Presentación
Es 1959 y Severo Sarduy lleva tres años en La Habana. Llegó a estudiar Medicina y el cierre de la Universidad resultó un mal propiciatorio para entrar en lo que, con ecos budistas, nombraría “la corriente literaria” de la capital. En realidad, ya lo había hecho una noche de 1953 por la puerta de la irreverencia y la provocación con unos “poemas angélicos” en las páginas de Ciclón. Vendrían luego su primer relato en la revista Carteles −Cabrera Infante mediante−, sus textos en El Mundo Ilustrado y en “La promesa de los jóvenes”, página literaria a cargo de Jorge Mañach en el Diario de La Marina, los programas para exposiciones del grupo de Los Once y la elección de sus poemas por Samuel Feijóo para su Colección de poetas de la ciudad de Camagüey (1958).
En el farragoso e implosivo medio cultural de los días posteriores al 1º de enero, sus previas colaboraciones en Ciclón y la amistad con Virgilio Piñera lo ubican inmediatamente en la línea de escritores jóvenes que pasarían a las filas de Lunes de Revolución. Compartiría con ellos ciertamente casi todo –la aspiración cosmopolita, los desafueros generacionales contra la institucionalidad republicana para la cultura, la apuesta por las formas de la vanguardia, la idea del escritor en la construcción de un proyecto nacional−; todo, excepto los desafectos de la Redacción hacia el apostolado origenista, por quien expresa, especialmente a propósito de la obra de Eliseo Diego y Fina García Marruz, y con cierta contención aún hacia Lezama, una admiración de escolano.
Entre Ciclón y Lunes, pero también entre los diarios Revolución, órgano oficial del Movimiento 26 de Julio, y Combate 13 de Marzo, del vilipendiado Directorio Revolucionario, o entre las ministeriales Nueva Revista Cubana y Artes Plásticas, es posible ver a Severo involucrarse con impetuosa autonomía en las negociaciones ideoestéticas que en 1959 trasuntaban además las disputas por las jerarquías en el poder político triunfante. Lejos aún de la investidura barroca, Sarduy es el joven escritor que, parafraseando a Gustavo Guerrero, no “distinguía entre geografía y nación”, y encuentra con ardores nacionalistas en la Revolución también un proyecto de país al que asistir.
No lo haría, sin embargo, subscribiendo la adoxografía que reclamaban algunos de los paladines de la circunstancia. Demanda, en efecto, con cierto fervor crístico, un uso menos politiquero de la figura y del autor José Martí (“En su centro”). Ironiza las disposiciones a convertir el arte popular y epopéyico en forma privilegiada de expresión estética del momento (“Pintura y Revolución”) y se pronuncia a favor de la abstracción en tanto movimiento de vanguardia actual en el mundo sin menoscabo de la figuración. Aprecia la forma, pero encomia el “tema” como “lo más importante” cuando aquella le parece gratuita (“El Salón Nacional de Pintura y Escultura”). Por más que confía en la utilidad de una consciencia de clase del escritor (“Posición del escritor en Cuba”), alerta sobre el peligro de la ideologización de la crítica que empezaba a dirimir el juicio en términos de revolucionario y “antirrevolucionario” (“Contra los críticos”). Lo cautivan, sin duda, las promisorias bondades de la rebelión, pero percibe la demasiada sangre (“Dos décimas revolucionarias”), la displicencia de ciertos símbolos que le revelan, en medio del despelote y la propaganda, la Nada (“Las bombas”). Le satisface que los artistas rehúyan del panfleto amén del peso de la realidad y tiene a bien conservar “la cautela” ante el arte comprometido, parapetado, eso sí, en pasajes que terminan con un llamado anacrónico a la paz.
En un excelente ensayo Rafael Rojas esboza lo que pudiera leerse como los distintos estadios de la relación de Severo Sarduy con lo revolucionario. En ese viaje que va “de Ciclón a Tel Quel” y de Tel Quel a la muerte, Sarduy identificó la Revolución a la patria, al no-lugar de la isla en el exilio, reino de superficies simbólicas descolocante y traslaticio, a la subversión neobarroca del lenguaje. Tal vez porque hubo un desprendimiento temprano y una negación al regreso, su forma de lidiar con la isla perdida sería la suspensión estética de eso que Rojas intuye como “ansiedad de mitos” en la actitud de muchos escritores a raíz del cambio de régimen.
Por lo particular de esa liaison, a sesenta años de la Revolución cubana, proponemos un conjunto de textos que nos acercan sesgadamente a la fecha y a lo que fuera la primera estación de un vínculo que se prolongaría de la tierra al cuerpo de la escritura sarduiyana. Despojar a uno y otro, a país y escritor, de ciertas asonancias que se repiten y se naturalizan en la comodidad de los discursos históricos puede ser uno de los propósitos de este compendio.
Documentos
- Dos décimas revolucionarias (13 de enero, 1959)
- Las bombas (19 de enero, 1959)
- En su centro (28 de enero, 1959)
- Pintura y Revolución (31 de enero, 1959)
- El torturador (6 de febrero, 1959)
- Contra los críticos (16 de febrero, 1959)
- Posición del escritor en Cuba (6 de mayo, 1959)
- Abajo el latifundio de la cultura (22 de septiembre, 1959)
- Humorismo en serio (14 de octubre, 1959)
- El Salón Nacional de Pintura y Escultura (19 de octubre, 1959)
- El amor es decir… (19 de septiembre, 1960)
- Grabados /esculturas (1960)
Expediente coordinado por Roberto Rodríguez Reyes
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