Carlos Gardel

No se trata de resucitar un cadáver porque los tiempos estén decaídos y no haya gran cosa que rescatar. La verdad, no.

Tampoco de escribir una elegía porque el accidente aeronáutico que lo mató, carbonizado, se lo llevó para siempre muy pronto, a los 44 años, cuando comenzaba a engordar, a tener canas y a ahondar en su manía de no emparejarse. “Para qué hacer desdichada a una si puedo hacer felices a tantas”, decía con innegable ingenio.

Gardel era edipiano. Adoraba a su madre, quien lo gestó soltera, abandonada por el progenitor. Por eso huyó a América, hasta llegar al paraíso sudamericano, Buenos Aires, previo paso por Uruguay. De ahí la extendida pugna por el lugar de nacimiento de Gardel: Toulouse en Francia, Tacuarembó en Uruguay, Buenos Aires en Argentina… La vida de Gardel sigue rodeada de esas polémicas tan inconducentes como atractivas.

Piazzolla lo conoció en Nueva York, casualmente, ya que su padre había emigrado de Argentina a Estados Unidos y sabía que El Morocho del Abasto –como era conocido Gardel por su piel morena y cabellos negros y su residencia muy cercana al mercado, hoy un mall en la capital argentina– estaba allí, en la capital del mundo, filmando una película. Astor era un niño y su padre, al que llamaban Nonino, lo envió a dejarle una talla de madera que representaba a un gaucho con guitarra. El niño, muy despierto, cumplió la misión, y Gardel, que no hablaba inglés, lo acogió con dulzura y le pidió que lo acompañara en sus trámites por la ciudad. Así, el pibe Piazzolla se transformó en guía del gran cantante.

Gardel cantaba “Rubias de New York” en la película que protagonizaba: Mary, Peggy, Betty, Juliie, chicas de Niú York…. Ya se veía algo grueso, las canas empezaban a aparecer en sus sienes. Sonriente, siempre sonreía, carecía de envidia y no estaba en guerra contra nada. Yo no quiero que a nadie a mí me diga que de tu dulce vida vos ya me has arrancao, mi corazón una mentira pide… así cantaba al final de su breve vida, con incomparable nostalgia.

Gardel moriría quemado, en Medellín, Colombia, el 24 de junio de 1935, hace 85 años.

¿Se salvó del accidente y quedó con la piel destruida y la voz extinta? ¿Se presentó, años después, en un concurso de imitadores y fue eliminado por mediocre? Todo aquello forma parte de la leyenda.

Se sabe que Gardel estuvo en París y allí fue mantenido por madame Chesterfield, esposa del magnate dueño, entre muchos negocios, de la marca de cigarrillos de ese nombre. Desde allí cantaba “Anclao en París”: Tirao por la vida de errarte bohemio estoy, Buenos Aires, anclao en París

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Regresó, volvió a partir, era un cantor errante. Amaba los pingos y les apostaba en el hipódromo de Palermo. “¡El pálpito!”, exclamaba cuando le apostaba a un caballo y perdía toda la guita. Amaba la hípica porque era, como el tango, un cúmulo de azares. Entre los jinetes, prefería a Ireneo Leguisamo, apodado El Pulpo, por el modo en que estiraba sus brazos con las riendas desenfrenadas en la recta final. ¡Leguisamo solo, Leguisamo solito y peludo no más…y el Pulpo cruza el disco triunfaaalll…!, cantaba con singular entonación en el tango “Leguisamo solo”.

Nadie lo ha podido relevar.

Gardel ha muerto y no puede volver.

Todo extinguido, sin remedio.

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MARIO VALDOVINOS
Mario Valdovinos (Santiago, 1957). Narrador, dramaturgo, guionista y crítico literario. Se ha desempeñado como profesor de literatura en varias universidades chilenas. Fue coanimador del programa cultural de radio Vuelan las plumas de Radio Universidad de Chile, entre 2001 y 2007. Ha publicado las novelas Breviario de fantasmas (RiL Editores, 2005), Post Humo (Planeta / Emecé, 2010), Lihn, la muerte (Desatanudos, 2012), entre otros libros. Es colaborador habitual de El Mercurio y Revista Intemperie.

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