Detalle de un retrato de Chocolate MC por Richard Somonte
Detalle de un retrato de Chocolate MC por Richard Somonte

Constituye un error indecible analizar procesos sustrayéndoles las asignaciones que a su contexto corresponden. La creación, como todo modo expresivo, se halla estructurada principalmente, por determinantes estético-discursivas que responden tanto a un medio sociocultural específico como a un entramado de situaciones históricas, que propician a la vez que condicionan los modos de pensar y hacer. Los creadores asimilan, reinterpretan y desestructuran toda una serie de posicionamientos, en justa coherencia con sus dones de transformación. En tal sentido, pretender concebir la cultura como proceso lineal o individual implica no entender su carácter voluble, sincrético y transgresor.

A más de una década de su formal presentación, continúa siendo el género de música popular conocido como “el reparto” foco de innumerables ataques moralistas, desentendidos de su medio y esencia. Tales juicios de autoridad se encuentran enclaustrados en preceptos excluyentes, ahogados en la pretensión de encasillar en un marco reduccionista la legitimidad de sus expresiones. La ofensiva que no solo descree de este como un espacio de consistencia creativa, sino también arremete contra un sinfín de personas que lo disfrutan, proviene principalmente de sectores aislados de esa identidad. Los portadores del discurso que pretende analizar el fenómeno desde la perspectiva tradicional, plaza donde históricamente se han negado las expresiones orgánicas de las clases populares, se plantan inquisidores de todo lo que no sucumba ante sus dictados.

El mantra que prejuicia al reparto como cáncer social, en tanto lo concibe per se como fenómeno “vulgar”, “inmoral” o “cosificador”, carga en sí el desconocimiento de su función como parte de una realidad de un amplio sector social en Cuba. De esta forma, resulta menester cuestionarse la precisión de tales aseveraciones, toda vez que son reflejo del clasismo, el blanqueamiento y los prejuicios a que son sometidos productos de este tipo. Por tanto, el género merece ser entendido desde sus códigos, no desde las imposiciones moralizadas que apuestan por la homogenización de la cultura.

El reparto como género urbano

Los orígenes del reparto como manifestación artística no pueden separarse del reguetón, como parte de una conjunción que integra la familia de sonoridades aglutinadas en torno al género urbano. La génesis temática que lo caracteriza encuentra los sustratos de sus abordajes en las realidades de sectores empobrecidos que forman parte de la sociedad.

En sus inicios, fuertemente ligado a una genealogía proveniente de la creación rudimentaria alejada de los centros académicos, está concebido desde las bases populares para la expresión disruptiva de sus problemáticas cotidianas y dirigido fundamentalmente a dicho componente socioclasista. Sin embargo, gran parte de sus productores no están exentos de la formación más rigurosa en los centros de enseñanza artística-institucional, que a su vez suelen combinar con el talento de su ingenio, transmutado en la sabiduría vernácula de los estratos marginalizados.

La historia ratifica que los movimientos ideoestéticos provenientes de los entornos barriales resultan sometidos al análisis inquisitorial de actores letrados que componen la maquinaria reguladora de la creación. Tales exponentes asumen una postura hipercrítica de dichos valores, amparado en sus códigos cognoscentes de validación coloniales, asimilados por epistemologías higienistas que forman parte del imaginario moderno del Estado-nación.

Dicho corpus está concebido desde las esferas de poder e intelectualización por representantes encumbrados de la teoría estética, que suelen potenciar el canon cultural de las clases dominantes para sus propósitos de recreación emocionales; cuyos preceptos formativos están atravesados por pautas de clasificación arbitraria.

El reparto como expresión artística y sus códigos lingüísticos

El historiador Arnold Hauser entendió como expresión artística a todo tratado discursivo que signifique una transgresión de su medio dialógico y estético,[1] matizado por llamados de atención sobre los sistemas formales que identificarían un determinado producto. De tal forma, dentro de este marco, es calificable el arte, más allá de cualquier masturbación subjetiva o su común carácter indefinido, como un atrevimiento o provocación. Durante siglos su entendimiento ha estado sometido a la auscultación determinante de élites económico-clasistas. La división explícita de la creación en términos de carácter “culto” estableció los límites de las convenciones sociales. Al tiempo que los procesos coloniales y sus respectivas imposiciones cerraron aún más el espectro que pudiera o no abarcar su definición conceptual.

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Así, las expresiones populares fueron forzadas a ocupar una posición inferior en la tabla axiológica del arte, cuyo confinamiento significó la subordinación a otros órdenes que no eran de todos ni para todos; punto inicial de un amplio proceso de sustracción de la espiritualidad. Luego, con la solidificación del capitalismo como régimen socioeconómico, las dinámicas productivas obligaban cada vez más a los individuos asalariados a distanciarse de las tareas recreativas, en tanto la división social del trabajo aumentaba en detrimento de los desposeídos.

A tenor con ello, se descreía del valor cultural de las tradiciones milenarias, negras, indígenas o provenientes de zonas empobrecidas, tratadas con desprecio al serles colocado el estigma de “vulgar”, “primitivas”, “incivilizadas” o “premodernas”. Mientras, en casos particulares, se optaba por imponerle un carácter folklórico espurio. El asentamiento de las categorías descritas propició la exaltación de ciertas tendencias que, con la institucionalización del mercado en academias, espacios comerciales y plataformas con funciones meritocráticas distintivas, le propiciaron otra textura dirigida al interés monetizable que devino en zona globalizada casi inamovible.

Dentro de las lógicas contemporáneas solo resulta rentable el arte que logre asimilar las barreras del mercado y multiplicar exponencialmente las ventas, de manera que logre insertar productos de masas. La invisibilización a la que fue sometida la mayoría del arte popular adquirió y aún contiene rezagos importantes, en tanto no se le reconocen en justa medida sus aportes, llegando a puntos donde estos más que cuestionarse, se violentan o descreen. Las pretensiones de quienes construyeron el concepto del arte que se maneja en el presente histórico dista en inmensa medida del latido social de las mayorías.

En Cuba, es posible percibir cómo fueron marginadas la rumba, el guaguancó, la timba, el rap y el reguetón, todos bajo prejuicios de corte raciales, culturalistas o de clase. El rechazo al valor de sus expresiones fue promovido desde un sinfín de medios donde no se trabajan sus códigos y aún menos se comprenden. Por su parte, el reparto, como fenómeno subalternizado desde su concepción, carga con estigmas moralizadores promovidos desde distintas esferas, aunque tiene sus acérrimos inquisidores en el entramado institucional y ciertos sectores del mercado artístico nacional.

Este género resultó ser el rojo en la diana de diversas políticas implementadas, como fue el controversial Decreto-Ley 349 de 2018, en cuyo texto se penaliza el “lenguaje sexista, vulgar y obsceno” –artículo 3.d–, la “pornografía” –artículo 3.b–, la “violencia” –artículo 3.c– y “cualquier otro [contenido] que infrinja las disposiciones legales que regulan el normal desarrollo de nuestra sociedad en materia cultural” –artículo 3.1.g–; a su vez, la legislación señala que “las conductas previstas en el apartado anterior se consideran muy graves”. En su momento, el debate sobre este decreto estuvo centrado en el tema de la censura y criminalización de artistas contestatarios específicos, relegando a un segundo plano la discusión sobre el lugar de ilegalidad a la que expresiones urbanas son conducidas por esta legislación. Incluso, el debate terminó por trivializarse, al tomar como referencia canciones de Chocolate MC.

En tiempos recientes, se emprendió una llamada “campaña contra la vulgaridad” desde los medios masivos estatales con el objetivo de rescatar “la decencia y las buenas costumbres”, según se explicitó en varios spots televisivos. La constante exigencia que padecen los exponentes del movimiento, así como la imposición de lógicas de “buen comportamiento”, atentan contra la libertad expresiva y la savia de quienes disfrutan del género. El reparto suele ser voz para incontables personas que no comulgan con el lenguaje edulcorado y presto al blanqueamiento promovido por los grupos de poder, alimentados por el imaginario higienista de las oligarquías nacionales.[2]

Resulta necesario hacer un llamado de atención sobre la estigmatización de expresiones del lenguaje como: “vulgares”, “indecentes” o “inadecuadas”, así como deconstruir la mentalidad extendida en torno a las inexistentes “malas palabras”. La vulgaridad no es más que un concepto definido para segregar y distinguir a grupos sociales. La bestialización a las que fueron sometidas las poblaciones de esclavizados, el recelo hacia las/os negras/os y mulatas/os libres, así como la instauración de patrones colonialistas en el habla, constituyen las bases fundamentales que sustentan el trillado concepto de “vulgaridad”.

Desde esa lógica, lenguas y dialectos africanos fueron tachados de “bárbaros”, al tiempo que sus religiones y sabiduría ancestral de carácter mítico-religioso cayeron en la categoría de “paganismo”, “brujería” o “superstición”. En Cuba, el colonialismo barrió con la mayoría de las huellas indígenas en su dimensión física y cultural (no humana), en tanto asoció la “incultura” con las expresiones negras, marginadas o de origen popular. En tal sentido, señaló el ensayista y antropólogo argentino Adolfo Colombres que:

El lenguaje es un conjunto de signos, un vehículo de comunicación, y en él vale más el ser que el deber ser. El deber ser, la gramática “pura” de la metrópoli, solo servirá para cimentar dos culturas en el seno de la sociedad nacional: la popular “bárbara”, que habla mal, y la superior, fiel hija de Europa, que habla bien, conforme a los cánones académicos, permitiéndose de tanto en tanto, por mero espíritu de condescendencia, una que otra libertad.[3]

En este punto, cabe reflexionar junto a Walter Benjamin: “¿Qué comunica la lengua? La lengua comunica la esencia espiritual que le corresponde”.[4] Queda claro entonces cómo las imposiciones coloniales son las que hablan en nombre de los prejuicios descritos. En tal sentido, los géneros de extracción barrial no tienen espacio donde las élites implantan sus marcos de legitimación. Por el contrario, su radio es estrecho y voluble, realidad completamente ajena a la vida social de Cuba, donde constituyen esencia diaria de la gente.

El reparto como producto artístico nace dentro de las demandas musicales de la juventud cubana de principios de la segunda década del siglo XXI. Desde el inicio, se propuso llegar a un público meta: la gente de su clase. Luego, posterior a su desarrollo y aceptación masiva, logró suponer un espacio de reivindicación simbólica para la idiosincrasia de los sectores que representa. De tal modo, reestructura el campo semántico impuesto al concepto arte de un modo pragmático y popular, nada artificioso ni acomodado, escéptico ante los dictados excluyentes de la historia y el academicismo. El teórico francés Pierre Bourdieu explicaría este tipo de fenómenos, al decir:

El campo literario o artístico es, en todo momento, la escena de una lucha entre los dos principios de jerarquización: el principio heterónomo, favorable a los que dominan el campo económica y políticamente (p. ej., el “arte burgués”), y el principio autónomo (p. ej., el “arte por el arte”), que sus defensores más desprovistos de todo capital específico tienden a identificar con el grado de independencia con respecto a la economía, haciendo del fracaso temporal un signo de transacción con la vida mundana.[5]

El reparto es un sujeto artístico legitimado desde múltiples esferas, al significar un fenómeno imbricado a la cotidianidad del cubano, se vuelve modulador y vocero de la realidad social de la Isla; aunque una serie de líneas de pensamiento nocivas son coladas por las pretensiones del mercado. De tal modo, el positivismo cala las estructuras del género, mientras promueve retóricas enajenantes de la realidad social donde se fragua. Ahí tiene su mayor batalla, la disyuntiva entre la satisfacción del monóculo mercantil o la consecuencia con/para la gente de barrio.

“Sergio MC”, un cartón humorístico del artista Irán Hernández Castillo.
“Sergio MC”, un cartón humorístico del artista Irán Hernández Castillo.

Las religiones afrocubanas en la música repartera y el estigma de la criminalidad

Las religiones afrocubanas están representadas en todos los géneros musicales que forman parte de la cultura nacional.[6] Su importancia resulta medular en las diversas expresiones rítmicas que integran la tradición artística de la Isla, cuya relevancia adquiere matices de elevada representatividad en la rumba, el guaguancó, la salsa, la timba, el rap, el son y el reguetón. A su vez, otras manifestaciones como las comparsas y las congas, están cargadas de esa subjetividad relacional, dada la destacada presencia de personalidades negras entre sus exponentes que reivindican las tradiciones de sus antepasados, mediante el sincretismo de sus prácticas religiosas, que sirvieron como praxis de resistencia cultural y refugio colectivista ante los mecanismos de sometimiento impuestos por los poderes de dominación coloniales y republicanos de preponderancia occidental/blancocéntrica durante 1902-1958.[7]

A través de la literatura, la música y la academia, desde el siglo XIX se impuso hacia dicho universo una cosmovisión degradante, alimentada por los estigmas de la violencia y la criminalidad, incentivados por sesgos racistas que asociaban a la fraternidad religiosa como agrupación delincuencial, que se dedicaba junto a otros practicantes calificados como “brujos”, a la implementación de cultos que desde el prisma hegemónico ponían en peligro el orden societal europeizante y la preponderancia del catolicismo como paradigma civilizatorio. A dicha visión, contribuyeron exponentes como: Fernando Ortiz,[8] Israel Castellanos,[9] y Alejo Carpentier,[10] desde distintos campos de producción intelectual.

Los intereses gubernamentales de caracterizar al ñañiguismo como práctica criminal se correspondían con la concepción republicana-nacionalista marcada por la colonialidad de la burguesía dominante durante la etapa poscolonial, que no tuvo reparos en acometer estrategias desafricanizadoras y antinegras, dada su concepción excluyente del etnos-nación, al punto de importar prácticas de linchamiento y segregación desde Estados Unidos. A la vez, se incentivaron políticas estaduales para el fomento de la inmigración blanca, la criminalización genocida del ideario antirracista,[11] y la persecución de sus manifestaciones culturales, incluidos sus bailes, ritos y sonoridades.[12]

En contraste a esa percepción, la música popular y tradicional, abarca de manera compleja y problematizadora dicho universo temático, a pesar de constituir en gran medida patrimonio monopolizado por los entes encargados del acometimiento de políticas en el país, cooptado de manera instrumental y sometido a un proceso desacralizador que atenta contra su autenticidad creativa, independiente y transformadora. Por ende, urge comprender la importancia de su autonomía, valor social y trascendencia; en tanto sus exponentes resultan definidos por el clamor de una población relegada a los peores estratos de la composición social, preterida además por las relaciones de poder existentes, debido a los procesos de acumulación de riquezas que redundaron en la configuración de inequidades y asimetrías.

De tal modo, entender que tales ámbitos constituyen sitios potenciales para la reproducción de las violencias, dada las carencias económicas y deshumanizadoras a las que resultan sometidos sus residentes, constituye elemento esencial para asumir cualquier análisis acertado en el punto de partida, de manera que abarque las múltiples variables que definen las problemáticas estructurales de tales entornos.

Si bien es cierto que las letras de numerosos intérpretes están marcadas por reiteradas alusiones homo/lesbofóbicas, sexualizadoras, racistas y patriarcales, inscritas además en los mandatos del sistema moderno/colonial de género, tales expresiones son el resultado de una mentalidad enquistada en diversos sectores de la sociedad, no revertidos por los medios de comunicación, espacios de instrucción académicos y ámbitos familiares, que continúan siendo espacios fértiles para la reproducción de prejuicios y estereotipos; a pesar de la producción científica que desmonta dichos imaginarios desde perspectivas emancipatorias, que no resultan de amplio alcance para la ciudadanía.

Por ende, caracterizar al reparto como violento, se instala en la narrativa criminalizante de las élites, que en sus postulados no tiene en cuenta las raíces de opresión sistémicas que afectan a las comunidades empobrecidas; en tanto someten a sus pobladores a procesos de exclusión económica y relegación social. Sin embargo, pretenden llevar a cabo discursos moralistas emplazados en la normativización de sus procesos creativos, el disciplinamiento ante sus estrategias de autonomía sexo-corporal, así como la higienización de sus recursos lingüísticos, bajo patrones clasistas de corrección academizantes.[13] De igual forma, denostan sus creencias, fraternidades mítico-religiosas y saberes ancestrales, que poseen una estrecha función resolutiva ante las problemáticas suscitadas en dichos ámbitos y representan estrategias de consistencia colectiva ante las imposiciones de los regímenes civilizatorios en la modernidad.

Retrato de Chocolate MC por Richard Somonte
Retrato de Chocolate MC por Richard Somonte

Autonomización de los cuerpos. Los feminismos y el reparto: tramas no divergentes

Desde los orígenes del reguetón, en cierta consonancia con la variable sexuada, el debate de la época centró sus cañones contra el supuesto atentado a la “moralidad” que significó su expansión. Así, se llegó a estigmatizar a sus consumidores como agentes dispuestos a arriesgar el devenir de la sociedad. Desde las lógicas machistas, el foco de atención principal fueron las mujeres; a quienes se le cuestionó, de la peor manera, el hecho de disfrutar a plenitud un ritmo que, según opiniones conservadoras, ponía en juego su dignidad.

Anteriormente, algo semejante había tenido lugar contra otros ritmos, situándose un debate importante en torno al slackness jamaicano. Se repara en este punto para traer a colación el nombre de Carolyn Cooper,[14] quien abordó el tema de la liberación sexual de las mujeres debido a fenómenos como este, donde la opresión sistémica de la feminidad como objeto asido a órdenes patriarcales, mermaba en medio del disfrute y el desborde al que llamaban sus insinuaciones sonoras, provocaciones y sensualidad.

A inicios de los dos mil, se asoció al reguetón y sus seguidores con el narcotráfico, prácticas ilegales y la delincuencia, hecho que alcanzó límites impensables como el de arrestar o multar a cada persona encontrada bailando a su tempo. De tal modo, las mujeres desenvueltas en torno al reguetón se percibían como no respetables, situación que generó un sinfín de violencias, incluidas físicas y sexuales para muchas de las reconocidas como: “putas”, “problemáticas” o “meros objetos de placer”, desde la óptica de quienes blandían el criterio que donde se escuchara reguetón no era sitio para las “buenas chicas”. De tal modo, según señaló la socióloga Ariadna Estévez, las mujeres no podían o evitaban estar relacionadas con el reguetón, dada la dimensión “pornográfica” y “antiética” donde las colocaban los moralismos de entonces; aunque no se trata de un fenómeno extinto.

Así, recibían el rechazo de muchos sectores, incluido militantes feministas, bajo el criterio de que servían para la cosificación y degradación de la lucha por la equidad. Sufrían así de una doble violencia simbólica, agudizada por la factual y sistémica padecida en los entornos marginalizados, donde surgieron, se desarrollaron y aún se disfrutan estos géneros.

Es válido resaltar que los feminismos pretenden la liberación de la mujer y la desestructuración del orden machista/patriarcal. Mas, ciertas zonas del movimiento aún penalizan la libre expresión de la sexualidad, encerrándola en un marco de privatización que contiene el mismo tono normativo impuesto por siglos de colonización y capitalismo. Así, establecen márgenes violentos y descreídos, a tono con lo denunciado por Michel Foucault en su Historia de la sexualidad desde su “hipótesis represiva”.[15] El filósofo francés establece la supresión de la sexualidad como herramienta de dominación de las clases hegemónicas sobre las proletarizadas con intención de robotizar y disciplinar sus comportamientos, al tiempo que sustraen la variable placer de la ecuación.

Ana Estrada, en su artículo: “Yo perreo sola: por qué el feminismo y el reggaeton no están peleados (¡al contrario!)”, escribe: “pensar que las mujeres no disfrutan del sexo es caer en los mismos discursos moralizantes que el feminismo busca combatir. El reggaeton ha permitido encontrar ese espacio de goce y liberación”. Los mandamientos que determinan a la mujer como sujeto no sexual están plagados del ciclo misógino que durante siglos las confinó al papel de objeto cuya sexualidad solo podía tener cabida con fines reproductivos. Aquí cabe notar la cercanía entre la liberación disruptiva y la propuesta por la organicidad desenfadada tanto en el reguetón como el reparto. Gozar a plenitud es un modo poético de cuestionar al orden instaurado, la heteronormatividad, los binarismos y las prácticas centradas en sustraer la esencia del experimentar con sinceridad el placer.

Resulta medular comprender las fórmulas mediante las que son leídos los géneros urbanos. Las moralizaciones a las que se someten dichas expresiones resultan viciadas principalmente del sesgo clasista, que aspira a modelar uniformidad en el entramado social que lo circunda. Así, es posible percibir cómo no se tildan de violentas o degradables obras o autores explícitamente misóginos como es el caso de Pablo Picasso, Julio Cortázar, Gustav Klimt e innumerables agrupaciones de rock and roll, en contraste con representantes de otras manifestaciones de origen popular, señalados con los peores calificativos, tanto por circuitos académicos como de poblaciones sociales que asumen tales preceptos.

Sobre el tema señalaría André Cravioto que “la parte clasista y barrial del género [urbano] es un punto de partida: no se pusieron a señalar las rolas de The Beatles, AC/DC o Metallica, por mencionar algunos, porque son vatos privilegiados, cis, blancos. Ellos no vienen del barrio y la pobreza”.[16] No es menos cierta la importancia de los artistas mencionados, mas es válido problematizar en torno a su redención a los ojos de la historia en detrimento de otros; ninguneados por ciertas élites y grupos sociales que asumen su narrativa, señalados como negativos y puestos en la guillotina de lo que, según la racionalidad euronorcéntrica, es la tela del “buen juicio”.

De vuelta a los señalamientos y análisis críticos de la socióloga Ariadna Estévez, la resignificación y resistencia del reguetón –léase también reparto– es comparable, a juicio epocal, con la determinada por géneros como el jazz, al tiempo que puede ser entendido en la actualidad como tradición. Asimismo, a juicio de la autora, el sexo como savia integral de estos, resulta fundamental a la hora de analizarlos como sujetos consustanciales a la realidad de su tiempo. Pretender al reguetón o al reparto sin su componente sexual, sería desviarle la mira de la estructura que refleja. La narrativa que sujeta dichas manifestaciones musicales a un orden doctrinario, analizado discursivamente con lupas en cuanto se refiere a cuestiones sexuales, juega con el parámetro sexista de suponer determinados niveles de “decencia” en las mujeres para alcanzar índices de respetabilidad y dignidad, conceptos tan atrofiados como si de un matiz escandaloso se tratara.

Es innegable en el presente contemporáneo, desde el reguetón y el reparto –como antaño desde la rumba, el danzón o el slackness— se descoloniza la libertad sexo-corporal. Al ritmo de ellos, cada cuerpo, sin distinciones, halla la soltura suficiente para entender que el daño estructural padecido resulta cuestión basada en prejuicios históricamente enquistados y no en la abundancia discursiva favorable a la organicidad de una mayoría. En el presente, toca reflexionar sobre el cuerpo como medio de resistencia ante la dominación colonial, así como el control viciado y obtuso de la sexualidad.

Es prudente subrayar la mercantilización alrededor de los géneros mencionados, ya que las grandes industrias musicales asimilan y subvierten las expresiones descritas, en tanto las modelan gustosas para su comercialización extractiva. Las ventas en estas esferas son el objetivo principal, práctica que traiciona, en cierto grado su esencia por incorporar códigos asociados a la estética kitsch; lo que abona a la cosificación de tales expresiones, en tanto responde al ritmo del capitalismo industrial y su deshumanización.

En los últimos años, un número considerable de voces femeninas/feminizadas se apropian de estos códigos –aunque tal asunto no es novedad–, mediante los que incorporan su gestualidad corporal, matizado desde fórmulas liberadoras y reivindicativas. Ahí están, por ejemplo, Karol G, Shakira, Tokischa, La Villano y, en el caso cercano a Cuba, algunas como La Diosa y Seidy La Niña. Sin embargo, aún restan arquetipos por superar, lastres por desaprender, estructuras patriarcales que impugnar bajo presupuestos descolonizadores, incentivados por análisis que subviertan las trampas de los discursos excluyentes y/o discriminatorios, presente en las sonoridades que conquistaron el sentir de poblaciones en todo el mundo.

Resta entonces romper el círculo vicioso con la verticalidad institucional y el mercado que secuestra la autenticidad creativa de los ritmos y sus intérpretes, convertidos en máquinas subordinadas a los dictados ajenos del arte. Mientras tanto, a la crítica corresponde analizar desnudos los procesos desde la complejidad con que se desarrollan en las sociedades contemporáneas, para desentrañar así las diversas tramas que la integran. De ese modo, resultaría posible contribuir a la instauración de narrativas que tributen hacia la elaboración de discursos emancipatorios, desde los propios códigos y lenguajes distintivos de la música urbana, sin ceder un solo ápice en su carácter disruptivo, transgresor y popular.


Notas:

[1] Arnold Hauser: Introducción a la historia del arte, Editorial Arte y Literatura, La Habana, Cuba, 1969.

[2] Angel Rama: La ciudad letrada, prólogo de Hugo Achúgar, Editorial Arca, Montevideo, 1998.

[3] Adolfo Colombres: El lenguaje, Teoría de la cultura y el arte popular. Una visión crítica, Ediciones ICAIC, 2014, p. 184.

[4] Walter Benjamin: Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres, Walter Benjamin. Ensayos escogidos, selección y traducción H. A. Murena, El cuenco de plata, 2010, pág. 129.

[5] Pierre Bourdieu: El campo literario. Prerrequisitos críticos y principios del método, traducción de Desiderio Navarro, Criterios, La Habana, no 25-28, enero 1989-diciembre 1990, pp. 20-40

[6] Walterio Carbonell: Cómo surgió la cultura nacional, La Habana, 1961.

[7] Tomás Fernández Robaina: El negro en Cuba 1902-1958, Apuntes para la historia de la lucha contra la discriminación racial, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1994.

[8] Fernando Ortiz: Hampa Afro-cubana. Los negros brujos. Apuntes para un estudio de etnología criminal, prólogo de Cesare Lombroso, Editorial América, Madrid, 1917.

[9] Israel Castellanos: La brujería y el ñañiguismo en Cuba desde el punto de vista médico-legal, Imprenta de Lloredo y Cía., La Habana, 1916.

[10] Para ahondar en el análisis instrumental y la construcción exótica del negro, cfr. José Antonio Figueroa: Republicanos negros. Guerras por la igualdad, racismo y relativismo cultural, Editorial Planeta Colombiana, Bogotá, 2022.

[11] Serafín Portuondo Linares: Los independientes de color. Historia del Partido Independiente de Color, Editorial Caminos, La Habana, 2002.

[12] Alejandro Leonardo Fernández Calderón: Páginas en conflicto: debate racial en la prensa cubana (1912-1930), Editorial UH, La Habana, 2014.

[13] Alberto Abreu Arcia: Por una Cuba Negra. Literatura, Raza y Modernidad en el siglo XIX, Hypermedia Ediciones, 2017.

[14] Carolyn Cooper: “Slackness hiding from culture: erotic play in the dancehall”, en Noises in the Blood. Orality, gender, and the “vulgar” body of Jamaican popular culture, Duke University Press, Durham, 1995.

[15] Michael Foucault: Nosotros, los victorianos. Historia de la sexualidad, Siglo XXI Editores, Ciudad de México, 2007.

[16] Ídem.

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