Marta María Borrás en el Festival Internacional de Cine de Huesca

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Fotograma de ‘Atardecer en el trópico’, Marta María Borrás, 2019

Si en París, puertas abiertas (2014) y en Un instante (2016) tenía aún la forma de una sospecha, constituye ya una indiscutible certeza en Atardecer en el trópico (2019). Marta María Borrás (La Habana, 1984) es una cineasta resuelta, con un imaginario personal que sabe muy bien cómo llevar a escena. Y lo digo porque su obra destaca, en buena medida, por el riguroso trabajo de dirección que ostenta. La destreza con que la realizadora enfunda el complejo mundo interior de sus personajes en la materialidad del lenguaje fílmico, revela además de ingenio creativo, dominio de los recursos expresivos del cine. Esa disposición para depositar la conmoción y el desvelo existencial de unos individuos excepcionales, por comunes, en la autosuficiencia de la forma, es una de las razones por las que sus tres cortometrajes desbordan una fecunda sensorialidad.

Ahora tenemos la oportunidad de volver sobre Atardecer en el trópico, el cual integra la selección oficial del 48 Festival Internacional de Cine de Huesca, como parte del Concurso Iberoamericano de Cortometrajes. El certamen –uno de los más prestigiosos en relación con el formato corto–, dio inicio el 12 de junio y se clausura mañana 20. El filme de Marta María Borrás se presentó el pasado martes 16 y se encuentra disponible para su visualización en la web del evento.

Consecuente con el estilo enhebrado hasta ahora por la autora, Atardecer en el trópico encuentra su carta de triunfo en el minimalismo del plano expresivo. Minimalismo, por supuesto, no remite a una propensión elemental a la síntesis, explica la potenciación del estilo a partir de una “estética de la austeridad”. Con otras palabras: cero trascendentalismos o subrayados dramáticos. La directora arriesga un rebajamiento del tono, una sobriedad en el manejo de las formas, una narratividad baja, un tiempo expositivo preocupado nomás por avistar la monotonía de unas vidas. Dicha estrategia lingüística es la responsable de que la mayor carga de sentido esté en la densidad e intensidad afectiva de la atmósfera, antes que en la articulación del relato o la caracterización de los personajes.

Entre el tono introspectivo de la narración y la elocuencia discursiva de la puesta en escena, la forma consigue aquí argumentar el direccionamiento temático de la historia contada. El discurso, dominio de la autoría, llega a ser el espacio subjetivo en el que están inmersos los personajes. La instrumentación del repertorio expresivo –fotografía, música, dirección de arte– revela los conflictos por los que ellos atraviesan. Destaca, por ejemplo: la agudeza con que los sonidos y los silencios trasparentan el sentir de los caracteres; la sutileza con que la visualidad informa del estado de las cosas –una foto muy física siempre, con una marcada distancia del universo registrado, aun cuando se ocupa mayormente de trasparentar la percepción de los individuos–; y también la dramaturgia que, despejada de cualquier golpe de efecto, se ocupa sólo de presentar y encadenar un grupo de acciones mínimas en las que se advierte el estado por el que pasan, casi sin percibirlo, un par de vidas inmersas en sus rutinas cotidianas, sus dilemas comunes y sus angustias.

Si un recurso es apreciable, no ya en Atardecer en el trópico, sino en los tres cortometrajes de Marta María Borrás, es la repercusión dramática y simbólica del espacio en que se emplaza el argumento. El entorno físico –tanto interiores como exteriores– jamás es meramente funcional, en la medida en que se ocupa de trasparentar también la identidad del conflicto, hablar por los personajes, redimensionar el sentido de la anécdota al colocarla a la altura de la Historia. En Atardecer…, el espacio arquitectónico se ocupa él mismo de metaforizar uno de los perfiles discursivos del relato. Los edificios y el apartamento donde viven Carla y su padre –parte de las Unidades Vecinales construidas por la Revolución cubana en Habana del Este– anclan la anécdota a la Historia. En las construcciones multifamiliares que se retratan es posible atisbar un proyecto social resquebrajado. Las edificaciones portan en sí mismas la identificación con una concepción no ya de lo social sino del individuo. La suspensión en el tiempo en que se encuentran es la situación también de los personajes. Y es tan fuerte el emplazamiento en la película, justo porque la Historia no se experimenta para estos individuos como extensión o temporalidad, sino como especialización.

Atardecer en el trópico presenta la cotidianidad de un padre y su hija. Asistimos a varios episodios de su día a día –comunes, pero altamente significativos–. Clara sale del trabajo, llega a la casa y continúa con sus tareas hogareñas, sale a los bajos del edifico a alimentar a un grupo de perros callejeros, prepara unos sobres blancos en su cuarto, escucha un poco de música tendida sobre un sillón… Su padre, entre tanto, organiza sus documentos personales, lleva a un vertedero libros y papeles de lo que quiere deshacerse, recoge trozos y vísceras de pescados en la costa para él también alimentar a los perros. En ciertos instantes, ellos se encuentran en la cocina y cruzan algunas palabras, apenas comparten. Ocasionalmente se detienen a contemplar al otro. En el contraste generacional que se dibuja, de inmediato, despunta la falta de expectativas de ambos individuos. Nos enfrentamos en esas imágenes al abandono de dos seres ahogados por su realidad. Los sutiles detalles con que Marta María Borrás abre la anécdota a la Historia, dejan ver que el padre se encuentra ante la imposibilidad de vivir la vida por la que un día apostó. Los documentos, los papeles, todo cuanto ha decidido arrojar a la basura es la evidencia material de un mundo que se quedó atrás, un mundo irrecuperable. Clara, al contrario, parece reprimida por una realidad en la que no encuentra una idea capaz de dar sentido a su existencia. Sin embargo, ¿por qué Clara recoge del vertedero los libros desechados por su padre?, ¿por qué este último insiste en que Clara toque el violín? Abocados a una existencia opresiva, son incapaces de escapar de sus propios fantasmas, pero se aferran al intento de hallar un sentido para la vida del otro. Tal vez ahí está el secreto de su ser en el mundo cuando no pueden más contra la Historia.

Obra decididamente inteligente, no nos propone respuestas, sino interrogantes. No sólo en el profundo sentido dramático entregado al plano expresivo y en la ajustada planificación de la puesta descansa la inteligencia de la realizadora. También en la argucia a la hora de colocar a los personajes en un paisaje social que, sin estar aludido de forma puntual en el texto, los cerca, los hostiga en su vida íntima. Me arriesgo a especular que la espesura emocional y existencial depositada en la sintaxis no es sólo eco de la vida en sordina de estos dos sujetos, sino de la sensibilidad de buena parte del país. Una sensibilidad dividida entre generaciones desencantadas ante el sueño de un mundo mejor y otras que han renunciado por completo a la posibilidad de trasformar su realidad.

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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