La Habana (FOTO Arianna Domínguez Hernández)

Es la noche fría de febrero. Tal parece que desando South Miami Beach en la madrugada, pero estoy en la habitación de un apartamento rentado y mi padre ha muerto en la gélida Habana de febrero. Entonces, en medio de ese viaje mental repito: “Salgo a una noche que no parece feroz, quizás porque resulta menos noche que ferocidad”.

Reverbera en mi cabeza esa oración tomada de un poemario en prosa con aliento de novela corta: La guagua de Babel (Premio Nicolas Guillén 2023; Letras Cubanas, 2023) de Carlos Alberto Esquivel Guerra (Las Tunas, 1968) o Carlos Esquivel, así, a secas. Y ante mí, toma cuerpo la ferocidad.

Tras recordar la cita me pregunto si el mío es un dolor hecho en Miami. ¿Dónde se produce o tiene lugar el dolor? ¿Acaso es un dolor que no está en ninguna parte?

Todo parece haber acontecido a través de un espejo y puede que en La guagua de Babel esté la respuesta. Quizá el libro se instaura como el proceso que intento describir, entonces transcribo: “Esta es la novela de las ningunas cosas, de los ningunos viajes. Estoy aquí, que es el sitio menos simulado para despedirme”.

Con ese par de oraciones entrecomilladas comienza el artefacto de Esquivel, (des)ubicándose, (des)ubicándonos.

El libro ansía y consigue arribar al no-lugar, luego emprende la fuga. Es la necesidad de no dejarse atrapar, impidiendo así la definición exacta. Este artefacto propicia una imagen concreta y una definición errónea si no se le presta atención al enunciado.

Mientras se define y a la vez se desdice, va más allá del género, la forma. Carlos ha puesto su empeño en un inverosímil viaje. A la par que modela a un sujeto y su familia, lo arroja a un desplazamiento físico y mental donde recorrerá los meandros de su vida, y de paso verá desfilar ante sí una gavilla de personajes, cada uno de ellos cargará tormentos, derrotas, ambiciones, ardides.

“Viajo porque no puedo despertar lejos de mí”, nos dice y entonces precisa: “Muero durante horas y soy usado en el irritante sueño de otro”. ¿Un doble desplazamiento? En este libro no hay límites férreos que permitan deslindar lo real, lo verosímil, lo onírico o el estado alterado de la conciencia.

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¿Cómo catalogar a esa voz que va del delirio a la osadía cuando rememora? ¿Quién es? ¿Desde dónde enuncia?

A este individuo lo rodea una soledad muy concurrida. Nos habla de su padre, de las novias del padre y ninguna es la madre del sujeto poético o narrador, además tiene una madre que no es tal, así la describe. Puestos a seguir desentrañando las peculiaridades de su familia y su espacio íntimo o doméstico, sabremos que el padre además “tiene un arma y un país, que no son ni lo uno ni lo otro y, aún así [el padre] regresa cada noche a su casa como si fuera un hombre normal.”

Más que juzgar la actitud del padre, me he propuesto entender la mirada del hijo. En el instante en que pone en entredicho la figura paterna y desdibuja la materna genera una definición para la casa. ¿Es el hogar una “casa normal”?, y siendo lo que es, ¿puede llamarse hogar?

Sabiendo de antemano cómo el hijo ve la casa, y la definición que tiene de sus padres y del país, entonces no es descabellada su idea de partir, de perderse en la traslación, en la traducción, en la traición al país, a los padres y al hogar, porque no podemos pasar por alto cuanto dice de sí mismo: “mis distinciones eran las de un hijo infiel”.

¿Cómo administra los recuerdos, el amor, la familia, la fidelidad? Como si los desenterrara del mismo agujero donde el padre literalmente sepulta los excrementos del perro. Además nos dice que junto a la mierda hay objetos del entorno doméstico: una gorra de los Mets, retratos hechos a la madre, un cuchillo dispuesto para un futuro crimen que acometerán padre e hijo, un abrigo y una hermana.

La gorra nos habla de una afición, una ilusión y, por qué no, de una obsesión: béisbol, un partido en los domingos, diálogos, desencuentros, una colección de cromos y un partido memorable tal vez por la derrota de los Mets. Las fotografías podrían remitir a escenas de la infancia y la juventud, la felicidad eternizada, una felicidad que ya no es, acaso derribada por el propio padre, o por la infidelidad del hijo, o por la actitud de la propia madre. Poco habrá que decir del abrigo por todo cuanto contiene en tanto símbolo. La hermana es un trazo, una marca, algo que simplemente está, no así el cuchillo que aguarda por el futuro crimen.

Concebir un crimen y desear ejecutarlo implica diálogos, acuerdos, cálculos. El plan contempla incluso un líder, un convencimiento y afinidades ―si es que luego el arma no termina enterrada en el pecho de cualquiera de los dos porque ambos, secretamente, se piden la cabeza.

Imagen de cubierta de 'La guagua de Babel'
Imagen de cubierta de ‘La guagua de Babel’

¿Pero este sujeto dado a la evocación, al recuento, sería capaz de empuñar un arma?

A ese acto de volver una y otra vez a los recuerdos me atrevo a denominarlo minería de la memoria. El hijo los somete al tamiz y la temperatura del lenguaje. Al proceso le añade las definiciones que tiene del entorno familiar, proceso mental condicionado por nociones de la cultura y la política.

Del material resultante nada desecha, ni siquiera la escoria, lo baladí, el esperpento. Todo le sirve a la hora de pensar una definición de sí mismo, y para construir un relato nada complaciente de la familia, la casa, el viaje, las vivencias, los escenarios. Y le funciona, a fin de cuentas, le interesa propiciar el extrañamiento, la imprecisión, la descolocación. En esa suerte de indefinición prospera: “A veces, no quiero saber dónde estoy y quiero convertirme en el gourmet de las borrosas comidas, tener un olor semejante al de los tiempos pasados”.

Esas borraduras o desenfoques permiten la cómoda convivencia de los géneros (novela, poesía), así como la existencia de personajes en extremo singulares, con sus vicios, virtudes, y las segundas lecturas y los verdaderos significados de ciertas descripciones y definiciones.

La guagua de Babel es vehículo y viaje, ¿una paradoja? Las referencias literarias, artísticas, históricas, sociales y políticas ya sea bajo la forma de un individuo (un poeta, un santo dispuesto al sacrificio, un dictador, un filósofo, una escritora a la que le arrestan al hijo y al esposo y los envían a un campo de trabajo forzado, un padre adúltero, una pintora aquejada de terribles dolores, una mujer que escribe y ama a otra mujer, asesinos, truhanes, tahúres) o un episodio del devenir de la humanidad, entran y salen como en tromba, lo cual le otorga a esta máquina poética o dispositivo prosaico la energía y el tempo de un huracán.

Mil y una lenguas parecen hablarse o mezclarse en este viaje donde se alternan sujetos devenidos clásicos de la literatura y las artes, o que fueron protagonistas de procesos políticos y sociales. Discurso y legado. Llegan a nosotros filtrados y unidos en un único relato narrado en una suerte de lengua franca ajustada por Esquivel.

A ratos suena raro, chirría, parecen imprecisas ciertas definiciones, como si se tratara de una jerga hablada por alguien que reside en un territorio fronterizo o multicultural donde circula más de una lengua. Animado por la pulsión de narrar, de evocar, de nombrar, ese sujeto poético o narrador parece irradiar la lengua madre con un idioma adoptado. Justo ahí hay una ganancia: el extrañamiento del lenguaje y la concatenación de mil y un sucesos donde aparecen personajes y escenarios a ratos situados en las antípodas.

Ese falso esperanto es la plataforma de un desplazamiento menos físico que mental, telúrico casi. No da tiempo al reposo. Detrás de cada oración parece aguardar por ti un puño, una decepción o un cuchillo afilado.

En el libro se nos dice “toda tristeza debe ser reducida a un carruaje empujado cañada abajo, que va por ofrendas quizá porque desconoce cualquier viaje”. Justo es lo que el autor hace con la tristeza en La guagua de Babel: deshacerse de ella. Con ello apuesta por el escepticismo, la ironía, el hastío y la falta de fe: “no hay mejor pista que la del viaje hacia la exclusión”.

Visto así, el sujeto poético o narrador está marcado por el desapego, la desilusión y la disconformidad, y por una suerte de “dislexia” que no es incapacidad para la lectura, sino la capacidad de tomar distancia de la lectura obligatoria, de someterse a un significado impuesto por un poder o una norma cualquiera sea.Carlos Esquivel | Rialta

Este hijo que ha emprendido un viaje físico y mental porque según nos dice no puede despertar lejos de sí mismo, desea fugarse de los agenciamientos tiránicos ya sea en el espacio doméstico o el social y político. De paso, con su jerga de frontera carena y nos sitúa en el “no-tiempo”, el “no-viaje”, el “ningún regreso”, y da cuenta de las “ningunas cosas”, el “no semejante” y “las borrosas comidas”, o “enormes inviernos parecidos a inviernos reales”.

¿Acaso no estamos en presencia del libro del no-lugar?

Para este sujeto “la memoria ofrece lo que no tiene”, hay “poetas nacionales que no lo son”, y da cuenta de un “poeta nacional nunca bueno para consignas”. Pone el ojo tanto en la carretera como en “el mar no cubano”, en un “Diderot vestido como Flaubert”, en el embustero ciclista Lance Armstrong.

En esos extraños viajes “de un hombre siempre en el mismo sitio” y cuya intimidad “apenas se mueve”, el sujeto regresa siendo otro, pero no tan diferente del que decidió emprender la travesía. Puede reencarnar en Cristo y no morir, en San Francisco y en Erasmo, en Hegel y luego en Franco.

“Qué importa el regreso o no, si dejé el país, esa casa por la que sentía una cruel paternidad, una balsa que no quiso serlo, un tiro, incluso mientras flotaba en la confusión”. Llegados a este punto pienso en la novela El color del verano de Reinaldo Arenas, y en aquellos personajes que roían el lecho para desprender la isla de Cuba.

¿Acaso yo sentía por mi país natal una “cruel paternidad”? ¿Había emprendido yo un viaje similar al del sujeto poético o narrador de La guagua de Babel?

En El color del verano, el cadáver de Virgilio Piñera es llevado al cementerio. Dispuesto todo para el enterramiento, el ataúd es introducido en el agujero. He olvidado si lo dejan caer. Lo cierto es que cuando el sarcófago termina en el fondo del agujero el agua salpica y sale por la boca de la tumba.

Es la noche fría de febrero. Estoy en un apartamento que no es exactamente mi casa, de cara a un espejo, y mi padre ha muerto en una ciudad que parece la imagen inversa a la proyectada sobre la superficie de azogue y cristal. Cierro los ojos y me digo: cuando en el Cementerio de Colón el ataúd de mi padre llegue al fondo del agujero, el agua salpicará.

“De cualquier modo, siempre los caminos nos llevan donde no queremos ir”, nos espeta ese sujeto poético o narrador situado en un extraño viaje, un individuo que bien podría ser esa imagen mía reflejada en el espejo.

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AHMEL ECHEVARRÍA
Ahmel Echevarría (La Habana, 1974). Narrador cubano. Ha publicado los libros Inventario (Premio David 2004, cuento, Ediciones Unión, 2007), Esquirlas (Premio Pinos Nuevos 2005, novela, Editorial Letras Cubanas, 2006), Días de entrenamiento (Premio Franz Kafka de Novelas de Gaveta 2010), Búfalos camino al matadero (Premio José Soler Puig 2012, novela, Editorial Oriente, 2013), La noria (Premio de Novela Ítalo Calvino, 2012, Ediciones Unión, 2013; Premio de la Crítica Literaria de Cuba 2013), Insomnio –the fight club– (relatos, Letras Cubanas, 2015), y Caballo con arzones (Premio Alejo Carpentier de Novela 2017, Editorial Letras Cubanas, 2017; Premio de la Crítica Literaria de 2017).

1 comentario

  1. Gracias por este texto querido amigo. Aún no tengo el libro en mis manos pero trataré de que me lo envíen. Es necesario leerlo. Admiro a Carlos desde que su poesía tocó a mi puerta. Este es un premio merecido, aunque debe recibir muchos más. El dolor es mutuo. Gracias.

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