ficción
New York (FOTO Frank Guiller)

Alguna secreta conexión ha de existir entre el final de la pandemia y el retorno de la ficción a nuestras vidas. Al menos en Nueva Yorklas autoridades levantaron esta semana todas las restricciones sostenidas durante más de un año en lugares públicos, gimnasios, restaurantes, colegios y salas de espectáculos, poniendo término también a una veda menos explícita pero igual de persistente en las costumbres, como es la de abrir una novela y dejarse ir en el relato de personajes y situaciones que nada tienen que ver con las realidades cotidianas.

¿Cómo explicar esta coincidencia donde la primera víctima de la peste es la ficción? Los peligros de contagio, el dolor físico, la enfermedad que cierra las ciudades y las casas, también tienen el poder de aislar la existencia individual para privilegiar el cuidado de uno mismo: el paso del tiempo desaparece, la vida se iguala con una continua repetición de actos mínimos destinados a conservar lo que ya existe o se tiene, y el mundo de los otros se sumerge en la estadística de víctimas fatales, infectados, número de camas disponibles, dosis de vacunación implementadas según magnitudes demográficas. Un mundo de cifras sustituye entonces a la pluralidad del mundo que se esfuma detrás del denominador común de la pandemia representada en las pantallas del teletrabajo y la reunión virtual.

La ficción es un esfuerzo por hacer visible lo inapresable de la realidad, sus múltiples capas y secretos, la dificultad de su sentido y la imposibilidad de comprenderla y dominarla de una sola vez y para siempre.

En estas condiciones el pacto de la ficción no sobrevive, o lo hace a muy baja intensidad. A pan y agua, diríamos, porque ese pacto, esa suspensión de la incredulidad entre el lector y la novela donde hacemos fe de la historia que se nos cuenta, requiere al menos de un atento abandono de nosotros mismos, pero abandono al fin. No ocurre lo mismo con los textos de historia, las abstracciones de la filosofía, los géneros confesionales, los libros de divulgación científica y su pretendido dominio de la verdad: todos ellos llegan como invitados de honor al tiempo de la pandemia porque no exigen del lector ningún trabajo de imaginación. Allí concurren los datos duros de las batallas de la historia, el concepto matriz de la filosofía, el diario de vida reconocible en la sentimentalidad asociada al género, la ciencia con sus datos precisos y experimentos cuantificables. Al contrario, la ficción es un esfuerzo por hacer visible lo inapresable de la realidad, sus múltiples capas y secretos, la dificultad de su sentido y la imposibilidad de comprenderla y dominarla de una sola vez y para siempre. La ficción escapa de la jaula del concepto, de la amarra del dato histórico, de la lágrima confesional, e incluso de la obligatoria masividad del cine o de la exclusividad de la pintura y las artes visuales.

“Prométeme que no intentarás entenderme”, le dice David a Simon en un pasaje clave de La muerte de Jesús, la novela que cierra la trilogía de J. M. Coetzee iniciada con La infancia de Jesús, en 2012, continuada con Jesús en la escuela, en 2016, y brillantemente finalizada con la última entrega, en 2020, publicada hace un año exacto y en medio del peor momento de la pandemia global. Es impensable que Coetzee haya prefigurado la peste al concluir la escritura del libro, pero el hecho cierto es que La muerte de Jesús desliza sin premeditación alguna la resistencia de la ficción a dejarse vencer por la fatalidad del momento. En ella, un niño de diez años que ha sido renombrado David, vive en la localidad latinoamericana de Estrella junto a sus padres adoptivos, Simón e Inés, quienes forman pareja con el único objeto de proteger a David y darle alguna educación. El poblado Estrella es una mezcla desolada del Comala de Rulfo y el muelle de Zama, donde el mundo de la espera transcurre como un crepúsculo sangrante y sin memoria de los días pasados, dejados en el olvido tras una catástrofe que no se nombra a lo largo de toda la trilogía. Es la distopía latinoamericana transformada en naturaleza, con su inmovilidad característica, su burocracia reproductiva, su bostezo eterno con sus rencillas miserables.

En esta entrega final, David enferma de un mal que los doctores del hospital local son incapaces de determinar, ante la desesperación y angustia de Simón e Inés. El orfelinato de Estrella adopta entonces a David como su guía espiritual, y en su cama de enfermo el niño exige el ejemplar de Don Quijote que ha traído escondido desde la localidad de Navilla, la residencia previa del trío familiar que forma con Simón e Inés. Desde allí, el Evangelio del Quijote despliega sus enseñanzas seculares y delirantes por la boca de David ante una audiencia cada vez más numerosa y sorprendida de los milagros que obran en la palabra del niño. La realidad no es la realidad sino una ficción, mientras que la fantasía y los sueños son el mundo de la vida verdadera, clama David en oposición a la creencia de Simón, su tutor, quien intenta convencerlo de lo contrario. El niño se emperra en su voluntad y transforma con ella lo real a través de los sueños, o cree hacerlo exponiendo su salud en el esfuerzo. “Prométeme que no intentarás entenderme”, exige David cuando es evidente que su estado empeora y no logrará salir con vida del hospital. “Cuando intentas entenderme es cuando lo arruinas todo”, advierte y amonesta a Simón, concentrando luego todas sus energías en transmitir un mensaje que éste nunca podrá capturar del todo. 

La ficción escapa del sentido que Simón quisiera imponerle a la muerte de David tanto como a sus palabras. Si su cuerpo debe extinguirse lo mismo que la figura del Quijote, es porque la materia del mundo le es impuesta sobre su persona física, quedando la palabra para revelarlo y nombrar su lugar en ese mismo mundo. La imaginación encarna en el Quijote bajo la forma de una novela de caballería y su parodia moderna –algo que ya se sabe por los textos escolares– pero La muerte de Jesús agrega un elemento que podría describirse como la desnudez de la ficción pura en tiempos de enfermedad. Esto no sólo por el estilo descarnado que Coetzee le imprime al final de su trilogía, con muchos blancos entre una acción y otra que hacen que la novela se lea como una parábola, con pasajes elípticos que imitan el entorno aturdido de Estrella y una extremada contención en los desarrollos patéticos de un niño Jesús leyendo al Quijote en su cama de hospital. También responde a lo que el propio Coetzee ha definido como su acercamiento a una escritura de edad tardía, donde el relato no está nunca en casa y omite su familiaridad con la lengua que utiliza (el uso del castellano es persistente y evocativo de la ajenidad que lo recorre). Una parquedad donde lo estético es indistinguible de lo ético, una sequedad antiornamental de la composición y de los elementos que intervienen, para encontrar acaso los significados que realmente importan a sus personajes: qué es morir, qué imaginar, qué vivir en el poco tiempo que duran nuestros cuerpos.

Ejemplares de la edicion en espanol de La muerte de Jesus de J. M. Coetzee | Rialta
Ejemplares de la edición en español de ‘La muerte de Jesús’, de J. M. Coetzee

Sin buscar la coincidencia, sin siquiera concebirla como representación y propósito, La muerte de Jesús es admirablemente la mejor novela involuntaria sobre la pandemia que haya podido escribirse en estos tiempos de enfermedad. Ficción pura porque límite en sí misma. Su resistencia a dejarse llevar por las demostraciones, las ideas demasiado fuertes, los ornamentos y las ilustraciones que hacen de apoyo, son la mejor prueba del coraje y la autoridad del género para sobrevivir a pan y agua, respirando bajo tierra todo lo necesario mientras pasa la peste del fin de la imaginación.

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ROBERTO BRODSKY
Roberto Brodsky (Santiago de Chile, 1957). Escritor, profesor universitario, guionista y autor de artículos de opinión y crítica. Entre sus novelas se cuentan El peor de los héroes (1999), El arte de callar (2004), Bosque quemado (2008), Veneno (2012), Casa chilena (2015) y Últimos días (Rialta Ediciones, 2017). Residió durante más de una década en Washington como profesor adjunto de la Universidad de Georgetown. Ha vivido por largos períodos en Buenos Aires, Caracas, Barcelona y Washington DC. A mediados de 2019 se trasladó a vivir a Nueva York.

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