Legna Rodríguez Iglesias (FOTO Evelyn Sosa)
Legna Rodríguez Iglesias (FOTO Evelyn Sosa)

Cuando aún yo no sabía ni por asomo quién era Legna Rodríguez Iglesias, aunque ella ya hubiera escrito un par libros y ganado algún premio, me tropecé con ese poema suyo en el que le dice al abuelo muerto que no espere de ella otra revolución que la de “escribir cosas”. Es un gran poema, desde luego, pero entonces no lo pensé en esos términos, como tampoco busqué a la desesperada la clave de bóveda que me permitiera desactivar de una el dispositivo de su escritura. Recuerdo que me vino a la cabeza algo telegráficamente similar, y opuesto, a lo que Agota Kristof escribiera en La analfabeta sobre el período oscuro que estaba por desembarcar en la Hungría de la posguerra; algo así, pongamos, me vino a la mente: una escritura de la que diré: “me gusta”.[1] Y, en efecto, eso dije y sigo diciendo: me gusta Legna Rodríguez Iglesias.

Como el poema aquel era de rápida absorción, pero se metabolizaba en diferido, estuve mucho tiempo dándole vueltas sin acabar de acomodarlo en un sitio cualquiera y pasar página. Mi deuda, creo, era con su funcionamiento. El funcionamiento del poema, lo que allí pasaba, su forma directa de ejecutar una acción que no termina de cerrarse sobre sí misma, que no está acabada, aunque lo esté. Yo soy mucho de cogerla con las cosas, por eso andaba con los versos al retortero y se los pasaba a los amigos por Messenger, y les decía: “miren esto, por favor, explíquenme, please, quién es esta niña”. Fue por esos días que C me dijo que dejara de enviarle esos poemas envenenados de Legna. ¿De dónde venía su malestar?, ¿por qué me decía aquello? No lo sé, ciertamente, pero sospecho que por las mismas razones por las que a mí me interesó su poesía en primer lugar: porque renuncia al viejo ejercicio del hermetismo (esto no va de resolver un enigma matemático; el poema, por suerte, no es el cascarón retórico de algo más); porque devuelve ciertas palabras malditas, ciertas expresiones, al terreno lingüístico de la belleza, del dolor, la rabia, las pone a circular como si las sacara del tiempo y reactivara en ellas su capacidad de significación no-inmediata; porque le gusta engañarnos con su gestualidad ligera e irreverente y arrastrarnos consigo hasta el canal físico de lo prosaico. Legna sabe que es ahí, justo ahí, donde comienza y termina todo.

Luego del momento “Tregua fecunda”, una suerte de caída fortuita en la longitud de onda de la camagüeyana, empecé a consumirla con cierta regularidad. Lo que podía, claro, googleándola, rascando en las redes sociales. No fue hasta algunos años más tarde que logré hacerme con un libro suyo: Mi novia preferida fue un bulldog francés, que no es un volumen de poesía sino de narrativa (en realidad, todos los libros que ha escrito y escribirá alguna vez Legna Rodríguez Iglesias son, genéticamente hablando, libros de poesía). Sin embargo, en la medida en que mis lecturas se iban verticalizando y la crítica hablaba de sabe Dios qué cosas que a mí, la verdad sea dicha, no acababan de convencerme, yo seguía conectada con eso que Alain Badiou definiera como “el pensamiento del poema”, una proposición sobre la que Mario Montalbetti se encargaría de insistir obsesivamente en estos últimos años. Lo que a mí me llamaba la atención, mi idea fija, era la operación mental detrás del dispositivo poema. Esto es: el pensamiento Legna y su manera de nombrar el mundo.

Es gracioso porque ayer mismo estaba leyendo una minientrevista que le hicieran en Círculo de Poesía y, ante la pregunta sobre lo que habría dejado de interesarle en la escritura de un poema, ella responde con dos cuestiones claves, a mi modo de ver, para entender el recorrido trazado por su obra en el tiempo: “el pensamiento y la risa”. Por supuesto, Legna está hablando de otra cosa, creo que está hablando de otra cosa; el pensamiento, ahora, como un camino que fuga hacia el exterior del poema, que lo orbita sin llegar a hacer tierra. Antes había dicho: “Sé lo que no me interesa en un poema: dar vueltas. […] un poema es un trozo de algo sólido, que cae en la superficie y hace un hueco”. El tema con ese tipo de estrategia de la que busca alejarse es que se la pasa tentada por la trampa de la complacencia. La voz del yo identifica su habilidad para desenrollar la madeja del pensamiento y, en este reconocimiento, se va olvidando del objeto y perdiendo la contundencia del golpe seco. Podemos ponerlo otra vez en términos de Kristof: “¿Para qué dar vueltas? ¿Para hacer literatura? No me interesa la literatura”. Bien, a Legna no le interesa dar vueltas cuando se trata de poesía.

Anyway, yo iba por otro lado. Cuando hablo del pensamiento Legna me estoy refiriendo a sus maneras de intervenir el lenguaje, que es otro modo de volver a montarse el cuentito de la realidad bajo lógicas muy suyas. La cuestión no es retórica sino de base. Algo parecido, si se me permite, al manejo que hacen ciertas lenguas del tiempo futuro al ubicarlo a sus espaldas y no en frente, porque el futuro, en buena ley, se halla fuera del campo visual. Yo he pensado en Legna, mucho, las veces en que mi hijo de cuatro años, queriendo salirse de un carro o de una habitación, me pregunta que si puede entrar. ¿A dónde?, le digo. Entonces duda, no está seguro de adónde o de si entiende la pregunta. Para él, el ejercicio de trasladarse de lo conocido a lo desconocido es siempre una entrada. No se entra a lo conocido, sino a lo nuevo. Legna hace lo contrario, pero es lo mismo al final. Entra al poema, a la lengua; y lo hace propulsada por el mecanismo del extrañamiento. Estos versos de Pessoa, por ejemplo: “Y lo que veo a cada instante / es lo que nunca había visto antes”. Salvo que Legna sí que ha visto y desconoce a voluntad. O, para ser más precisos, ha visto sólo a medias, que es como debería verse el mundo si no quiere uno que la mirada se le osifique. Ver para descubrir. Lo que Legna busca, pues, es diferente, ella dice que “tapar la mierda”, yo digo que poner distancia, no con las cosas mismas –de las que le gusta estar cerca tal y como demuestran sus poemas–, sino con los significados que ellas producen. Lo que nos han dicho que producen. De eso va la película, a fin de cuentas, del pacto tácito de las correspondencias. Pero como ella sabe que hay cierto grado de aleatoriedad en el proceso de significar, y que puede haber, también, cierto grado de maldad, a Legna le gusta ir por libre, hacer lo que le venga en ganas con lo que ha recibido en herencia. Entonces arranca los significantes de sus enclaves habituales y los acomoda allí donde mejor le funcionan. El país, los símbolos patrios, la familia: no deja títere con cabeza. En “El país que uno habita nunca es un país”, escribe: “Me explico:/ El único país que tú y yo defenderíamos / Por el único que daríamos la nuca / Sería el pequeño hombre / Que llevo dentro de mí / Con dos fémures de diecinueves semanas / Y dos hemisferios iguales / En la cabeza.”

En ese mismo poema, un par de versos atrás, el país había sido otras cosas: los amigos, los novios y las novias, un algo que se reconfigura en función de lo que vamos queriendo o pudiendo ser. Hace poco publicó un texto bellísimo a propósito de José Martí en donde escribía, con esa honestidad que le es tan propia: “Uno nace en un sistema donde todo es ideológico, hasta el amor, y uno decide que el héroe, esa cosa heroica inalcanzable, tiene que ser otra cosa: amor, por ejemplo. Entonces uno se enamora de una mujer extranjera que no sabe nada de Cuba o aparenta no saber, y uno escribe el primer texto sobre el Héroe Nacional tratando de divertir a la mujer que ama, tratando de atraparla y de que se enamore todavía más de uno. Y empieza la costumbre de convertir a José en amor, subvirtiendo esa carencia de significados propios”. Todos sabemos más o menos cuáles son esos significados martianos que nos fueron dados desde el minuto cero, todos sabemos que sirven para casi nada. Pero Legna, a contrapelo del espíritu nacional, intuye que en ese contenedor vaciado que es el apóstol pueden acontecer aún cosas importantes. Y lo usa para representar lo que un nombre así de grande debería: el enamoramiento, pongamos. En ese ensayo, Legna insiste en la palabra amor, pero lo que en realidad hace es utilizar a Martí para la seducción, el cortejo. Quisiera leer ese texto para enamorarme yo también de aquella mujer que le voló la cabeza, para enamorarme del apóstol, de la escritura. De Legna, por supuesto, ya estoy enamorada. Y para que el significante Martí pueda reincorporarse al flujo despierto de las cosas que están en movimiento; cosas que, antes que significar, operan de forma ciega sobre la realidad como lo haría un martillo sobre una pared de pladur. Así: ¡pam, pam, pam!

Y es que a Legna, visto y comprobado, lo que le interesa es la contundencia de lo vivo aterrizado en el cuerpo propio y de los otros: en la casa familiar de su Camagüey natal, en la intimidad de una vida esencialmente común, en los libros que lee mientras asiste al crecimiento de su hijo Cemí. En Cemí, ese centro de la tierra. Lo vivo, para ella, poco tiene que ver con aquella “inminencia [borgeana] de una revelación que no se produce”, en la medida en que lo vivo se está produciendo ya. Su escritura, entonces, es una batalla contra el sesgo literario de la literatura. Una batalla que solo puede ganarse fallando, quedándole mal, obligándole a ser lo que no es. Obligándole a ser lo que, en buena ley, debería. Legna ha dicho que en sus libros “la historia debe prevalecer”. Bien, el relato y la oralidad resultan fundamentales en este empeño suyo por colar un mundo en otro, pero eso no es suficiente. Quienes la leemos con la boca abierta sabemos que algo más persiste. ¿Y qué podría ser esa otra cosa que va registrando mientras da cuentas de su cotidianeidad? Legna parte de un principio básico a la hora de narrar: el lenguaje está comprometido. No es algo que conociera desde sus inicios como escritora, sino que va descubriéndolo al tiempo que escribe y lee, al tiempo que le llegan feeds back desde el exterior. Y como el lenguaje está comprometido, secuestrado por un conjunto de significaciones que insisten en orillarlo al cuadrante cerrado de la convención, Legna impone su conversación por sobre el ruido ambiente. En ese poema bellísimo, titulado “A mi mujer”, se lee:

El verdadero prejuicio
consiste
en decirle a una mujer
que se parece a un hombre
por decirle a su novia
que se quite ese short
ahora mismo
que no salga
para la calle
así.
¿Quién dijo
que mandar a quitar un short
es cosa solo de hombres
posesivos
primitivos?
¿Entonces una mujer
no puede querer para sí
lo que es de ella
y seguir siendo
únicamente
tan mujer
como Kate Winslet
Juliette Binoche
o Gatúbela?

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Yo sé, parece too much, ¿verdad? Pero es justamente ese desmarque de lo que se espera de ella lo que mantiene viva esta escritura animal. Una escritura que se resiste a representar su papel en la historia (¿qué se supone, en cualquier caso, que puede o no puede hacer una mujer?) y que se larga a litigar su propia versión de la identidad femenina mediante la desestabilización del acuerdo tácito que la sociedad –la parte con voz y voto, se entiende– ha firmado consigo misma de forma inconsulta. En este sentido, su escritura resulta profundamente política. A mí me lleva de regreso a aquella idea de Fabián Casas a propósito del accionar de un clásico, es decir, “alguien que impone los criterios en los cuales va a tener que ser leído”. Y sí, para leer a Legna, para leerla con propiedad, hay que olvidarse de las etiquetas y echar a la basura el manual con las preceptivas de lo que se podría y lo que se debería.

En Legna el nervio lo es todo. Y el nervio supone, entre otras cosas, una comprensión de los límites de la lengua para nombrar lo real y, de todas formas, nombrarlo (esto: “Yo podía oírlo / Y verlo / Hacía igual que mi corazón / Pero no era mi corazón / No era nada que yo pudiera asociar / Con ninguna cosa conocida hasta ahora. / Pensé en las palabras / Que conozco hasta ahora / No son muchas / A veces las escribo mal / Y me avergüenzo. / Pensé en los números / Tampoco muchos / Y también los escribo mal / Aunque no me avergüenzo.”). Tirarse con la guagua andando, eso hace. Utilizar palabras del mundo a las que cierto tipo de literatura hace ascos. No hablo sólo de la terminología médica, clínica, o de la insistencia deliberada en lo fisiológico y lo escatológico, me refiero a vocablos descatalogados que ya no se encuentran sino en las calles de los municipios, en las conversaciones por teléfono fijo, en las canciones de nuestra adolescencia, y a los que Legna se aferra para que su poesía se mantenga cuesta arriba, echándole el pulso a esa hambre disciplinaria que tiene siempre la cultura.

Para que Legna lograra convertirse en lo que ya era, no le quedó de otra que ir traicionando, en bucle, todas las profecías de una época. La primera traición será política: el reconocimiento, ante la tumba de su abuelo, de que no habrá revolución, ni patria, ni país. La segunda y la tercera serán ética y estética. El resto, también políticas. Así, hasta terminar pidiéndole a su novia que se quite ese short sin que ello suponga, en modo alguno, una renuncia a su condición de mujer. De nuevo, el pensamiento Legna se ejecuta en el acto de cortar la cuerda, es decir, dejar que la mujer hable no en nombre de una generación o gremio, comunidad o tradición (lo mejor es no representar a nadie), sino en sus propios términos. Legna habla, parafraseando a Pedro Mairal, con “la lengua que usa la gente para escribir en las paredes del baño”. A veces parece demasiado extranjera en el territorio del presente. A mí me gusta lo que eso supone para la poesía visceral e indisciplinada de la camagüeyana. Una poesía disidente, despiadada, resentida con medio mundo (“nunca me gustó la frase lazos afectivos”, dice por ahí, y también “¿A quién se le ocurre / que despreciar / a todas las mujeres / que te rodean / no es lo más sublime / que yo haya sentido / jamás?”), y en la que se quiere y desea y protege (al hijo pequeño, a la abuela, a la mujer amada, a su bulldog francés) con una vehemencia ida de rosca.

El verdadero hallazgo se da en medio del procesamiento de la inconformidad juvenil, se produce cuando Legna cae en cuentas de que, en realidad, los signos de la historia están todos fallados. Los viejos y los nuevos. Los buenos y los malos. Algo en su poesía lo intuye desde antes y se lo va revelando a Legna en la medida en que Legna nos lo muestra a nosotros. Y lo hace colocándonos en ciertos canales en donde los significantes están, o quisieran estar, vírgenes al ojo que lee. Imagínense eso: contar y mostrar por vez primera: un ejercicio de construcción de sentidos al que sólo le interesa el momento de la acción misma. El proceso es verbal, de modo que cada que la operación vuelve a ejecutarse sobre la escritura, la imagen es, o podría ser, otra. La imagen poética golpea y desconcierta y nosotros no logramos entender por qué.

***

Comencé a escribir este texto luego de que, tras unos años sin volver a manosear un libro suyo, el chico de Amazon dejara en mi buzón un ejemplar bellísimo de No creo en la poesía. Antes había intentado comprarlo directo a la editorial, pero como soy tremendamente ansiosa, me tuve que saltar el protocolo de los correos de ida y vuelta, los tiempos de espera, la angustia del ínterin. Total, que llegó el libro, lo leí en par de días (muchos de los poemas ya los conocía, otros me sonaban de algún sitio, supongo que de los sueños), empecé a pasárselos a algunos amigos y, de nuevo, volvió la pregunta que no se ha ido nunca: ¿Quién es Legna Rodríguez Iglesias, y por qué piensa, en poesía, como si estuviera desatando las hebras que conectan a las palabras de hoy con las cosas de siempre (o, como diría Montalbetti, poniéndole “nombres nuevos a los nombres que les ponemos a los objetos”)?

Entonces imaginé que leer este libro podría permitirme saldar mi deuda con aquel primer poema. Ahora pienso que eso, por suerte, no va a pasar. Porque la escritura de Legna no se afinca sobre nada que requiera “ser descubierto”, y el que piense que hay algo puntual que descubrir allí donde las cosas están aconteciendo, le va a entrar de espaldas a una escritura a la que no le gusta dar vueltas, no esas repeticiones retóricas que a veces sí que ejecuta con avidez enfermiza, sino aquellos esfuerzos decididos por evitarse o enmascarar el momento fundamental de la enunciación. Si algo hace bien Legna, endemoniadamente bien, es entrarle de frente al acto de la enunciación. Sin subterfugios, sin medias tintas. Que ello se lleve por delante muchos de los principios que nos ayudan a orientarnos en el mar son otros veinte pesos. Lo bueno es que no nos vamos a caer al agua, todavía no nos vamos a caer.

En ocasiones da la impresión de que Legna escribe con una convicción que la sobrepasa, y que es justamente ese tipo de convencimiento en la palabra dicha, escrita, lo que nos permite mantener la vertical en medio de una escritura arrebatada, infantil, blasfema, intensa, visceral, desconcertante. Una escritura que descree de los géneros y las nomenclaturas como descree de la praxis cabal de la exégesis, de las lecturas cerradas. En el año 2018, en una entrevista que le hiciera Jorge Enrique Lage para Hypermedia, Legna comentaba: “Me preocupa mucho perder la idea esencial, como nos decían en la escuela primaria: la idea esencial del párrafo es lo principal. A mí me encantaba esa frase y la idea de equivocarme en la respuesta. Yo siempre encontraba una idea esencial equivocada, de ahí mi manera de leer equivocada, a veces. Y en mi escritura la idea esencial es cualquier cosa menos didáctica, o educativa, o moralista, o de entretenimiento”.

La única certeza con la que contamos, luego de tirarnos de cabeza a la poesía de la camagüeyana (sé que todo el tiempo me la he pasado hablando indistintamente de poesía y escritura. Nótese que lo hago con deliberación) es que se trata de un organismo vivo que está consciente de su capacidad de proposición. Un organismo que se acerca a las cosas y las nombra, las nombra como mejor le parece. Este accionar suyo, que evita los subterfugios y nombra, narra, predica haciendo uso de una gramática bien particular –directa y, en ocasiones, al borde mismo de la incorrección–, termina por generar cierto efecto de irrealidad. Quiero decir, a poca gente se le ocurre largarse a contar el mundo como si fuera una recién llegada al consenso semántico de la lengua, del sentido común. No obstante, el efecto es también un síntoma de las lógicas a través de las cuales se construye el pensamiento Legna. Un pensamiento, vuelvo, centrado en los hechos, que ha decidido sustituir el ademán alegórico por el detenimiento en el detalle. ¿Y qué vendría a suponer semejante sustitución? Pues que el asunto se vuelva físico, prosaico (aquello de encajar la prosa en la poesía) y que la noción de “cosa concreta” se imponga por sobre la de lo literario. Eso permite la digresión, la aparición de salidas que fugan a ninguna parte y la inclusión en el poema de sustancias inestables. Convoca también a la relectura, porque, en realidad, ¿qué diablos está pasando en esta escritura? Legna tampoco lo sabe, pero quiere descubrirlo, ver hasta dónde conduce eso que está/estuvo pasando aquí, ahora, pasándole a ella con esta intensidad. Sólo que, al rato, se da cuenta de que toda continuidad es esencialmente ficticia, que no hay forma honesta de seguirle la pista al movimiento ininterrumpido de lo que antes, hace nada, fuera un acción clara y definida interviniendo el presente como un despertador a las seis de la mañana. Legna cree en la limitación, en la potencia esencial del fragmento, en su capacidad para desarrollar una tecnología de la verdad transitoria.

No quiero parecer tremendista, o nihilista, porque la escritura de Legna es todo lo contrario. Pisa fuerte, y es verificable, en la medida en que se hace del único lugar al que vale la pena voltear: la vida cotidiana de una mujer que piensa, ama, singa, desprecia, traiciona, es querida y pensada (“lo que no está en medio de la calle –aseguraría Henry Miller– es falso, derivado, es decir, literatura”). Lo que ella hace es otra cosa, un algo pendiente de definición que por mientras voy nombrando de la mejor manera que puedo, a saber, “el pensamiento Legna”. Término que no alcanza, yo sé, pero que da el plante en lo que encuentro las palabras adecuadas para denominar ese artefacto que da cuentas de lo que existe y que, por tanto, no hay forma certera de explicar sino reinventando. Dar cuentas, en este caso, significa mirar en serio y rescatar el mundo de la muerte por automatismo. Ojalá y la incertidumbre de aquel primer poema logre enquistarse en la cabeza de ustedes, los que leen a conciencia y los que van saltándose las páginas y recalando en las frases concretas (bellas frases concretas del tipo: “en una ciudad donde lo que vuela / aterriza rápido”). Ojalá y se pregunten, cuando la perplejidad puje por imponerse, cuál fue la revolución a la que Legna se resistió ante la tumba de su abuelo y cuál la que sigue llevando en sus poemas prosaicos de todos los días.


Notas:

[1] Kristof escribió, con esa precisión que sería el fundamento de su prosa: “cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré: no me gustan”.

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DALEYSI MOYA
Daleysi Moya (La Habana, 1985). Crítica y curadora de artes visuales. Licenciada y Máster en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. Se ha desempeñado como curadora en las galerías habaneras La Casona, La Acacia y Servando Cabrera. Actualmente trabaja en el proyecto de arte contemporáneo El Apartamento. Además de su labor curatorial, desarrolla la crítica de arte de modo sistemático. Ha colaborado con publicaciones impresas y digitales sobre cultura y artes plásticas. En el año 2015 obtuvo mención en la categoría Reseña del Premio Nacional de Crítica Guy Pérez Cisneros, en La Habana, Cuba.

2 comentarios

  1. Gracias, Daleysi Moya. Se siente agradable, como un vientecillo templado inimaginable, que una contemporánea cubana escriba sobre uno, en medio del caluroso desierto exilio. Lo agradezco mucho.

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