Tres películas cubanas para expandir el debate sobre la violencia machista

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Fotograma de ‘Karla’, Giselle Vargas, dir., 2019

Del tercer cuento de Lucía (Humberto Solás, 1968) a Retrato de Teresa (Pastor Vega, 1979) se despliega un criterio de representación en torno al lugar de la mujer en la sociedad cubana revolucionaria que encontraría en esta última película uno de sus grandes paradigmas. Retrato de Teresa ocupa un sitio privilegiado en la cinematografía nacional justo por la frontalidad con que, en el momento de su producción, denuncia una serie de problemáticas vinculadas al machismo y la violencia contra la mujer, las cuales pervivían en Cuba pasadas dos décadas del triunfo de 1959, aun con todo el trabajo consagrado por parte de la institucionalidad por erradicarlas.

En ambas películas, el empoderamiento femenino y la resistencia de la mujer a la hegemonía del hombre están estrechamente vinculados a la activa participación de ellas en la empresa revolucionaria. Lucía quería trabajar en la granja, entre otras cosas, porque ese era su modo de contribuir al nuevo proyecto social. Por su parte, Teresa siente que en su tributo a las actividades culturales de la empresa no sólo está su realización como ser social, sino que ese es su deber como revolucionaria.

Tanto la granja como la empresa son espacios de una particular carga simbólica, en tanto acogen la fuga del dominio masculino de las protagonistas. Cada uno de estos entornos representa la esfera del trabajo y la productividad en un país que tenía entre sus aspiraciones primeras salir del subdesarrollo, última estocada para una independencia definitiva del mapa capitalista mundial. En otras palabras, en estos filmes, es la Revolución el catalizador que conduce a Lucía y Teresa a escapar del cerco machista, su convencimiento de la necesidad de contribuir a un proyecto de país específico era cuanto las impulsó a intentar cambiar las reglas del juego.

La singularidad de estos filmes radica en el didactismo que abrazó la estética instrumentada en ese entonces: se afrontaba la realidad desde el convencimiento de que el cine era capaz de cambiar el mundo, lo cual suponía que la representación estaba mediada por la verdad revolucionaria y por la incidencia puntual que tendría en el público al que estaba dirigida.

Bien distinta es la perspectiva desde la que el cine contemporáneo –independiente o no–que emerge en Cuba hacia los primeros años del siglo XXI aborda la situación de la mujer en la sociedad y, específicamente, la violencia machista. Interesados en el sujeto femenino, antes que por su pertenencia a un proyecto social, por el imaginario, la sensibilidad, la racionalidad y las particularidades del cuerpo que intervienen en los procesos de subjetivación que lo identifica, los cineastas contemporáneos –sobre todo las realizadoras–, han procurado denunciar, desde una abierta postura política, el orden cultural que pauta las prácticas cotidianas, las estructuras sociales y los significados que rigen las formas en que se organizan la diferencia sexual y las relaciones de género en Cuba.

Las películas afiliadas al credo feminista reconocen una Cuba donde las mujeres todavía viven en un ambiente social de inseguridad (física y psicológica), donde son desvalorizadas continuamente por su pertenencia genérica; son filmes que se ocupan de las circunstancias de vulnerabilidad de la mujer ante el poderío masculino. Si algo hace notable a estos filmes –en su contribución a la discusión que emprende hoy la sociedad civil en torno a la violencia machista–, es la apertura antropológica desde la que enfocan el problema, conscientes sus realizadoras de que tratan un asunto multidimensional, que abarca factores lo mismo sociales que económicos o psicológicos.

Por otro lado, estas preocupaciones de naturaleza temática no están relegando el trabajo con el específico fílmico, sino potenciando sus capacidades discursivas; son incluso uno de los agentes que motivan en la actualidad una reconfiguración de los códigos de representación al uso en el país.

Uno de los filmes más significativos, de los recientemente rodados en el país alrededor de esta temática, es Karla (Giselle Vargas, 2019). Y no lo digo sólo porque se pretenda ya desde su propia concepción como un manifiesto que acusa un orden social y estatal que reduce a la mujer a una posición de desprotección e inferioridad respecto al hombre. Ciertamente, Karla no pierde un segundo para describir el enajenamiento institucional respecto a la violencia sexual –consecuencia o no de los prejuicios sexistas de la sociedad– y a revelar la misma como resultado de un estadio de dominación masculina. Pero el cortometraje encuentra sus valores últimos, en tanto producto audiovisual, en los atributos implícitos en el planteamiento cinematográfico del tema, en la precisión de la escritura y la puesta en escena, además de en la carga expresiva del registro.

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La anécdota es bastante simple, mas su organización dramática y narrativa es sumamente ingeniosa. El plano con que abre el corto nos presenta a la protagonista bailando en una discoteca desenfrenadamente; de momento un corte en seco nos coloca en un centro médico donde Karla es atendida por un doctor que le pregunta en tono de acusación: “¿fuiste sola a la discoteca?, ¿tomaste?, ¿mezclaste con alguna otra cosa?, ¿alguna otra sustancia?”. Cuando la muchacha responde negativamente, el cuadro se abre y vemos a una oficial de policía que se encontraba a su lado y la interrumpe: “¿cómo puedes saberlo si no te acuerdas de nada?, ¿estás seguras de que estabas sola?”. Otro corte nos deja ver a Karla entrando a su casa.

A partir de ahí, la narración se articula por medio de una serie de retrospectivas que hacen parte del proceso de reconstrucción de la memoria del personaje. Mientras Karla se baña, se acuesta en la cama o camina por las habitaciones de su casa, se suceden varias escenas, a modo de viñetas –sin orden cronológico–, que invitan al espectador a reconstruir los hechos al tiempo que ella lo hace. Karla tuvo una agresiva discusión con su novio porque este se negaba a que ella usara determinado vestido para ir a una fiesta; en dicha fiesta, adonde decidió ir sola, es violada en el baño por un muchacho que se aprovecha de su estado de embriaguez; en el centro médico donde despierta al día siguiente, Karla pretende denunciar la violación, pero ni el médico ni la oficial de policía confían en sus palabras.

Desde un registro altamente discursivo, esta película prescribe un retablo sociológico de la predisposición de la mujer a la violencia en nuestra contemporaneidad: la actitud del novio, que impone su masculinidad en tanto dispositivo de control y represión para impedir que Karla goce de su libertad y tome decisiones sobre su propio cuerpo; la complicidad del orden legal, representado aquí en la policía y el médico, que al no reconocer la palabra de la joven legitiman la estructura machista, a la vez que asisten la propagación de estas (y otras) formas de violencia; y el violador, que evidencia la apertura de un mayor rango de conflictos para las mujeres en la conquista de sus libertades.

Todavía Karla ofrece otros motivos de reconocimiento en la efectividad del montaje, entregado todo el tiempo a su función dramática, y en la cualidad semántica de la fotografía, enfocada en potenciar el sentido del discurso. La organicidad que Giselle Vargas consiguió entre exposición, montaje y fotografía dice mucho de su sensibilidad como realizadora, lo que posibilitó trascender el plano del concepto y hacer de este un material de alto potencial fílmico.

En un registro menos discursivo que el de Karla, más contemplativo y desprovisto de toda retórica conceptual, Última canción para Mayaan (Lisandra López Fabé, 2020) enfoca la violencia machista desde una complejidad admirable. No sólo por los motivos extrínsecos que convoca en su representación, sino por la belleza poética con que se edifica el plano formal de este cortometraje.

Vale reparar, por ejemplo, en el virtuosismo de la fotografía: destaca la alternancia entre la plasticidad de las composiciones –acentuadas por una iluminación tendente al claroscuro– y la dilación de los movimientos de cámara sobre los cuerpos de los personajes, los objetos o el espacio. Esto sumerge la historia en una atmósfera de embriaguez, en un estado de consternación sentimental que parece trasuntar el curso emocional por el que atraviesa el hijo de Mayaan, responsable del punto de vista del relato.

Ahí mismo reside el primer aspecto significativo del filme de Lisandra López Fabé: en la colocación del adolescente como sujeto del discurso. En Última canción para Mayaan se suceden una serie de escenas donde se presenta la convivencia entre esta mujer, una amiga, que el filme no deja de aludir como una posible pareja, y su hijo, quien estudia trompeta. En una de las escenas, mientras todos duermen después de que Mayaan haya pasado la noche fuera de la casa, se escucha la voz de un hombre que toca y grita a la puerta. El muchacho se levanta, dice que su mamá no se encuentra, y el otro le responde con muchísima guapería: “le dices a la puta de tu madre que no se haga más la graciosa y que me llame”.

En otra escena, Mayaan llega a la casa con un maletín de ropa, dinero y una botella de ron, después de lo que parece haber sido una noche fructífera de trabajo. Entonces decide que deben celebrar. Mientras Mayaan y su amiga bailan, el muchacho intenta tocar su trompeta en otro rincón del apartamento, hasta que, de improviso, escucha un grito desesperado. Sale corriendo, cuando llega al lugar, encuentra a su madre tendida en el suelo, tras haber recibido una puñalada.

Son varias las marcas que atraviesan el cuerpo y la mente de Mayaan y que la colocan en una posición de vulnerabilidad respecto al poderío machista: el medio marginal en que vive –según se puede especular sobre el espacio en que está emplazada la historia–, que se dedique a la prostitución, su posible homo o bisexualidad, su condición de madre soltera y su color de su piel inclusive (es negra).

Por supuesto, que cada uno de estos factores condicionen la imposibilidad de Mayaan de tomar las riendas de su vida con libertad, y que la expongan a un homicidio, no hace sino desnudar una sociedad donde la clase o el color de la piel, por poner algunos ejemplos, alimentan aún una atmósfera de violencia. Una sociedad que segrega a las mujeres en muchas ocasiones y circunstancias, al punto de condenarlas a estos ambientes feminicidas.

No asistimos a ningún tipo de espectacularización de la violencia en Última canción…, nomás vemos a Mayaan en el piso sangrando. Pero eso basta porque cuanto importa aquí es el modo en que su cuerpo cobra un sentido político. Ella es agredida porque ha cruzado los límites de lo permisible para el macho. Él la castiga a la vez que remarca su virilidad herida. Y en medio de esas circunstancias, se conforma la cosmovisión del hijo, el verdadero protagonista de esta historia, condenado a crecer en ese entorno de violencia contra la mujer, en medio del cual, además, su madre parece condenada a la prostitución. ¡La herencia que él recibe se proyecta hacia el futuro en disímiles formas!

Para terminar, me interesa reparar en El regreso (Blanca Rosa Blanco, 2018), pues aporta una perspectiva particular en torno a la violencia masculina contra la mujer. Ya he explicado antes, con detenimiento suficiente, la estrategia narrativa y los códigos estéticos instrumentados por este filme. El regreso fue juzgado con severidad por la crítica cubana no sólo por la flaqueza de su elaboración formal, sino, sobre todo, por su asunción de los códigos de la narrativa de masas.

En la película se entrelazan varios tópicos comunes a este tipo de narración: personajes estereotipados, situaciones dramáticas ya conocidas por el receptor, una continua sucesión de peripecias responsables de despejar la intriga, etcétera. Sin embargo, insisto en que El regreso goza de atendibles distinciones. El relato narra los esfuerzos de Patricia, una detective residente en La Habana, por esclarecer un caso de violación en serie sucedido años atrás en su natal Matanzas. Llegada al lugar, se enfrasca en desenmascarar al culpable de las violaciones, las cuales están nuevamente ocurriendo, bajo el mismo patrón con que sucedieron otrora.

El violador comete sus crímenes y aunque Patricia le señala continuamente a la policía quién es el culpable, esta no se da por enterada jamás. Entonces, al margen de la ley, transgrediéndola en varias ocasiones, ella se propone solucionar el problema por su cuenta. El violador, Máximo del Pino, es un profesor de enseñanza media respetado y admirado por la comunidad donde vive, un hombre del que no sospecharía nadie. En el cuadro simbólico de la película, él representa la hipocresía de una sociedad donde los patrones de decencia y la moralidad al uso encubren las problemáticas que más daño hacen en la esfera civil. Como es característico en esta clase de material donde se enfrenta el Bien y el Mal, el primero sale victorioso, la justicia triunfa.

¿Dónde reside entonces la particularidad del filme? En que se celebran las cualidades de un sujeto individual. Es una mujer, nada más y nada menos, quien, al margen de los órganos de legalidad del Estado, se ocupa de resolver el caso, dada la incapacidad de estos últimos para darle una solución. En este punto, El regreso no sólo posiciona a la mujer dentro de un personaje tipo largamente reservado a los hombres, sino que desmonta el triunfalismo de la oficialidad.

Hubo quien comparó, en un juicio apresurado, esta película con el programa de la televisión estatal Tras la huella, sin embargo, cuando en el serial es la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) quien resuelve todos los casos delictivos, acá esta misma PNR se muestra ineficiente e insensible ante los hechos de violación de mujeres. Como en Karla, nuevamente se acusa la responsabilidad estatal en la protección de la mujer. De algún modo, se llama la atención sobre la urgencia de establecer medidas de protección que atiendan estas situaciones de violencia extrema, y mecanismos de sanción específicos para los culpables.

Estas películas son sólo un ejemplo mínimo del potencial que ha alcanzado el sujeto político feminista en el cine cubano de los últimos años. Las películas cada vez se ocupan más de reconocer la existencia de condiciones sociales que generan prácticas violentas contra las mujeres, condiciones sociales que atentan profundamente contra el desenvolvimiento de una vida íntegra.

Las obras de las que me ocupo aquí sancionan la lógica patriarcal que rige la sociedad cubana, así como la desigualdad de género y la complicidad institucional, sin importar los motivos puntuales que las condicionan; tienen el cuidado de remarcar, en algún punto de su narrativa, la cualidad estructural de la violencia –esa que las relega a la esfera de la maternidad o al entorno doméstico–, para abrirse luego a otras formas más radicales –violación, abuso sexual familiar, tortura psicológica…–, hasta llegar a la denuncia de una invisibilización institucional que, de algún modo, contribuye a reproducir la sistemática agresión del hombre contra la mujer. Estas películas contribuyen a entrever los marcos de poder en que se produce la violencia machista y a pensar estrategias para su erradicación.

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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