Ancestros Sinfónico Live, de Síntesis, en la Fábrica de Arte Cubano de La Habana (FOTO FACFilms)
Ancestros Sinfónico Live, de Síntesis, en la sala Avellaneda del Teatro Nacional (FOTO FACFilms)

Las luces están apagadas y cada músico en su sitio. Los que allí estamos, junto a los que vendrán el sábado 24 de junio, seremos los únicos testigos de esta doble función, histórica.

El concierto Ancestros Sinfónico Live, de Síntesis, como el disco del que toma nombre, abre con la moyugba más sublime que se hará jamás. Según indica el rito yoruba, toda ceremonia empieza con una moyugba, que no son más que rezos e invocaciones preliminares para solicitar a los difuntos su permiso y bendición. Todo santero se enorgullece de tener un listado extenso de antecesores, y Carlos, el patriarca de Síntesis, dedica los dos minutos iniciales del concierto a demostrar la embuchada tradición religiosa sobre la que ha formado una carrera. El último nombre, que estremece la sala, es Lázaro Ross

El Coro Nacional, dirigido por Digna Guerra, acolchona el discurso de Carlos con vocalizaciones ascendentes y gregorianas, y los músicos del Lyceum de La Habana, dirigidos por el maestro José Antonio Méndez, crean una tensión ambiental paralela al miedo que se siente por el desconocido más allá.

Hace 35 años el primer disco de Ancestros vio la luz. Yo lo conocí en el 2009, muchos años después de que su autor, el grupo Síntesis, demostrara su puesto inamovible en la tradición musical cubana.

El año pasado, como regalo a la trayectoria de sus padres Carlos y Ele, X Alfonso decidió promover una versión novedosa, y trajo este disco, Ancestros Sinfónico, que cuenta con la participación de la Orquesta del Lyceum de La Habana, el Coro Nacional de Cuba, y más de un centenar de músicos. El disco tiene, además, la medular colaboración del maestro Leo Brouwer.

El Teatro Nacional tuvo el lujo de ser la sede del concierto de un disco, que casi un año después de ser lanzado, y premiado con el Latin Grammy en la categoría de Mejor Álbum Folclórico, no había sido ejecutado aún ante algún público.

El concierto se presenta en tal orden que los dos públicos, el religioso y el que no lo es, ambos conscientes del fenómeno que presenciarán, podrán reafirmar y conocer respectivamente que, después de la gloria a los difuntos, la moyugba, indefectiblemente se le canta a Elegguá. Como si de un tambor yoruba se tratara.

Las luces sobre la escena añaden, a la oscuridad previa, un rojo intenso, en total coherencia con el orisha al que se le está cantando.

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Ancestros Sinfónico Live, de Síntesis, en la Fábrica de Arte Cubano de La Habana (FOTO Silvio Rodríguez)
Ancestros Sinfónico Live, de Síntesis, en la sala Avellaneda del Teatro Nacional (FOTO Silvio Rodríguez)

La pieza tiene –y la ejecución en vivo lo acata– un interesante antagonismo. El arreglo para Ibbara Agó es soberbio, tanto así que logra, en medio de la complejidad sonora, un final infantiloide, como debe ser cualquier expresión de moforibale al orisha niño. Los violines y violas juegan a percutir más que a deslizarse sobre la nota. Varios instrumentos de percusión amenazan con salirse del orden del metrónomo. Como Elegguá, a quien se le debe temer todo el tiempo por su carácter impredecible e inmaduro, la pieza se percibe al borde de acabar con la seriedad del tempo.

Luego, el sonido en la sala comienza a recrear una selva. Las luces se han tornado verdes y dejan espacios para una densa oscuridad que imita al negro. Hay un orisha obstinado –un negro bruto y violento– que viene saliendo del ostracismo de ilé nigue, su casa, el monte. Por eso no es arbitraria la elección de acordes menores, de notas disonantes y tristes, como es la vida misma en el retiro de la terquedad. En breve, se verá en el teatro un haz de luz nueva y de esperanza, al cual se suma el silencio del batá. Las cuerdas, armonizadas, anuncian el inicio de una etapa de sabiduría para Oggún, que ha salido del confinamiento a dar su cuerpo por sus hijos.

El crescendo se torna amenazante, como la furia misma del orisha. Esto es un himno de guerra, no puede ser otro para que la finalidad de Oggún en escena tenga sentido. Con atraso, llega el batá para que el santo más fuerte de todos no se sienta irrespetado con tanta delicadeza. Un cierre seco de voz y orquesta, como el tajo de su machete mismo, lo declara vencedor de todos sus enemigos.

No fuera un tambor yoruba aquel concierto si después de irse Oggún del programa, se dejasen de teñir los colores de la sala de azul y amarillo. Ochosi aparece en medio de sonoridades –impredecibles y súbitas– que logran la paranoia de hacernos creer que, en todo el teatro, están escondidas aves, tigres y todo tipo de bestias. Ochosi, el cazador, las apresará para librarnos del miedo al acecho y alimentarnos de paso.

Las luces blancas llegan al unísono con notas armonizadas a octavas, que indican lo ortodoxo y serio del orisha al que se le va a tributar honores en este momento. Con “Aremú Odudúa”, canto a un santo mayor del panteón lucumí, se revela la grandeza de un ser que inspira respeto y temor. Viene un rey, lentamente, por eso las trompetas y trombones lo anuncian con toda la pompa que marca el pentagrama y la tradición.

Luego de estos minutos, los instrumentos de cuerda marcan una repetida secuencia, cíclica y cansada, como el paso del orisha que va apareciendo en pensamiento. Los vientos –flautas y clarinetes– responden, con un cifrado único de tres notas durante cansinos compases, al paso dificultoso del santo que viste de morado. Con esa misma tonalidad se ha maquillado la escenografía del teatro. El público aplaude instintivamente, pues reconoce uno de los temas clásicos de Síntesis: “Asoyín”.

Cuando rompe el batá en solitario, los presentes responden con rítmicas palmadas, y aparecen acto seguido composiciones melódicas de las cuerdas que son tan oscuras y angustiantes como las llagas que acongojan al San Lázaro yoruba, patrón de las plagas y epidemias. Finaliza el número y el público reconoce que Carlos Alfonso tiene tanta claridad en la voz como pura es la fe de los negros yorubas, así que lo alaba hasta la conmoción.

Un paraban al fondo de la escena se tiñe de rojo sangre y hace olvidar el violeta anterior. Como dicta el patakí, Changó ha venido al rescate. El Rey de Oyó hace entrada, y los tambores se emocionan y toman protagonismo. Los sonidos estridentes de los instrumentos percutidos, cronometrados, se engalanan para que el dueño del tambor haga de las suyas en esta “Meta para Changó”. Gritan, de súbito, notas aisladas que simulan los truenos que le pertenecen al orisha, y un cierre mortal indica que el gran rey y guerrero ha vencido a sus traidores.

Entre tanta exuberancia y calor musical, llega la paz y el color blanco a teñir la escena. Es el momento de la calma, así que la solemnidad es la razón para que la pieza abandone todo tipo de abruptos armónicos, que de seguro a Obbatalá, cabeza y mayor de toda la Osha, no le agradan. Este rezo sacro, que el coro entiende muy bien, llena de una reverencia sinigual a los presentes, eriza, conmueve, y conmina a inclinar la cabeza ante cualquier pretensión de grandeza.

Antes que la sala se tiña de morado, y el morado trasmute en carmelita –y en cuanto color disponen las luces del teatro nacional–, se siente un viento tempestuoso desde la tarima hasta los últimos balcones. La voz luminosa de Eme Alfonso pide a la reina de las tempestades que venga a nosotros, y el público premia el virtuosismo de Eme con aplausos. La pieza alcanza un clímax repetitivo y estruendoso, como los huracanes que produce la diosa, y llega a su fin con un eco armonizado por los cantantes de Síntesis y los del coro.

Sin temor al reto, el disco y el concierto repiten la osadía de poner juntas a Oyá y Yemayá, pues, aunque combaten en ciertos patakíes yorubas, son hermanas, y conviven. Las cuerdas y el chequeré tienen el protagonismo aquí, y junto a una melodía fluida de Pepe Gavilondo en el piano, se simula un agua quieta, pacífica, que acaricia los arrecifes. El teatro se convierte entonces en una costa cualquiera, y Ele se impone majestuosa al pasar de los años, y a la expectativa que sobre ella se tiene con este clásico suyo y de toda Cuba.

Las cuerdas se ponen insistentes, y junto a trompetas, saxofones, flautas y clarinetes, alborotan la pieza como si fuese el mismo mar que se ha tornado en furia. Eme rompe el omolodde y el público canta y aplaude rítmicamente sin pedir permiso.

La disputa por cerrar la noche la gana la Patrona de Cuba, por quien han mutado el azul de fondo en amarillo. El “Itewere a Ochún” se abre con un arreglo cadencioso a cuatro voces, que el público celebra con un fuerte aplauso. Las cuerdas, inicialmente delicadas como la afrodita yoruba, se tornan agudas para después callar y dejar que la percusión invite a la diosa a enseñarnos su soltura. Cuando se canta el “ayé, ayé, ayé”, el público no solamente aplaude al compás del tiempo, sino que se ha ido poniendo en pie, envuelto por la exquisita sonoridad y clave.

Ancestros Sinfónico Live, de Síntesis, en la Fábrica de Arte Cubano de La Habana (FOTO Silvio Rodríguez)
Ancestros Sinfónico Live, de Síntesis, en la sala Avellaneda del Teatro Nacional (FOTO Silvio Rodríguez)

Un falso cierre levanta un aplauso sostenido durante varios segundos y la reverencia a la agrupación motiva a no abandonar los gritos de admiración y la sala misma. Pero como toda buena fiesta yoruba, esto no puede terminar en una solemnidad.

Ele invita nuevamente al canto y el público la sigue. Un emocionado Pepe, desde el piano, da un brinco, y con el chequeré en la mano, se une a los cantantes en el retozo. Esto es una celebración de negros, y sus pies descalzos también lo reconocen.

No hay un aplauso de cierre entonces. Hay un coro que se perpetúa en la voz de los presentes, quienes se van alejando, a paso de conga, como quienes no quieren abandonar la festividad.

El entusiasmo en los presentes y la energía posterior al programa son un avivamiento de la tradición yoruba, que se ha unido, sin prejuicios, al disfrute de algo tan alejado de los negros africanos como la música de cámara.

Se ha unido aquí el blanco y el negro, se distingue más que nunca esta verdad en las pieles del público. Se han unido en un abrazo musical insospechado, que ha logrado poner los coros nigerianos en bocas que jamás planearon darle hogar. La tradición religiosa afrocubana ha entrado al salón de los blancos, y los ha hecho enamorarse de sus dioses. Han tomado el poder

Ancestros Sinfónico mereció su reconocimiento en los Grammy. El live, el epíteto de “concierto del año en Cuba.

Creo fervientemente que no volveré a ver durante mucho tiempo semejante atrevimiento en la fusión musical cubana, con tanto tino y coherencia conceptual. Hay cosas, como este concierto, que solo se dan dos veces en la vida.

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