La plaza de Tiananmén, en Beijing, China

Al final del ensayo “El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado” (1984), Fredric Jameson se refería a la necesidad de mapas: “Si alguna vez llega a existir una forma política de posmodernismo, su vocación será la invención y el diseño de mapas cognitivos globales, tanto a escala social como espacial”.[1]

Estos mapas cognitivos de los que hablaba Jameson debían ofrecer puntos de referencia para representar y relativizar el espacio organizado por la cultura global. De esta forma, sería posible desarticular la ilusión del sublime capitalista, que absorbe y captura cada aspecto de la vida humana. Jameson veía reflejarse este sublime en la arquitectura de los nuevos hoteles y centros comerciales, donde el visitante tiende a perder la orientación en el espacio al deambular por amplios pasillos, escaleras, puentes y ascensores, como si se encontrara en una ciudad dentro de otra ciudad, un lugar completo y autosuficiente del que no es preciso salir. Esta arquitectura laberíntica, propia de la cultura capitalista, produce la sensación de una totalidad inabarcable, un “hiperespacio” sin exterior ni alternativas en el que “el vacío está absolutamente repleto”.[2] Situarse dentro de ese espacio a través de la confección de “mapas cognitivos” sería así para Jameson un modo de recobrar el dominio de sí y de resistir la omnipotencia de este universo en expansión donde todas las necesidades pretenden estar resueltas.

Por paradójico que parezca, la perspectiva de Jameson sobre la lógica cultural del capitalismo avanzado en ciertos aspectos podría aplicarse al campo socialista. La pretensión de totalidad ha sido también un rasgo propio de los regímenes comunistas, y en el caso de Cuba ha sido un aspecto particularmente denunciado por escritores, pensadores y artistas críticos. Al tiempo que Jameson escribía aquel ensayo crucial sobre el posmodernismo, en Cuba comenzaba un periodo de relativa apertura que fue interrumpido tras la caída del Muro de Berlín, cuando el Gobierno giró hacia una política conservadora. Luego del cierre de proyectos culturales que intentaron crear una zona de parcial independencia, tales como los de Paideia, Naranja Dulce o Artecalle,[3] resulto evidente que en Cuba no se daría una apertura semejante a la de Europa. Varios intelectuales denunciaron este repliegue hacia el interior de la insularidad y plantearon de distintas formas la “necesidad de mapas”. Esta necesidad de repensar el territorio y crear nuevas metáforas del espacio se ve reflejada, por ejemplo, en la obra de Antonio José Ponte, con su poética de la ruina, del grupo Diáspora(s), con sus traducciones y líneas de fuga, de Iván de la Nuez, con su trazado de cartografías intelectuales, o de Carlos Garaicoa, con su estética del maquetismo. Se podría decir que muchos de estos escritores y artistas expresaron bajo sus propios términos esa “forma política de posmodernismo” a la que se refiere Jameson.[4] El término resulta sin dudas acertado para describir a esta nueva y “novísima” generación,[5] si se considera que el conjunto de teorías englobadas con el adjetivo “posmoderno” planteaba una serie de embates contra aspectos centrales del pensamiento oficial, a saber: desfundamentación (posmoderna) vs. fundamentación (moderna), micronarrativas vs. metanarrativas, deconstrucción vs. metafísica, diseminación vs. profundidad, pensamiento débil vs. pensamiento fuerte y distopía vs. utopía.[6] Una biblioteca posmoderna podía efectivamente contener herramientas conceptuales para elaborar una crítica profunda del discurso estatal.

Aguilera y la novela artefacto

La obra de Carlos A. Aguilera, quien formó parte del proyecto Diáspora(s) y junto con Rolando Sánchez Mejías fue uno de los gestores de la revista homónima que circuló dentro de Cuba en forma de samizdat entre 1997 y 2002, puede muy bien situarse en el polo posmoderno de este cuadro de oposiciones. En su caso, la “necesidad de mapas” se encuentra expresada en textos que establecen continuidades entre la condición cubana y la de los países del campo socialista, especialmente China y la Europa del Este. En trabajos como Das Kapital (1997), “Mao” (1997), “Viaje a China” (1999), Teoría del alma china (2006), Discurso de la madre muerta (2012) o El imperio Oblómov (2014), Aguilera exploró esas territorialidades y reescribió sus fronteras, no en busca de conexiones o semejanzas culturales entre sociedades geográficamente lejanas, pero políticamente próximas, sino de los mecanismos de un común aparato ideológico. Aguilera ha ido creando, así, una cartografía conceptual y a la vez una resistencia contra las imposiciones de esa cartografía. En Teoría del alma china, la novela que analizaremos a continuación, Aguilera elabora esta crítica a través de una ficción que bien puede leerse como una réplica del dispositivo totalitario, réplica que vale entender en los dos sentidos de la palabra: como una respuesta y como una imitación de los mecanismos del Estado total.

Quien haya leído Teoría del alma china sabe muy bien que no se trata de un relato convencional.[7] De hecho, resulta difícil leerlo como una novela en la medida en que el foco está puesto en la descripción del espacio y sus leyes, más que en la narración. Irina Garbatzky analizó la homología establecida por esta ficción entre el orden de los cuerpos y el de la palabra normativa. “El alma china”, dice, “escenifica […] una teoría sobre la relación entre la letra y el poder de la ley, entre la letra y el castigo. Mas aun, una postulación de cómo la eficacia de la letra circunscribe, da forma y devora a los individuos”.[8]

Ya sea porque el texto plantea la ficción de una estructura territorial o porque elabora una teoría de las relaciones de poder entre la letra, el territorio y los cuerpos, como dice Garbatzky, el hecho es que la novela de Aguilera compone un orden espacial en el que lo que predomina no son las particularidades de un país lejano, sino las regularidades de la norma. De ahí que el foco del texto se oriente menos al relato que a la construcción de un objeto discreto, un artefacto. Lo que le interesa al texto no es tanto desplegar un desarrollo narrativo sino describir el funcionamiento de un objeto. Se trata de exponer un cierto modo de operar, un estado de cosas. O, más simplemente, se trata de replicar un “Estado”, con mayúscula y a secas.

La novela se divide en cuatro largos capítulos, todos ellos a cargo del mismo narrador. Este narrador es un extranjero que visita China y escribe una bitácora de viaje, no como un diario personal, sino aparentemente como un texto de investigación. A quién va destinado ese texto, o qué uso se le dará, de eso nada se nos dice. El tráfico de información es justamente la clave de esta ficción paranoica en la que todos son sospechosos de ocultar información o de esconder sus verdaderas intenciones, incluido el propio narrador. La novela tiene cierto parentesco con la narrativa de espionaje, con la salvedad de que aquí no se cumple con el pacto de verosimilitud que haría creíble la trama conspirativa. Se trata en este caso de una distopía irónica que violenta los consensos, a la vez que remite a tópicos reconocibles de la imaginación política del siglo XX.

En Teoría del alma china el mundo se divide en dos: un adentro (China) y un afuera (Occidente). Si bien el afuera es obviamente el amplio espacio de la fuga respecto de un interior carcelario, nada indica que Occidente sea la tierra prometida de la libertad. Aquí no sólo se hace la parodia del diario de viajes del intelectual europeo que pasa al otro lado de la frontera para hacer la corresponsalía, sino que se pone en abismo la lógica binaria que divide el mundo en Este y Oeste, Oriente y Occidente, sin insinuar ninguna superación dialéctica.

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Cruzar la frontera y entrar en China significa entonces pasar al otro lado del mundo. En la base de esta cartografía se encuentra el imaginario de la Guerra Fría, con sus metáforas de un mundo partido e irreconciliablemente escindido entre dos mitades que se repelen. El primer capítulo, “Teoría del alma china (I)”, presenta una especie de mapa léxico de ese “más alla”. Como en las viejas narraciones etnográficas, el discurso del viajero recurre al glosario, sólo que en este caso se ha prescindido de la narración y todo el capítulo toma la forma de un gran diccionario. El viajero describe el país a través de una insólita distribución temática que nos hace pensar en aquella enciclopedia china referida en “El idioma analítico de John Wilkins” de Borges. Sus apartados no tienen conexión ni jerarquía, de manera que es imposible saber qué motiva la división del capítulo en títulos como “Gran Mongol”, “Cajas de repetición”, “Carreteras de meseta”, “Bombillas”, “Fumaderos de opio” o “Contorsionismo”. Caprichosa clasificación que refleja la propia arbitrariedad del mundo que se intenta comprender y traducir.

El siguiente capítulo se titula “Matadero”, como el cuento del escritor argentino Esteban Echeverría.[9] Esta vinculación de un espacio político con un matadero también nos recuerda aquel dictum de Bakunin según el cual “el Estado es como un gran matadero y un enorme cementerio, donde a la sombra y con el pretexto de esta abstracción todas las aspiraciones mejores y las fuerzas vivas de un país son mojigatamente inmoladas y enterradas”.[10]

Al igual que en aquellos textos políticos del siglo XIX, aquí el matadero metaforiza la barbarie oficial y en especial su manera de someter a los intelectuales con brutalidad aleccionadora. Este es el capítulo más narrativo de la novela, en el que se cuenta como el protagonista intenta reconstruir la historia de un escritor alcanzado por la vigilancia, luego de mantener sospechosas amistades en el extranjero. Este escritor “accidentado” en dudosas circunstancias, ha guardado a su vez secretos y finalmente parece haberse convertido, él mismo, en un colaborador, así como el narrador se convierte a su vez en un asesino, cuando sin proponérselo da muerte a la secretaria del escritor para poder ingresar y revisar sus papeles. Aquí no hay roles fijos: el perseguido puede convertirse en colaborador, el hombre de letras en asesino, el investigador en investigado. No hay motivaciones subjetivas ni conciencia moral, solamente territorio, acciones que responden a su ley.

El tercer capítulo, llamado “El Gran Corazón de Occidente”, gira en la dirección contraria y toma el asunto opuesto de la barbarie occidental. Lo primero que se invierte aquí es la propia voz del narrador, quien se revela inesperadamente despiadado. Hasta este momento la crueldad era el patrimonio exclusivo de lo que los europeos vieron históricamente como el despotismo oriental, pero aquí, desde la primera línea del capítulo, esa brutalidad ya no surge del lejano Oriente, sino que también resulta ser un patrimonio del mundo “civilizado”. De pronto el narrador se muestra racista: “China es un país de enanos. Los enanos son deformes y cuando se desplazan parece que un martillo les hubiera achatado la cabeza. A este tipo de enano: voz nasal, gestos teatrales […] los llaman en el interior de la republica monos de feria”.[11] Mas aun, justifica el exterminio:

Si alguna vez hubiera “colaborado” en China –jefecillo de hacienda, secretario del ministerio de comercio–, mi primera decisión hubiera sido exterminar a los enanos, cazándolos uno a uno como moscas o enterrándolos vivos en el desierto de Xhu’g.[12]

Con este introito se presenta al personaje del Alemán, un director de cine que utiliza a estos enanos como actores para un proyecto vanguardista que reproduce hasta el delirio la maquinaria del ultraje:

Una de las escenas más interesantes de su película es cuando el director del reformatorio descubre tras la ventana un enano-alumno observando. Lo invita a pasar, y después de acariciarle el pelo, preguntarle por sus estudios, arreglarle la camisa…, lo tira contra el piso, viola.

Cuando ha terminado, le da vueltas hasta que la cabeza del enano-niño revienta contra la pared.[13]

Por si quedara alguna duda de la afinidad de gustos con el Alemán, a continuación el narrador comenta: “Pero lo hermoso de este momento no está en la violación-en-sí, acto de Stimmung y grandeza, sino en la manera en que el director lo agarra/lo suelta, las líneas de placer que atraviesan su rostro, la sonrisita inocente y marionetesca a la vez”.[14] A esta escena le siguen otras no menos delirantemente sádicas.[15] El título de este capítulo parafrasea el de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, clásica novela sobre el imperialismo europeo y la explotación humana. Así como en la novela de Conrad África es el continente negro, China aquí es el país de los enanos. De modo que llamar a este capítulo “El gran corazón de Occidente” es a todas luces una ironía que alude al autoengaño de una civilización que ejerce la violencia mientras declara sus buenas intenciones.

El cuarto y último capítulo de la novela se titula “Teoría del alma china (II)”, y consiste en una descripción de la “colonia japonesa” inserta dentro del territorio chino como una especie de isla continental, un “hueco” en la tierra, literalmente un hoyo: “una jaula hundida y entre montañas; sin aire”,[16] donde son confinados los enemigos del sistema. La colonia es un campo de concentración que funciona internamente como un panóptico: “Si a un occidentalis preguntáramos cuál es la forma perfecta para un presidio con muchas personas dentro, respondería que una donde todos puedan ser mirados y a la vez todos se vigilen entre sí, de manera que desde cualquier parte el recluso sienta encima el martillito de la Ley”.[17] La colonia japonesa es el epítome del Estado totalitario. Es el corazón de China, el lugar en el que se aplica de la forma más perfecta la tecnología biopolítica de un Gobierno todopoderoso.

Como resulta claro, la China de Aguilera no surge de una verdadera experiencia de viaje. En palabras del autor, si aquí hay un viaje, se trata de “un viaje a determinados conceptos, a Occidente y su mala comprensión del otro, a la relación caricatura-poder, a mi cabeza. Pero no es la visita a ningún lugar geográfico, a ninguna realidad. Para mí, China es sólo un hueco.”[18]

La ironía de este viaje al interior de un artefacto conceptual es que lleva hasta el otro extremo del mundo ese vasto imperio totalitario con el que Aguilera identifica a Cuba. Vale recordar que las primeras páginas del texto fueron publicadas en la revista Diáspora(s), en noviembre de 1999. Y vale recordar también que una de las fuertes apuestas de Diáspora(s) consistió precisamente en extraer la condición cubana del encierro nacionalista y en negarse a verla simplemente como un caso excepcional, para inscribirla en el contexto internacional de la Guerra Fría y la historia política del siglo XX. De manera que, por más que en Teoría del alma china no se hagan referencias a Cuba, y por más que el propio autor se haya negado a que el libro fuera leído como una alegoría de su país, es evidente que el texto surge de la experiencia cubana y de la constitución de esa experiencia en una “teoría” del totalitarismo. El paisaje que se configura en esta ficción describe una territorialidad política. Si la frontera de este espacio cerrado parece infranqueable, si la prisión es su gran metáfora, como lo era en Reinaldo Arenas, el viaje a ese “hueco” llamado China, será al mismo tiempo una salida del discurso de “la cubanía” y un retorno al interior de sus dominios bien guardados.

Un interior sin puertas ni ventanas

En distopías clásicas como la novela 1984 de George Orwell, Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, Un mundo feliz de Aldous Huxley o la película Brazil de Terry Gilliam, existe un momento de conciencia y rebelión en el que los sujetos reivindican sus derechos, aun cuando el desenlace sea pesimista. Por esta vía se alivia la carga opresiva del relato, al apoyarse en un pensamiento compartido por el autor y el lector en relación con ciertos principios de autonomía y libertad. También en la obra de Reinaldo Arenas la heroicidad del yo disidente funciona como sostén del ánimo moral, aun cuando impere un autoritarismo sin fin. En cambio, en Teoría del alma china no encontramos esta clase de heroicidad ni hallamos tampoco instancias de complicidad con el lector. La presencia del extranjero no implica una apertura en el muro impenetrable del Estado chino, ni una visión hacia afuera, o un pasaje liberador. El espacio se repliega con un peso sofocante, y el lector se encuentra, en todo momento, solo y aislado dentro de ese mundo.

El capítulo “Matadero” describe este encierro con una notable conciencia escenográfica. Aquí se habla de la relación del Estado con los intelectuales, y por lo tanto de la propia posición del texto dentro de este dispositivo de vigilancia. Puntualicemos algunos elementos de esta escenografía:

  1. El domicilio del escritor se describe como una casa “oscura, pequeña, estrecha, con un pasillo largo hasta la cocina”, un tipo de construcción lleno de “puertas, puertas, puertas” al que algunos arquitectos llaman “trampas para ratones”.[19] La ciudad completa parece un laberinto: “Si no fuera demasiado descortés podríamos decir que Beijing está llena de trampas para ratones”, dice el narrador.[20] La ciudad no parece tener salidas al exterior, pero está llena de pasadizos que producen la sensación de un lugar infinito al modo piranesiano, o sea, un abismo volcado hacia adentro.
  2. Las ventanas del departamento miran hacia el matadero, donde la relación de fuerzas matador/víctima es un espectáculo cotidiano, de tal forma que el “afuera” (de la casa) es la exteriorización de la Ley que penetra en todos los recintos. Dicho de otra forma: las ventanas no miran hacia afuera, sino que es el afuera el que mira hacia adentro por esas aberturas.
  3. En cierto momento de este capítulo el narrador detecta la presencia de unos “hombrecitos de cartón” que forman curiosos diseños sobre el techo del matadero, “a veces una cruz, a veces una espiral, a veces una fila horizontal”,[21] como puntos indistintos de una línea. Los hombrecitos parecen tener una función intimidatoria, como de espantapájaros. Están “pintados como los sheriffs de las películas del oeste, con pistola/chaleco, y en vez de ojos tenían huecos, dos huecos por donde suponíamos alguien iba a mirar”.[22] Es decir que sus ojos no son signos de inteligencia (no son ventanas del yo ni del alma) sino miradores del Estado ubicuo. Los muñecos están pintados como sheriffs, acaso para que el occidentalis los reconozca como centinelas.
  4. En China también las mujeres son artificiales. La costumbre les dicta que deben maquillarse las venas hasta hacerlas invisibles, y en especial la del ojo: “Piensan que la localización de esa vena hace a los descendientes del antiguo imperio vulnerables y pueden ser reconocidas enfermedades virales o genéticas por esa vía”.[23] El maquillaje cumple así una función doblemente protectora: defiende al organismo de un posible agente externo y oculta desviaciones ancestrales. Estos cuerpos, en cualquier caso, deben permanecer sellados.
  5. Los ojos-ventanas se multiplican también dentro del departamento del escritor. En un rincón del cuarto se encuentra un aparato que toma registro de todo lo que sucede en el lugar. Sobre un mueble hay un pájaro disecado al que le faltan los ojos y que a su vez mira hacia aquel aparato óptico. Sobre un escaparate hay una cantidad de gorriones huecos que en su interior guardan reproductoras de casetes con grabaciones de todo lo que ha sucedido en el recinto.[24] Cada cosa se encuentra contenida dentro de otra mayor, sin salida ni presencias libres, sin ojos reales, sin cuerpos que no parezcan de cera o se encuentren sellados.

Todo el espacio, en suma, se orienta hacia el interior, que a su vez es vaciado de presencias libres. Los ojos, las ventanas, los pasillos, los cables, todo conecta con el panóptico estatal. La distopía está sellada, sin salida al exterior. De modo que nos hacemos esta pregunta: si las distintas aberturas no son más que orificios que miran hacia adentro, si no hay paisajes abiertos ni siquiera cuando se gira hacia Occidente, ¿qué posición asume el texto en relación con las fronteras de este territorio? ¿Existe una respuesta para este mundo, y de haberla, cual sería el momento político de la ficción?

Una dosis de terror

Hagamos un excurso para analizar otro texto de Aguilera, Discurso de la madre muerta.[25] Se trata de una pieza de teatro que escenifica este mismo encierro político que vemos en Teoría del alma china, pero en este caso situando la acción en Europa del Este y en el seno del núcleo familiar.[26]

La obra consiste en un único monólogo constituido por el discurso de la Madre (con mayúscula en el texto) a su esposo e hijo, representados en escena por dos muñecos. La primera paradoja de esta situación surge del hecho de que la madre “muerta” es la única presencia viva en el escenario, lo cual abre la pregunta sobre el componente fúnebre de su presencia. Es posible que, como en Tadeusz Kantor –un dramaturgo admirado por Aguilera–, el personaje muerto sea el que está expresando más vivamente las atrofias de la existencia humana.[27]

Pero esta no es la única ambivalencia de la obra. También se encuentran invertidos los roles de la escena familiar, en cuanto la Madre es la que impone el orden en la casa, la que se hace escuchar y cumple la función protectora. Vestida con un traje militar, “con charreteras rojas, gorra y medallas”,[28] entra en escena con grandes bríos, mientras el Padre y el Hijo (también ellos con mayúsculas) presencian su discurso, sentados en una silla como pupilos en penitencia, ambos con sus bocas pintadas de rojo. El discurso de la Madre es triunfal y maniático. Al entrar en escena trae en sus manos un gato muerto y declara con gesto victorioso que ella misma lo ha matado: ha matado al gato ruso cuyos ojos la obsesionaban puesto que eran el medio de la vigilancia estatal. El gato era la figura del Estado omnisciente: “Un ojo controlado por los gemelos rusos, que todo lo ven y todo lo quieren saber. Que han convertido a los gatos rusos en el Estado total, la mano que todo lo regula”.[29] La Madre se jacta de su victoria: “El gato ya no existe”, le dice al Hijo, “y fue tu propia madre, TuPropiaMadre, quien te libero de él”.[30] Su victoria, sin embargo, se revela cada vez más fallida hasta hacerse evidente que no existe tal liberación, pues los gatos seguirán multiplicándose tanto como el Estado lo requiera. La Madre no ha cortado más que una de sus infinitas cabezas, que continuarán brotando, una tras otra. No parece haber un final, y aun peor: incluso la propia cabeza de la Madre se encuentra alienada por la maquinaria del Estado. Su discurso, en efecto, ha sido tomado por la regulación proliferante del panóptico. El delirio paranoico de la Madre es la esencia patológica del Estado total, un delirio originado y propiciado por el dispositivo vigilante, y por lo tanto indecidiblemente objetivo y subjetivo, exterior e interior a la vez.

Nanne Timmer se preguntó cuál sería el momento político de esta obra en la que no parece existir una salida. La Madre no puede representar una subversión redentora, ya que ella misma está inmersa en la enfermedad, pero tampoco se diría que la obra asume una postura resignada frente a un mal que describe con toda lucidez.[31] Para discernir esta cuestión, Timmer recurre a la figura de la plaga que alimenta el discurso paranoico del personaje. “La plaga es solo aquí”, dice la Madre, “con millones de gatos dando vueltas alrededor de nosotros”.[32] La plaga es, en otras palabras, una metáfora del espacio colonizado por el Ojo. Que el discurso de la Madre apele a esta metáfora no implica sin embargo que la obra reproduzca su lógica de propagación. La obra teatral no está diciendo que no hay solución, no está “tomada” por la locura. Como afirma Timmer, la puesta en escena del contagio es la puesta-afuera del mal, una exteriorización que sale del círculo vicioso de la paranoia. “La escenificación grotesca de la paranoia de la madre es por lo tanto exposición y escritura, el pharmakon que procura que el organismo del cuerpo lector sea capaz de resistir a una infección procedente de un virus externo, que se haga inmune”.[33] La obra busca de este modo “inmunizar” al lector/espectador, haciéndolo pasar por la experiencia de tal modo que pueda “generar anticuerpos contra el discurso paranoico”.[34]

La conclusión de Timmer nos permite repensar la pregunta sobre el momento político de Teoría del alma china, donde tampoco parece haber una escapatoria al régimen totalitario. La experiencia del lector es de un desamparo completo. Lanzado a este mundo sin puertas ni ventanas, se ve forzado a experimentar no solamente el peso de la autoridad, sino también el sinsentido y la violencia del propio texto. El régimen de sometimiento es en efecto recreado en la escritura, de tal modo que el juego de poder se convierte en una performance del poder, una mise en texte de la caprichosa lógica autoritaria.[35] El momento emancipador de la novela no se encuentra, por lo tanto, en la voz del narrador, en la que no podemos confiar y con la que no podemos identificarnos, sino en el texto como totalidad y totalización. Al no haber héroes ni discursos morales, la salida no puede encontrarse en el plano ficcional, sino en su modelado o en su estructura, o sea, en el punto en el que el texto se muestra como una réplica a pequeña escala –grotesca y exagerada– del dispositivo totalitario. El momento político de la novela se encuentra allí, en la puesta en escena de la crueldad, en ese trago amargo administrado al lector: el pharmakon de una momentánea experiencia de sometimiento.

Devenir teatral

Aguilera asoció expresamente su poética al teatro:

Creo que mis textos –igual el género en que finalmente hayan sido escritos– tienen detrás cierta Stimmung del teatro, cierto devenir teatral; y por eso son a veces tan exagerados o lúdicos (o exagerados y caricaturescos). No concibo casi nada que no haya pasado previamente por, como decía antes, cierta cuchillita teatral, cierta “disección” que sólo te da la escena. Incluso, mis poemas, a veces tan difíciles para algunos, siempre tan abstractos, pasan por esto que vengo diciendo, por ese drama que para mí fluye por debajo de todo.[36]

Es sugerente que Aguilera relacione el “devenir teatral” de sus textos con la tendencia a la exageración, el juego y la caricatura, ya que el teatro también puede ligarse al patetismo. Esta visión de lo teatral, junto con la mención de la “cuchillita”, un objeto que indica al mismo tiempo lucidez y dolor, sugieren su filiación a una particular tradición escénica en la que se encuentran teóricos del teatro como Antonin Artaud o Tadeusz Kantor. “La crueldad es ante todo lúcida”, escribió Artaud en una carta de 1932, para luego precisar: “No hay crueldad sin conciencia, sin una especie aplicada de conciencia”.[37] Tadeusz Kantor, a su vez, promovía esa “disección” de la que habla Aguilera, con obras que erradicaban de la representación todo elemento accesorio, decorativo o naturalista, de tal forma que las situaciones teatrales quedaran reducidas a su expresión fundamental. “La imagen abstracta (el escenario) no es un adorno, es un mundo cerrado, que existe por sí, y donde nacen la vida, las dinámicas, las tensiones, las energías, las relaciones”.[38]

En la mayoría de los textos de Aguilera esta inclinación al concepto y la abstracción se combina con un sentido del humor corrosivo. En el propio diminutivo de la palabra “cuchillita” se puede intuir el gesto risueño y a la vez demoníaco de su poética. Un gesto, por así decir, gozosamente incisivo. Esta cuchillita no tiene nada que ver con el bisturí naturalista que pone al lector junto al cirujano, sino que se parece más a la navaja de Luis Buñuel, aquella que en la película Un perro andaluz (1929) diseccionaba el ojo de la actriz en un acto de brusca crueldad con el espectador. El corte de aquella cuchilla, casi insoportable de ver, mortificaba al público justamente a través del órgano del que dependía su comprensión de la escena: el ojo como figura oscilante entre la ilusión y la lucidez.[39]

Aguilera se afilia explícitamente al vanguardismo antirrealista.[40] Su poética puede leerse a través de la antítesis trazada por Peter Burger en Teoría de la vanguardia (1974) entre la “obra orgánica” de las artes miméticas y la “inorgánica” de las vanguardistas. Mientras que la obra orgánica busca asemejarse a la naturaleza y para ello prioriza la unidad de sentido ocultando los procedimientos, la obra inorgánica disuelve el efecto ilusionista, planteando la obra como el producto de un montaje que “acaba con la apariencia de totalidad”.[41] La obra inorgánica pone así de manifiesto su condición de pieza construida, de “artefacto”. Destruye el efecto de naturalidad y unidad de sentido, de modo que para leerla es necesario decodificar su montaje y lógica constructiva.

La novela de Aguilera no sólo se afilia a esta tradición, sino que plantea una relación de contraste irónico entre el texto como artefacto y esa entidad metafísica llamada “alma”. El concepto de “alma china” se menciona en la novela tan solo una vez, pero de forma suficientemente clara para entender sus alcances para el texto. La referencia se encuentra en el capítulo “Matadero”, cuando el protagonista y su acompañante visitan a un funcionario del gobierno que los instruye sobre la verdadera naturaleza del organismo estatal:

[El funcionario] Hizo muchos cuentos de su época y sermoneó largamente sobre el alma china. Cómo había escritores que habían traicionado “la ontología estriada” del alma china: fuan yei xo guahn, y por esa razón “no situaban su locus en el mismo lugar de la nación” Esos son los renegados, dijo, a los que hay que cortarle los brazos para que aprendan a nadar a favor de la corriente.

Narró cómo en su tiempo él agarraba a ese tipo de escritores falsos y desagradecidos y los amonestaba severamente por haber incumplido con el Código Áureo del Soldado de las Letras. Recordó el famoso caso de un periodista que había burlado la censura “que nuestra protección impone a ciertos temas”, y cómo él en persona lo había arrastrado hasta el manicomio y pateado allí. Un hombre, observó con los ojitos semicerrados, que se atreva de esa manera sólo puede estar fuera de su centro.[42]

El alma es el “centro” de la nación y el corazón oculto del Estado al que todos deben permanecer unidos como un solo cuerpo. Por eso es lógico que los renegados reciban un castigo acorde al imperativo de unidad. Escindidos del centro, ellos mismos deben ser amputados: “hay que cortarles los brazos para que aprendan a nadar a favor de la corriente”. El alma china tiene así una existencia a la vez fantasmal (de allí el ensañamiento con los escritores, capaces de inventar fantasmas) y muy concreta, pues existe en tanto ejerce este dominio. Su esencia es su prepotencia. El texto satiriza esa prepotencia al poner de manifiesto la arbitrariedad del régimen, su condición autoritaria y caprichosa, su forma tortuosa de cerrar el espacio y ahuecar los cuerpos. El alma, como finalmente resulta claro, no es más que un subterfugio del régimen para darse un fundamento. Es por lo tanto un hueco en el centro de la nación, una mentira que el relato pone en evidencia con su discurso descentrado y extranjero. No es extraño que Aguilera haya pensado inicialmente llamar esta novela Los paraísos de cartón,[43] título irónico que anticipa su intención de mostrar el artificio escénico, finalmente endeble y ordinario, del poder.

Teoría del alma china es un texto sobre el interior de la frontera, pero escrito en el umbral de esa frontera. Un texto que desnaturaliza la unidad territorial al presentarla como una maqueta, un objeto construido y diseñado, un dispositivo de sometimiento. El texto cartografía ese dispositivo justamente para mostrar que nada de lo que encierra es de orden natural o inmodificable. Nada es allí un mandato del ser, el alma o el destino. El momento político de la ficción –alli donde finalmente se ofrece como pharmakon— se plantea cuando el texto da a entender que el Estado, por brutal que sea, es un acto de lenguaje tan artificial como cualquier otra creación, tan caprichoso y pasajero como otras manifestaciones del arte. A excepción, quizá, según parece sugerir el texto en última instancia, de la universal e inagotable locura humana.


Notas:

* Este ensayo fue publicado originalmente en la antología Configuraciones del trópico: urdimbres y debates en la cultura caribeña, de Celina Manzoni (Katatay, Buenos Aires, 2021). Se publica con permiso de la editorial.

[1] Fredric Jameson: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós, Buenos Aires, 1991, p. 121.

[2] Ibídem, p. 70.

[3] Cfr. Idalia Morejón Arnaiz (ed.): “Dossier Proyecto Paideia”, Cubista Magazine, vol. 5, 2006; Rafael Rojas: El estante vacío: literatura y política en Cuba, Anagrama, Barcelona, 2009.

[4] “Un nuevo arte político –si tal cosa fuera posible– tendría que arrostrar la posmodernidad en toda su verdad, es decir, tendría que conservar su objeto fundamental –el espacio mundial del capital internacional– y forzar al mismo tiempo una ruptura con él mediante una nueva manera de representarlo” (Fredric Jameson: ob. cit., p. 120).

[5] Sobre los novísimos, cfr. Salvador Redonet: Los últimos serán los primeros, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1993; Margarita Mateo Palmer: Ella escribía poscrítica, Casa Editora Abril, La Habana, 1995.

[6] Elena Oliveras: La cuestión del arte en el siglo XXI, Paidós, Buenos Aires, 2019, p. 18.

[7] Cfr. Lidija Dimkovska: “Entrevista a Carlos A. Aguilera”, Cacharros, 6/7, 2004; Idalia Morejón Arnaiz: “Nuevo exotismo: escritores latinoamericanos en tránsito”, en Sandra Nitrini et al., Anais do XI Congresso Internacional da Associagao Brasileira de Literatura Comparada, ABRALIC, Universidade de São Paulo, 2008. Hay que tomar en cuenta que la novela fue escrita por etapas. Los dos primeros capítulos, “Viaje a China” y “Matadero”, se publicaron en Cuba antes de la partida de Aguilera en 2002, y los otros dos fueron escritos más tarde en Bonn, Alemania. La novela completa se publicó en la editorial mexicana Libros del Umbral en 2006. Los capítulos escritos en Cuba se dieron a conocer como textos independientes. “Viaje a China” se publicó en el número 4/5 de la revista Diáspora(s), 1999, “Matadero” en la revista Cacharros, expediente 2, septiembre-octubre 2003 y “Viaje a China” se volvió a publicar en la misma revista, a continuación de la entrevista con Dimkovska (2004).

[8] Irina Garbatzky: “Teorías del archivo, formas de la huida. Sobre Teoría del alma china de Carlos A. Aguilera”, Acta Literaria, 53, 2016, p. 86.

[9] El título podría también asociarse con la novela de Kurt Vonnegut, Slaughterhouse-Five (1969), traducida al español como Matadero cinco. La relación con el texto de Vonnegut se torna manifiesta en otro texto de Aguilera: Matadero seis (Aduana Vieja, Valencia, 2016).

[10] Mijaíl Bakunin: Escritos de filosofía política, Alianza, Madrid, 1978, t. I, p. 255.

[11] Carlos A. Aguilera: Teoría del alma china, Libros del Umbral, Tlalpan, 2006, p. 65.

[12] Ídem.

[13] Ibídem, p. 66.

[14] Ídem.

[15] “Yo reía”, agrega el narrador: “No podía aguantar cierta mezcla de goce y extrañamiento ante la sangre que brotaba de la cabeza del enano-niño y el rostro transfigurado del director, como si con ese gesto hubiera encontrado la clave de lo que llevaba años buscando” (ídem).

[16] Ibídem, p. 93.

[17] Ibídem, pp. 89-90.

[18] Lidija Dimkovska: ob. cit.

[19] Carlos A. Aguilera: Teoría del alma china, ed. cit., p. 39.

[20] Ídem.

[21] Ibídem, p. 47.

[22] Ibídem, p. 48.

[23] Ibídem, p. 53.

[24] Sobre el sentido metafórico de la abertura y el significado de los gorriones en la obra de Aguilera, cfr. Irina Garbatzky: “Bocas y pájaros. Dos videos de Carlos A. Aguilera”, El jardín de los poetas, n.o 3, 2016, pp. 105-123.

[25] Carlos A. Aguilera: Discurso de la madre muerta, Baile del Sol, Tenerife, 2012.

[26] En otros trabajos Aguilera exploró las relaciones de poder inscriptas en la escena familiar. Cfr. Clausewitz y yo (La Cleta Cartonera, México, 2014) y Matadero seis (Aduana Vieja, Valencia, 2016).

[27] “La vida sólo puede ser expresada en el arte por medio de la falta de vida”, reza una conocida máxima de Kantor (Tadeusz Kantor: El teatro de la muerte, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2004, p. 247). Sobre la importancia de Kantor para el grupo Diáspora(s) y Aguilera en particular, cfr. Walfrido Dorta: “Discursos (pos)nacionales, política de (des)autorización y terrorismo literario: la poesía no lirica de los escritores del grupo Diáspora(s)”, en Jorge Cabezas Miranda (ed.), Revista Diáspora(s). Edición facsímil (1997-2002), Linkgua, Barcelona, 2013, pp. 43-51.

[28] Ibídem, p. 11.

[29] Ibídem, p. 14.

[30] Ibídem, p. 17.

[31] Cfr. Nanne Timmer: “El cuerpo-plaga. Sujeto, animal y Estado en Discurso de la madre muerta de Carlos A. Aguilera”, en Nanne Timmer (ed.), Cuerpos ilegales. Sujeto, poder y escritura en América Latina, Almenara, Leiden, 2018, pp. 307-324.

[32] Carlos A. Aguilera: Discurso de la madre muerta, ed. cit. p. 17.

[33] Nanne Timmer, ob. cit., p. 322.

[34] Ídem. La referencia al texto como pharmakon remite al ensayo de Jacques Derrida, “La farmacia de Platón” (La diseminación, Fundamentos, Madrid, 1997, pp. 91-261), en el que se propone que el lenguaje humano es a la vez promesa de acceso a la verdad y frustración de esa promesa, remedio y veneno, iluminación y engaño.

[35] Aguilera experimentó con performances de sometimiento. En la performance GlaSS (La Habana, 1994) puso en práctica la idea de reducir al público. En una entrevista describió detalladamente la experiencia: el poema (GlaSS) “previamente grabado se escuchaba en un lugar cerrado, casi sin luz, y con pupitres de escuela por todas partes. El público fue entrando de a poco, pero algunos fueron seleccionados (al azar) y amarrados juntos con una soga larga y colocados en algún lugar de la sala con un cartucho en la cabeza. […] Un cartucho grande que les tapaba toda la cara y no los dejaba mirar. Y lo que había que mirar, en verdad, no era mucho. Yo me movía caminando de una manera torcida y vestido con un kimono blanco por toda la sala, en lo que se escuchaba una y otra vez “GlaSS y reaccionaba a aquel sonsonete como un jorobado reacciona a ciertas voces en las películas de Walt Disney. Reaccionaba y movía a mis ‘hombres-conejos’ hacia alguna parte, además de arrinconarlos contra la pared, empujarlos, etc. Lo que recuerdo es que como en el minuto cuarenta uno del grupo se zafó y echó a correr fuera de la sala. Los otros a los pocos minutos también lo hicieron… y con ellos el público, que habla asistido a un espacio de repetición, violencia y sin sentido. Y por supuesto, de oralidad-otra. De esto, lo que más me sorprendió, es que la gente en verdad aguantara tanto” (Idalia Morejón Arnaiz: “Repertorio de poesía y performance. Cuba años 90. Entrevista a Carlos Aguilera y video-performance”, Badebec, 4/7, 2014, p. 217).

[36] Carlos A. Aguilera: “«Nada como el afuera para ver lo enfermito que esta el adentro». Entrevistas a Carlos A. Aguilera”, La Habana Elegante, 2013.

[37] Antonin Artaud: El teatro y su doble, Edhasa, Barcelona, 2001, p. 116.

[38] Tadeusz Kantor ob. cit., p. 22.

[39] Además del ojo, figura muy presente en el surrealismo, también el corte, las formas punzantes, la disección, el collage y la dislocación –todas ellas formas de la incomodidad y el dolor– fueron típicos de las vanguardias.

[40] Véase la siguiente declaración sobre sus modelos en los años de formación en Cuba: “John Cage y Joseph Beuys y Tadeusz Kantor fueron muy importantes. De Cage me había leído varios libros y escuchado su música. Incluso, para un número de Diáspora(s) ayudé a Todd Ramon Ochoa a traducir “Conferencia sobre algo”, uno de los mejores textos del autor de Atlas Eclipticalis. De Beuys había visto y leído todo lo que se podía ver en bibliotecas particulares y en la biblioteca del Centro Wifredo Lam, que recuerdo estaba más o menos bien proporcionada. De Kantor, gracias a Atilio Caballero, había leído ya su excelente El teatro de la muerte, una de las poéticas más radicales que haya elaborado alguna vez un dramaturgo que incluso había intentado dejar de serlo” (Idalia Morejón Arnaiz: “Repertorio de poesía y performance. Cuba años 90. Entrevista a Carlos Aguilera y video-performance”, ed. cit., p. 220).

[41] Peter Burger: Teoría de la vanguardia, Península, Barcelona, 2000, p. 136. Hal Foster indagó la dimensión política de este antagonismo entre obras orgánicas e inorgánicas, contraponiendo las formas desarticuladas de las poupees de Hans Bellmer –obras que el nazismo juzgó “degeneradas”– contra el cuerpo integrado, atlético y ejemplar del régimen fascista (cfr. Hal Foster: Belleza compulsiva, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2008).

[42] Carlos A. Aguilera: Teoría del alma china, ed. cit., pp. 48-49.

[43] Este es el título que se anuncia en la revista Cacharros, n.o 6/7, 2004.

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GUADALUPE SILVA
Guadalupe Silva. Es licenciada en Letras por la Universidad Nacional del Sur (1997) y doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires (2005). Se especializa en literatura cubana contemporánea y ha publicado artículos en libros y revistas especializadas del país y el exterior. Es autora del libro El dragón en la biblioteca. Lezama Lima y la literatura cubana (1948-2002) (2019). Compiló los libros Literatura y representación en América Latina (2012) y, junto con María Fernanda Pampín, Literaturas caribeñas. Debates, reescrituras, tradiciones (2015). Se desempeña como investigadora del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) y desarrolla sus actividades de investigación en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires (ILH). Forma parte del Grupo de Estudios Caribeños del ILH.

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