Santa Amalia, La Habana (FOTO Alejandro Ramírez Anderson para Cubadebate)
Santa Amalia, La Habana (FOTO Alejandro Ramírez Anderson para Cubadebate)

Resplandece con la escarcha
La rana muerta, en cuclillas,
En la senda del jardín.
Richard Wright

Cuando Chamba entró en la nube algodonosa, sintió frío. Olía a éter y desinfectante. La luz que se filtraba por las hilachas le cegó. Se oían, cada una por su lado, dos trompetas. Sus sonidos, con sordina, parecían estar, como la luz, envueltos en algodón. Fraseaban caprichosamente dos melodías que a ratos se entrelazaban y se hacían una. ¿O serían dos radios que a la vez tocaban dos piezas de jazz de un mismo trompetista? Satchmo. “Stormy weather” y “Saint James Infirmary Blues”. Quizás por lo de la enfermería del viejo New Orleans, el dolor en el pecho o por la sangre que empapaba su camisa, Chamba descubrió que estaba en un hospital.

Entonces recordó que en la ambulancia, cuando se llevó la mano al cuello, ya no tenía la cadena con la trompeta. Después ya no pudo más mover el brazo. Sintió angustia. Tenía la mente puesta en marcha atrás, rebobinando… Primero fue el dolor. Su espalda chocó con un árbol. Se agarró la cadena. Con el otro brazo trató de parar el cuchillo. No le gustó la voz. Menos que lo pararan de madrugada, con unos tragos encima. “Puro, ¿me dejas encender un cigarro?”, le preguntó un mulatico flaco de unos dieciocho años. Conocía su cara. Lo había visto por Mantilla. Siempre con otro grupo de muchachos, tan mal encarados como él. Tomando alcohol, buscando líos, oyendo a todo volumen aquel puñetero reguetón que no era música ni un carajo. “Puro, con el mayor respeto, ¿esa cadena es de oro?”, le preguntó una vez. ¿Había sido él o alguno de los otros muchachos? Hoy en día, todos se parecen… Aquella noche lo miró de reojo y siguió su camino. No le dijo si era de oro. Que lo averigüe, que pregunte al Pata. ¿Qué coño le importa? Con el mayor respeto ni un coño de su madre… Chiquillos parejeros. Si estaban puestos para quitársela y se volvían locos, tendrían que matarlo. Eso, si antes no se llevaba a algún singao por delante.

Todo el mundo tenía que ver con la cadena y la trompeta. No porque fuera idéntica a la de Sandoval o a la del mismísimo Dizzy. En Mantilla y sus alrededores eran muy pocos los que sabían quién era Dizzy. Si acaso, sabían que Arturo Sandoval era un trompetista de los Irakere, “que tocaba de pinga y que se la había dejado a esta gente en los callos y se había ido pal Yuma”. Lo que volvía locos a todos estos comemierdas, como si nada más importara, era el oro. Brillaba tanto cuando le daba el sol, que dolían los ojos y ardían de envidia y avaricia.

También tuvo envidia, hace veinticinco años, cuando vio por primera vez la cadena en el cuello del Pata. Tanta envidia que se enfermó. Estuvo dos días con fiebre. No se podía parar de la cama. Dicen que con tanto mosquito había un brote de dengue en La Habana. Deliró. Soñó con Elsa y con abuelo Ti Pierre. Elsa, linda y rica como siempre, con sus muslos de canela y los pezones de chocolate que atravesaban la blusa. Bailaban apretados. Se besaban y Billie Holiday cantaba en la victrola “Lover man” y luego, de pegueta, “Crazy he calls me”. ¿En el Johnny Dreams o en el Two Brothers? Billie Holiday se calló cuando empezó el bateo, después Elsa regresó a la tumba. Entonces oyó los tambores de Ti Roro y su abuelo le volvió a hacer el cuento del rey Henry I y la ciudadela que había en las montañas de Haití más de cien años antes de que Ti Pierre se fuera de Gonaives para irse a cortar caña en Camagüey. Los cuentos del abuelo siempre lo animaban. La fiebre empezó a bajar, sintió hambre y Shangó, desde el altar, le ordenó que se levantara de la cama. ¿Qué pendejada era esa de la cadena, la envidia, los mosquitos y el dengue? Al día siguiente, se trepó al andamio como si nada.

Si alguien merecía tener la cadena era El Pata. Si alguien sabía bien en La Habana quien era Dizzy, era El Pata. No lo iba a saber si luego de tantos años de escuchar sus discos (tocando con Miles, con Charlie el Bird, con Sassie Vaughn), tuvo la sorpresa de ver aparecer un día en su casa al mismísimo Dizzy Gillespie. Live in Santa Amalia.

Pata no se cansaba de hacer el cuento. Fue al mediodía. Llegó en un taxi y se paró en la puerta, con una bolsa de nilón llena de regalos. Como un risueño Santa Claus negro y mofletudo. Venía con Turi, con otro cubano con cara de policía y con un negro americano barbudo que hablaba español y sudaba como un condenado. El Pata estaba en la cocina, terminando de sazonar los frijoles. Por poco se cae de culo cuando su ahijado el Turi gritó desde la puerta “Adivina a quién te traigo, Pata”, y vio a Dizzy y supo que no le estaban corriendo una máquina. Gillespie dijo “Aché, Salam Aleikum”, hizo algún chiste en inglés y le dio un abrazo de oso. El Pata sólo atinó a decir: “Ay, coño, man”. Luego, Dizzy sacó de la bolsa dos botellas de whisky, mientras canturreaba “I never get back to Georgia”. Viró un chorrito de bebida en el piso para los muertos, se tomó el primer trago y gritó ¡Manteca! Luego empezó a monear y hacer piruetas en el centro de la sala, como cualquiera de los bailadores del barrio, mezclando el tap y el jitterbug con los pasillos de la rumba y el guaguancó.

Así lo contaba El Pata. Mentiroso como carajo que era, nadie le creyó el cuento de que Dizzy estuvo en su casa, lo invitó a comer al Floridita, a una fiesta de santo en Centro Habana y a su concierto con Gonzalito Rubalcaba en el festival de Varadero. Creyeron que se había vuelto loco o había fumado marihuana ligada con alguna cosa rara que le trajeron la blanquita y el pelúo que lo visitaban para vender e intercambiar discos.

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Nadie llegó a la casa mientras estuvo Dizzy, ningún vecino lo vio. Pero el Pata tenía la cadena con la trompeta –de oro macizo decía– como prueba irrefutable de la visita de Dizzy. Se la regaló por ser, además de padrino de Turi, el mejor entre los mejores bailadores de Santa Amalia y uno de los tipos que más sabía de jazz en La Habana. Además, su madrina de santo era la hermana de Chano Pozo. Estaba viejísima y vivía en el solar del África, en Centro Habana. Con tremenda miseria pero con un aché del carajo. Sus seres eran para respetar. Cuando montaba muerto, hablaba en lengua lucumí y lo mismo se tomaba media botella de aguardiente de un tirón que se echaba al hombro al negrón más corpulento y jorocón del solar. Luego, volvía a ser la misma viejita infeliz que hablaba con un hilito de voz y apenas podía dar un paso sin el bastón de guayacán.

A los primeros que el Pata hizo el cuento de la visita de Dizzy fue a la Rubia y al Pelúo. Aparecieron con un disco de Miles Davis que los tenía locos. Se merecía un prajo y le pidieron permiso para fumar. Cuando se cansaron de repetir que Miles, Marcus Miller y Omar Hakim tocaban que era una barbaridad, empezaron a fajarse. La pareja se había separado varias veces, pero siempre volvían a empatarse. Entonces, se reprochaban sus infidelidades, como si hubiera modo de que pudieran ser fieles a otras cosas que no fueran los blues y el jazz. No se sabía quién pegaba más tarros a quién. Sospecho que ella ganaba en la competencia, enferma a la pinta como era, y con tantos negros alrededor (Chamba y el Pata incluidos) locos por las blancas. El Pelúo hacía lo suyo, pero siempre estaba demasiado en nota para andar templando mucho.

El Pata paró la fajazón: “Ayer por la tarde Dizzy estuvo aquí”, dijo. Más le hubiera valido no hacer el cuento. Se encapricharon en que El Pata los llevara a la fiesta en el solar del África para conocer a Dizzy. El Pata les explicó que sólo llevaría a los bailadores de Santa Amalia y a dos de sus ahijados. Ni siquiera invitaría a su jeva. No quería cargar con mucha gente, menos con blancos conflictivos. No quería ser tajante, pero se lo tuvo que decir.

—Coño, eso es una mierda, padrino –dijo el Pelúo.

—Padrino ni cojones, yo no tengo ahijados tarrúos, váyanse pal carajo.

De todas formas, la parejita se las arregló para aparecerse en el África el viernes por la noche. Llegaron con Caramelo, que se reía solo y traía los ojos colorados, y una trigueña alta con porte de tortillera. Llegaron primero que Natalia Bolívar, Miguel Barnet y Eusebio Leal, que nadie sabía si eran invitados especiales o se invitaron solos. Un chorro de policías y segurosos ya estaba allí. Los uniformados se quedaron en la calle. Los segurosos, que se notaba a la legua lo que eran, se regaron por el solar.

A Pata le gustaba recordar que Dizzy se gastó el dinero para que todo saliera OK y la gente se sintiera bien.

La Rubia y sus amigos dicen que no hubo tal fiesta ni tal Dizzy, sino que se vieron atrapados, con tremenda nota, en una redada de la policía. Y que no terminaron presos porque la Rubia y la trigueña con tipo de macho se templaron tres o cuatro policías en la unidad de Zanja.

Pata prefería no discutir el asunto. No valía la pena discutir con semejantes arrebatados. Él tenía la verdadera historia. Dizzy iba vestido de blanco. El Pata también. Fue la primera vez que lució en público la cadena. Dizzy le tiró el brazo por encima y lo llamó “mi brother de Santa Amalia”.

—Y punto, monina, allá los envidiosos que no lo quieran creer…

¡Qué tiempos aquellos!, comentaba El Pata a Chamba en las noches de apagón del Período Especial. Sólo se podía hacer eso: hablar. En la oscuridad, no se veían ni las manos. A veces no había keroseno para encender las lámparas. El calor y los mosquitos no dejaban dormir.

No habían pasado diez años de la visita de Dizzy (que había muerto en 1993), pero parecían treinta. La viudez, el hambre y el chispa de tren habían convertido al Pata en un viejo flaco, que empezaba a arrastrar los pies y no podía disimular el desconsuelo.

Los dos amigos se ponían nostálgicos. Añoraban los viejos tiempos, como si hubieran sido realmente buenos. Cual si La Habana “de antes” hubiera sido el paraíso. Como si nunca hubiera existido la noche en que dos milicianos prendieron a Chamba al salir del Two Brothers. Andaban recogiendo chulos, putas y maricones, o la gente que se les antojara que lo fueran. Le encontraron un cigarro de marihuana en el bolsillo de la camisa. Le echaron siete años. Cumplió cuatro en La Cabaña. “Los mayimbes lo llevaron pa’ la loma”, solía decir con ironía. Cuando salió, ya no ponían jazz ni ninguna otra música americana en la radio o en los bares. Ni siquiera a Nat King Cole cantando “El bodeguero” en español. Fue difícil adaptarse. Por suerte, quedaban los discos de jazz del Pata. Luego lo enviaron dos años a una granja por la Ley contra la Vagancia. Después que salió, iba con Elsa a casa del Pata los sábados por la noche y los domingos por la tarde. Varias parejas se reunían para escuchar jazz y bailar, con las ventanas cerradas y sin subir mucho el volumen del tocadiscos. Era mejor no tener problemas con el Comité de Defensa de la Revolución.

Muchos años después, pudieron desahogarse y hablar de esos malos tiempos con una periodista de la televisión que quería hacer un documental sobre los bailadores de Santa Amalia. Les puso viejas películas de Lena Horne y Cab Calloway y preguntó como aprendieron a bailar el jazz y otras boberías por el estilo. Ella no quería buscarse líos. No quería que nombraran a Sandoval y al Bebo Valdés. Les rogó que ni mencionaran a Paquito De Rivera. Dime tú, ¡cómo hablar de jazz en Cuba sin mencionar a Paquito y las descargas del Johnny Dreams!

Con la gente de la TV, Chamba no habló de La Cabaña ni del tiempo en que tuvo que esconder sus collares y los santos. Tampoco habló de Elsa. Triste historia.

Chamba estaba saliendo con una blanca y la mulata se puso insoportable con los celos. Había perdido una barriga después que Chamba salió de la cárcel. Estaba tan pesada que pensó en dejarla. Estaba indeciso porque Elsa, a pesar de sus majaderías, le gustaba mucho. La segunda noche que no durmió en su casa, aquello fue en los carnavales del setenta, Elsa se dio candela. Murió 12 horas después en el hospital Calixto García.

Chamba no tuvo valor para verla en la caja. Hizo bien. Siempre la recuerda viva, la más linda de Párraga, bailando tan sensual y ligera como nadie. Imitando a la divina Sarah Vaughan con el tarareo de “Somewhere over the rainbow” en su inglés inventado. Loquita, con los ojos chinos… Chamba siempre tiene un vaso de agua puesto por el descanso de su alma y para que lo perdone.

La blanca no siguió con él. Estuvo más de un mes sin ir por su casa. No quería verla. No tenía ganas de estar con ninguna mujer. Le remordía la conciencia. Ella no lo buscó. Cuando apareció, le dijo que tenía otro, que no volviera, que si no se veía muy negro y muy feo…

—¡Puta de mierda! ¡Hija de puta! ¡Fue por tu culpa, cojones! –gritó y asustó al médico y a la enfermera con el grito que estremeció la sala de terapia intensiva.

—¿Qué pasó, nagüe? –preguntó un policía desde la puerta del salón.

—Tranquilo, Bobby, tranquilo, es el viejo de las puñaladas –contestó la enfermera y le guiñó un ojo.

Después tuvo otra mujer. Duró casi diez años con ella. Se fue por el Mariel, sin avisar ni despedirse. Fue entonces, cuando ya tenía cuarenta y nueve años, que recogió a una muchacha de diecinueve que venía de Jiguaní. Cuando lo dejó por otro, ya tenía más de cincuenta y cinco. No eran tiempos buenos para mantener a una mujer y decidió que sería mejor, cuando tuviera ganas, pagar una puta. Era mucho más económico y sin complicaciones. A veces eran comprensivas y se hacían las enamoradas. Una bayamesa que le recordaba a Elsa, o la Rubia, que ya no era una muchachita ni andaba con el Pelúo, lo acompañaban a casa del Pata y luego de unos alcoholes, bailaban y se dejaban besar y sobar las nalgas al compás del jazz. Uno iba a la cama luego con bastante deseo e inspiración.

Todavía se mantenía en forma, sólo que mucho más flaco y tratando de disimular con una gorra negra, estilo bolchevique, que empezaba a quedarse calvo.

Fue una noche de apagón que hablaban de apuros económicos (otra vez más) que Chamba quiso comprarle la cadena al Pata. Contaba con el dinero de un parlé que se había sacado. Su amigo abrió los ojos y exclamó:

—¿Estás loco, Chamba? Me la regaló Dizzy. No la vendo, asere, ni aunque me esté muriendo de hambre.

El Pata no se murió de hambre, sino de cáncer, varios años después. Diez después que Dizzy, para ser más exactos. Murió cuando mejor estaba. A medida que apretaba el Período Especial, iba más gente a tirarse los caracoles, a hacer iyabó o a encargar trabajos para irse del país.

Cuando el médico le dijo que le quedaban meses, repartió sus santos y los discos de jazz entre la Rubia y uno de los bailadores de Santa Amalia. Luego, mandó a buscar a Chamba y le regaló la cadena.

—Cógela. Nadie se la merece más que tú –le dijo.

—No, coño, pero así no, tú te vas a poner bien, ya tú verás que hay Pata para rato…

—No comas mierda. Yo estoy jodido, Chamba. Oye, sólo quiero que la cuides, aunque no sea de oro…

—¿Cómo que no es de oro?

—¿Qué cojones oro, Chamba?

—Pero, ¿no la trajo Dizzy? ¿No es verdad que Dizzy estuvo en tu casa?

En ese momento, el Pata empezó a toser y a escupir sangre. La Rubia y el Chamba lo ayudaron a llegar a la cama y lo acostaron. Ya no habló más. Lo tuvieron que ingresar. Estuvo dos días en coma. Murió la víspera de San Lázaro.

—Muchacho del coño de tu madre, suelta mi cadena. Es de oro, cojones, y la trajo Dizzy Gillespie. Díselo tú, Pata, para que no coma más mierda…

—¿Pero qué pinga habla este negro, compay? –protestó el policía–. Lo mismo grita que canta en inglés. ¿De qué cadena habla? ¿Qué dice, dici, qué es eso, nagüe?

—Estará hablando en inglés… Yo qué coño sé –respondió el otro policía, que estaba entretenido con los muslos y las nalgas de la enfermera, cuando trajeron a toda velocidad dos camillas, precedidas por más policías.

—¿Y ahora qué fue, nagüe? –dijo el primer policía, compartiendo su atención entre los gritos del viejo, las dos camillas, las caras patibularias de los dos heridos (un mulato y un negro, casi adolescentes) y el reguero de sangre que iban dejando en el piso del cuerpo de guardia.

—Dos muchachos se tasajearon a machetazos en La Palma por una cadena de oro que arrebataron a un viejo en Mantilla –explicó otro de los guardias–. Lo más jodido es que la cadena no aparece. Tenemos un chiquito en la unidad que dice haber visto que se la llevó un negro gordo canoso, bien vestido, que hablaba con acento extranjero, daba brincos y gritaba ¡Manteca!

—¡Mi cadena, cojones! –gritó el Chamba.

Gastó sus últimas fuerzas en el intento de hacerse escuchar. Dentro de la nube, aumentó el frío y la oscuridad. El sonido de una trompeta que tocaba “A night in Tunisia” se alejó despacio hasta apagarse. Se fue en fade, hubiera dicho el Pata…


* Este relato pertenece al libro Volver a hablar con Nelson, Bokeh, Leiden, 2022.

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