Jorge Mañach es un hombre que pretende quedar bien con todo el mundo. El autor de aquel maravilloso reportaje sobre Pepito Martí es un periodista amable, decidor, anecdótico, pero siempre sujeto a transacciones. Yo sospecho que algún día acabará en cronista social.

Mañach inició una discusión que ya se prolonga más de la cuenta. (Alguien aludió un día, incisivamente, a los tingladillos que suele levantar el polifacético intelectual para sostener su señorío). Quiso hacer burla de “Lezama Lima y sus cofrades” y dijo, poco más o menos, lo siguiente: “Yo soy el maestro. Y yo no los entiendo. Luego ustedes son unos idiotas”.

Naturalmente, el maestro no fue explícito. Habló entre líneas. Fue respetuoso en el tono, pero irónico en el sentir. Sin embargo, el “no entiendo” se le escapaba del fondo del alma. En eso fue sincero.

Y su gesto de llaneza colmó de regocijo a todos los poetas llorones de Cuba que se veían cabalmente interpretados. (Se ha llegado a decir que hasta recibió cartas de estímulos del grupo de aedas de Sabanilla del Encomendador).

Lezama Lima respondió, desde las mismas páginas de Bohemia, con un artículo amable, pero posiblemente despectivo.

Nosotros terciamos, en forma respetuosa recogiendo solo el tono adolorido del “no entiendo” de Mañach y anotando su significación desde el punto de vista de las generaciones.

Parecía todo terminado. Se había dicho todo lo necesario. Pero Mañach insistió. Al cabo de varias semanas, reaparece con dos larguísimos artículos en los cuales quiere volver sobre sus pasos y hace tantas aclaraciones que solo logra desmentirse. En el fondo. La intervención es buena: quiere quedar bien. Quiere transar. Es el estilo de esta generación perdida. Nunca llevan las cosas hasta el fin, hasta morir. Quieren la mediación, la medianía. Son tremendamente políticos, hasta en las discusiones sobre temas de arte. “Esta es la generación mejor dotada para poesía”, dice. Y se deshace en cumplidos.

Cintio Vitier le sale al paso en el Diario de la Marina con un artículo lleno de peligrosas encrucijadas para Mañach. Le recalca lo inevitable de su “no entiendo”, lo ininteligible de sus teorías y termina rechazándole brevemente su “lección confusa”.

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Pero Mañach salta, otra vez. Y aquí es donde se le escapan ya algunas groserías inexplicables, algunas vagas alusiones y un poco injuriosas que demuestran que el “ilustre pensador” está fuera de quicio. Está claro que su responsabilidad crece.

Yo no quiero discutir con Mañach sobre “cierta” poesía nueva, porque me parece que eso es inútil. No creo en su buena fe. Me parece que le interesa más el tono exterior de la disputa y la publicidad que trae aparejada (siempre hay la posibilidad amable de que lo postulen a uno para algo o que lo llamen a ocupar un ministerio) que el tema mismo que se debate. Mañach como todos nuestros profesionales del intelecto, adolece de un cierto defectillo de vanidad. Les es más importante sobrenadar en la cultura que la cultura misma. Son como señoritos del arte. Lo fundamental es la exhibición. Ignoran la soledad. El modo como Mañach acomete los problemas deja entrever siempre el rasgo característico de una generación que ha vivido volcada sobre los cargos públicos. Su mismo estilo es terso, elegante, distinguido, insincero. Nunca ahonda. Pero siempre se mantiene en el ápice del tema, en una pose algo circense. Algunos de sus artículos llevan, por delante, el atildado dibujo de su rostro. Eso es elegante. Es político. Y, además, Walter Winchell lo hace…

Por todas esas cosas, me abstengo de discutir con Mañach sobre temas que él acomete con excesivo donjuanismo. Lo que me interesa es la conducta.

Si “Lezama Lima y sus cofrades” ofrecen cierta oscuridad en su poesía, no es menos cierto que les resplandece la conducta. Creo que es muy importante destacar la actitud ante la poesía. Como bien dice Cintio Vitier, refiriéndose a los poetas de Orígenes, “lo que los agrupa es el fervor absoluto hacia la poesía”. En cuanto a su calidad poética, no creo que haya llegado la hora de polemizar en torno a ella.

Aunque la obra de esos hombres no llegara nunca a lograr la “prestigiosa resonancia” que le exige Mañach, (y es importante anotar aquí el modo como Mañach le pide clarines y acatamiento casi electoral a la poesía), siempre valdría como norma, como conducta. Son poetas de muy diverso temperamento, pero que coinciden en un estilo de soledad que rompe con todas las costumbres que preside Mañach.

Lo repito: estamos demasiado acostumbrados al hombre que empieza haciendo poesía brillante y comunicativa en su adolescencia, para luego autorarse en leyes, hacerse notario, escribir panfletos en periódicos, hacer dibujitos en sus ratos de ocio y tal vez grabados en madera, robarse toda la admiración familiar, pronunciar discursos en las veladas políticas, embarcarse en las giras filiatorias, llegar a profesor universitario, hacerse legislador y ministro, y hasta presidente. Y seguir siendo inspirado poeta.

Por eso sorprende un poco el encuentro con poetas que son solo eso, “poetas en actitud fervorosa ante la poesía”. Lo único ininteligible en ellos es su conducta, su desinterés, su desasimiento, su responsabilidad de no aspirantes, su total alejamiento de los vehículos habituales de exhibición y resonancia. Y si se hunden en la soledad y en el silencio, quedarán al menos como ejemplo saludable. A la base de toda crisis universitaria –que es como decir la crisis de nuestra cultura– se encuentra la culpa de hombres como Jorge Mañach que, lejos de ir a la Universidad a predicar por el espíritu, se empeña en llamar al estudiantado al quehacer público, a la tribuna política “porque esa es la gran tradición del intelectual americano: responder al menester público”. Son los hombres que se empeñan en compartir las tareas culturales con las electorales. En rigor, todos esos líderes que pululan por nuestros centros de enseñanza no hacen más que seguir esa funesta prédica profesoral: “Hay que lanzarse a la calle, hay que cabalgar sobre la historia, no vivir al margen de ella”.

En realidad, todas estas cosas debieron haber quedado en el tintero. Nuestro artículo anterior fue respetuoso y delicado, porque el grado de Mañach es discutible, pero no su jerarquía. Ese le puede censurar, pero no cesantearlo como indiscutible valor intelectual nuestro. Sin embargo, su último artículo en el Diario lleva algunas alusiones groseras y se impone la necesidad de fijar la actitud con algo más de crueldad. Es lamentable –y contradictorio– tener que decir en tono polémico que la polémica es estúpida. Mañach nos lleva a estas distracciones. Siga él su tingladillo…

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