatar al muchacho de ese mundo criminal que tanto lo seduce. Isabel, María y Roberta sirven de hilo conductor a una trama que muda de espacios continuamente para palpar la incertidumbre, el miedo, la orfandad generalizada a que están condenados todos en ese pueblo.
Las escenas de búsqueda de los cadáveres en los basureros donde suelen ser arrojados, o aquellas otras en que los familiares hurgan con desesperación en los informes de desaparecidos –acumulados por años en el inoperante departamento de investigación policial–, alcanzan a condensar, con suma elocuencia, la transversalidad del problema. La violencia generada por el narco impacta el orden público tan fuertemente como se imprime en la subjetividad, al punto de condicionar un estado de abyección general que corroe las vidas de todos.
Pero son los ardides con que se edifica la arquitectura fílmica los responsables de entregar al espectador una experiencia estética fascinante. Para empezar, destaca la aventura narrativa emparentada con las ensayadas por Lucrecia Martel, sobre todo en La ciénaga. (A propósito, otro factor que relaciona a López Gallardo con la directora argentina, es el sustantivo empleo dramático y expresivo del sonido). El argumento de Manto de gemas funciona como un puzzle de imágenes que no siguen un patrón regular de causalidad. Se abandona la simple progresión porque la yuxtaposición de acontecimientos y escenas tributa mejor a la cimentación de la atmósfera, que transparenta la sintomatología colectiva desencadenada por la violencia. Y es que la directora no se muestra interesada en discutir el narcotráfico desde una perspectiva estructural o política. El sacrificio de la peripecia dramática tradicional a favor de un tono documental acumulativo, que desde luego contribuye también al ingenioso amarre estilístico del filme, posibilita prestar más atención al comportamiento cultural del entorno observado, a penetrar mejor en el imaginario y el estado existencial de los personajes.
Esa operatoria dramatúrgica calza en un impresionante diseño visual, entre los más sagaces ofrecidos por el más reciente cine latinoamericano. Al diseño visual (la puesta en escena, la concepción de los espacios, la disposición de la cámara, el carácter de las composiciones…) se debe, casi completamente, la sutileza de los códigos con que se expresa la violencia. Justo entre los mayores aciertos de Manto de gemas se encuentra el desplazamiento de la violencia física directa (principio que comienza a ser sistemático en cierto cine contemporáneo, sobre todo el realizado por mujeres). La violencia apenas se percibe, o se percibe bastante poco –quizás el instante más literal es aquel donde Isabel corre desnuda, despavorida, a través de un angosto callejón, mientras un miembro de alguna cuadrilla dispara al azar para asustarla–. Concretamente, la violencia se experimenta en el comportamiento de los cuerpos, la mirada de las gentes, el modo en que discurren sus rutinas; se respira en el aire que envuelve la cotidianidad.
La atmósfera conseguida por López Gallardo es el retrato definitivo de la asechanza sufrida por los personajes, esa catástrofe que parece estallará en cualquier momento, pero que no estalla porque ya está ahí día a día. Es impresionante la agudeza con que la cámara registra los espacios interiores, o el paisaje propiamente campestre, siguiendo una planificación estricta que motiva mayormente composiciones y angulaciones que sugieren densidad psicológica y simbólica: jamás meramente funcionales para el progreso de la trama. El punto de mira, en picada, angulado, lateral, trata siempre de condensar en un único cuadro el desajuste. Tan cuidado es el diseño visual que es imposible no reparar, por ejemplo, en la elocuencia del lenguaje objetual. Son muchas las escenas en que, y estos son los casos más evidentes, mientras los personajes conversan, la cámara se regodea contemplando algún detalle que alcanza a revelar, o que interroga, la cultura de muerte imperante.
Tras constatar la magnitud del ejercicio forjado por López Gallardo, marcado por una rectitud estilística y dramática impresionante, no es de extrañar la concesión del León de Plata en la Berlinale. Me atrevo a especular que, en lo adelante, esta realizadora entregará obras de alto calibre al cine latinoamericano. Manto de gemas, como mínimo, evidencia que cuenta con una refinada sensibilidad cinematográfica y una sagaz capacidad para la observación antropológica.