Un joven Arcadi Espada
Un joven Arcadi Espada

Arcadi Espada (Barcelona, 1957) no pudo titular su última obra con el rotundo epígrafe “La verdad”, porque ya estaba cogido. Lo usó él mismo para su penúltimo libro, una colección de textos en torno a ese asunto, la verdad, que lo ha ocupado la mejor mitad de su vida como periodista, lector y acérrimo enemigo de la ficción literaria y su concupiscencia con el periodismo: la melaza de la imaginación chorreando por las grietas de una realidad contada desde el inverosímil complejo de inferioridad del que se maneja con hechos en lugar de agitar ramilletes de metáforas.

Vida de Arcadio (Península, 2023) es el viaje que emprende un hombre de 65 años, obsesionado con la manera en que se cuentan las cosas y la dimensión estilística y moral en que los hechos se convierten en relatos, por la historia del muchacho que él mismo fue, pero, a la vez, no fue él mismo. Un muchacho que se llamó Arcadio Espada hasta el día en el que decidió cambiarse el nombre y, en lugar de entretenerse en hacer la o con un canuto, expelió una bocanada de humo con el que borrarla de su firma en los periódicos. “La o se desprendió como piel muerta”, escribe. Ya como Arcadi, alejado del graciosamente caribeño Arcadio, aquel otro joven, criatura reborn, comenzó a escribir en catalán, un par de movimientos que le ensancharon de repente dos mercados distintos, pero, en cierto modo, contiguos: el sentimental y el “angustiosamente laboral”.

La indagación sobre ese passage tiene un asidero fundamental en el viaje que Arcadio hizo a Caprarola, Italia, en el mes de agosto de 1979 a una congregación de jóvenes de las izquierdas europeas. Tenía 22 años y era el hijo de un portero de la zona alta de Barcelona. También era comunista; recitaba poemas elegidos entre lo mejor que ofrecían esos años en español y catalán; le gustaba el sexo entonces liberado, pero desdeñaba las drogas que vivían pareja y, sobre todo en la España de la heroína, criminal liberación; robaba libros y revistas para armarse con más adoquines que arrojar en la batalla de las ideas de los que se podía pagar; comenzaba a ejercer el periodismo haciendo entrevistas, ese que es el más peculiar de los géneros periodísticos, porque, al decir de González Ruano, las entrevistas las hace uno y las cobra otro.

Se trata de un reportaje extraordinario, donde Arcadi va buscando a Arcadio y a los amigos de Arcadio (Maite, Ramón, los extranjeros de Caprarola) para interpelarlos y frotarlos contra los hechos con el propósito de bruñir el relato de aquel joven. Es una pieza que busca menos saber quién fue Arcadio en realidad, que entender qué es la juventud y cómo fue la más singular de todas las que ha conocido la España contemporánea: la juventud de la democracia española en la sala de fiestas de la Transición. Las vicisitudes de esa búsqueda, la relación de cada una de esas figuritas con el pasado y la voracidad del presente, el afán de engarzar la circunstancia pretérita en el rosario pagano de una vida que, como tantas de las más ilustres, parece vivida para ser contada un día, iluminan de una manera muy particular la manera en que estamos o no dispuestos a asomarnos a nuestro propio pasado, pero, sobre todo, la incapacidad de muchos para formar parte, siquiera como claque, desde el oficio de figurantes o como meros compañeros de viaje, de un pasado de los otros que se proyectará sobre la vida del testigo, entonces, con la fuerza de un imán o la podrá arrastrar a la vorágine de un remolino.

Imagen de cubierta de 'Vida de Arcadio', de Arcadi Espada
Imagen de cubierta de ‘Vida de Arcadio’, de Arcadi Espada

El de Arcadio, el breve tiempo de Arcadio no es un tiempo cualquiera. Es el de los últimos setenta y los primerísimos ochenta españoles. Ni Arcadio entonces ni Arcadi ahora pasan nada por alto: las ínfulas de los recién llegados y el aliento de los próceres; el entusiasmo y la estupefacción; el furor de las ideologías y el vaivén de su conversión en práctica de vida. Lo cuenta Arcadi, pero también lo explica la abundante base documental que proporciona el archivo de Arcadio: sus artículos y cintas magnetofónicas, sus notas y los testimonios de sus cofrades (o la renuncia a darlos, tantas veces aún más elocuente).

Astillas de un mismo palo de la baraja española, el joven Arcadio y el viejo Arcadi, figuras enfrentadas en un díptico, ensayan aquí, sin haberlo previsto el primero, pero sacándole todo el jugo moral y cognoscitivo el segundo, y eso es tal vez lo que más me haya interesado del libro, con la dialéctica de la construcción de la memoria de un sujeto que ha sido reo de la historia convulsa de un tiempo y un lugar a los que aún se les niegan el asiento sosegado en el calendario (a la Transición) y en la geografía (a la invertebrada España). Hay en esta historia un sujeto, Arcadio, que no ha estado en el mejor lugar, pero eso sólo lo sabrá después. Y una reflexión cabal acerca de la construcción de la memoria y de la tramoya discursiva donde la memoria resulta expuesta, vindicada, redimida, traficada, trasmutada, trampeada, trajinada, saqueada, escamoteada o proclamada. Es una cuestión hermosa y a la vez tremenda, porque no se trata tanto de la manera en la que el sujeto responde ante los demás o “el tribunal de la historia”, sino a la manera en que el joven responde ante el adulto. Y a la postura en la que el adulto liberal se coloca ante el joven comunista. Ejemplificándolo en nuestros dos sucesivos avatares: la manera en la que Arcadi Espada, autor de En nombre de Franco, notable libro sobre el Holocausto, mira por encima del hombro y el hombre al joven Arcadio que él mismo fue, cuando ignoraba (y tatúesele un “a sabiendas” en la frente a aquel joven español) los crímenes de Stalin y el horror del Gulag.

“Voy con cuidado porque es ver follar al hijo”, dice en algún momento Arcadi asomado a la vida política y los jalones de la educación sentimental de Arcadio. Tal cautela retrospectiva ante el pasado, esa intemperie que tantas veces vive en cuartos alquilados en el desván del subconsciente o el sótano de la vergüenza, y en todo caso bajo las doce llaves del ventajismo retrospectivo, dota a este, el primer libro de memorias de Espada, de una belleza y una rotunda gravedad, que son las del torero que entra a matar en la plaza, el moralista que aparta por un instante su Kempis o, por fin, el escritor, esa manera tan esforzada de ser hombre, que ha comprendido que no hay mérito más esquivo y goloso en la vida que el de poner orden en esta serie de estupefacciones e insolencias que es una vida que mereció la pena haber sido vivida toda. Y que no se la olvide.

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