Pintura y Revolución… Pintura de la Revolución. Revolución de la pintura: veo que es fácil jugar con estas palabras. Sin embargo, no me dejaré llevar por los juegos verbales, tan comunes en nuestros críticos. Sobre los críticos, en su mayoría cronistas sociales que hablan de pintura, debe caer, en definitiva, la responsabilidad de la crisis de nuestra plástica. Pero comenzaré, como es natural, por los pintores.
Hablo por segunda vez del dilema de la pintura cubana. La primera fue aún bajo la dictadura, cuando en la apertura de la exposición 20 Obras para una Colección en la Galería Habana, centro de los pintores no colaboracionistas, y a sólo dos días de la caída del régimen, desmonté de sus nubes, con una crítica muy poco algodonada, a los pintores reunidos a la sombra del Palacio de Bellas Artes, es decir, de la cultura oficial. Decía en esa oportunidad y repito que nuestro museo estaba lleno de pintores turifureros (qué bien queda ese adjetivo). Cito otra vez los nombres: Mario Carreño, político pintor de weekend, era el jefe del clan, que resultó tan anémico como la pintura de su líder, René Portocarrero, en quien la frase “prepárame la sopa que voy a pintar un ángel más” se hace cada día más oportuna. Raúl Milián, su discípulo, se entregó, para variar, a los divertimentos de la pintura abstracta (tan entretenida) y produjo, en serie que pudo haber llegado a cifras astronómicas, tintas pasadas por agua que fueron expuestas, muy bien vestidas, en el citado Palacio.
Hay otros muchos nombres. ¿Será necesario citar el de Amelia Peláez? Prefiero hablar, para equilibrar estas breves notas, de los pintores que no colaboraron, es decir, de los agrupados en la Galería Habana. También en este caso cito nombres: Julio Matilla, Hugo Consuegra, Raúl Martínez, Guido Llinás, Joaquín Ferrer, Manuel Couceiro, Manuel y Antonio Vidal, y el escultor Tomás Oliva.
Adivino una sonrisilla, discreta pero burlona, en los labios de mis lectores. Efectivamente, todos son pintores abstractos. Señores, sé que padecemos la fiebre de criterios que caracteriza todas las posrevoluciones. Me explico: queremos arte figurativo, cuadros que “signifiquen” algo, que den opiniones. He leído un brillante artículo de Carlos Franqui al respecto. Adivino que dentro de cinco años nuestra ciudad estará llena de murales con soldados aplastando bajo sus botas mujeres tuberculosas, de lienzos de jóvenes que hablan de cultura popular roja (o amarilla), de poemas “objetivos” donde aparezcan prostitutas de quince años y bombardeos. Ya hoy día los murales abstractos de Lam son mirados como una cosa inútil. Mis “Ángeles”, poemas de “atmósfera”, como dice Roberto Branly, son recibidos con frialdad en los periódicos.
Pues bien, yo digo que todo esto es inútil. Digo que ya es tarde. La pintura popular, el arte objetivo, tuvo que haberse hecho antes. Si Cuba hubiera tenido una figura como Diego Rivera no hubiera habido dictadura. Pero ahora, señores críticos, ya no hace falta. Sí, queremos arte nacional sin llenar los cuadros de guajiros y palmas; puede hacerse teatro nacional donde no aparezcan gallegos y negritos; puede hacerse poesía nacional que no cante a los turistas y a los soldados.
Los pintores de la resistencia son abstractos. Ellos saben muy bien lo que traen entre manos. Hablaré pronto, si no aburro a los lectores, de cada uno de ellos.