Foto de la N.K.V.D. THE NEW YORKER

De los muchos libros que desde hace unos años el boom eslavo de las editoriales españolas ha hecho llegar hasta nosotros, hay dos que, creo, merecen especial atención: Moscú-Petushkí del excelente Venedikt Eroféiev (Murmansk, 1938 – Moscú, 1990) y El coro mágico, de Solomon Volkov (Tadzhik, 1944), una historia de la cultura rusa desde Tolstoi hasta la Perestroika.

El segundo, porque no sólo dice lo que ya sabíamos: el bigotudo del Kremlin en su afán de gran inquisidor destruyó todas la relaciones que la cultura establece con la sociedad y convirtió el espacio cultural ruso-soviético en un inmenso campo de terror, donde muchos escritores, pintores, músicos y cineastas desaparecieron, o los que tuvieron mejor suerte (esa suerte chiquitica de los que no tienen suerte) tuvieron que quedarse callados o escapar al exilio, sino, porque en sus capítulos sobre el deshielo e incluso sobre Gorbachov, a quien nada delataba al principio como un reformista, va a ir trazando un verdadero mapa de cómo esa mezcla de autoritarismo y miedo típica de los gobiernos totalitarios continuó asfixiando a muchos hasta que el telón de acero (al final, más cortinita de baño que pared) cayó por su propio peso, por la cantidad de frustraciones que durante decenios había acumulado.

Para esto, Volkov, que aparte de escritor era (es) musicólogo, y había redactado ya unas memorias del polémico Shostakóvich, mezcla de ángel y camaleón a la vez, nos narra en El coro mágico sobre los gestos oportunistas de Evtushenko y sobre la efervescencia ilusa de la Ajmátova por Jruschov, ese otro obtuso con mentalidad de guerra, sobre las contradicciones patriotico-místicas de Solzhenitsyn, quien no firmó la carta de apoyo a Siniavski y Daniel (condenados a varios años de presidio) porque un escritor ruso “no debe buscar la fama en el exterior” y sobre la manera en que Tarkovski, uno de los cineastas sin dudas más reconocidos en su momento por la autoridades soviéticas, fue construyéndose su propia hagiografía, sobre el premio nobel a Pasternak (su musa sufre de una inflamación de tiroides había comentado sardónicamente Nabokov) y sobre el odio de Richter hacia Stalin (no obstante, él mismo, gran premio soviético en varias ocasiones), sobre la actitud de perro de Shólojov y sobre la mayoría de los artistas que la aplanadora soviética inmovilizó, aplastó o denigró a lo largo de casi un siglo.

Artistas que poco a poco han ido saliendo a flote junto con su terrible verdad (recomiendo los tres tomos sobre los archivos de la KGB hechos por Vitali Chentalinski) y que, para suerte de todos, aunque con un retraso perverso de varios decenios, han podido llegar a publicar sus libros, algunos de ellos tan importantes como los Relatos de Kolymá de Varlam Shalámov o Chevengur, la extraña novela de Platonov, rara avis donde las haya.

El primero, Moscú-Petushk, porque desde los tiempos de Gogol no se jugaba tanto con el delirio en una obra literaria del canon ruso y porque al igual que el Viénichka de su novela, Eroféiev era un alcohólico, alguien que según sus amigos parloteaba y parloteaba gracias a las visiones del vodka y terminó haciendo los trabajos más disímiles para poder sobrevivir:

  • vigilante,
  • reparador de teléfonos,
  • investigador químico,
  • sepulturero,
  • constructor.

Sobrevivencia que este refleja bastante bien en su novela, al hacer interminable el viaje a Petushkí, ciudad-dormitorio a cientoveinticinco kilómetros de la capital, y al hacer desfilar a una serie de personajes que a lo que más se parecen es al mismo autor: cultos, disparatados, cabezones, mal hablados, rabicortos, cómicos.

Pero en verdad ¿de qué habla Eroféiev en esta “danza de los muertos” que algunos críticos han clasificado como surrealista y ante todo es el monólogo de un alcohólico con él mismo, una especie de blablablá esquizo sobre ese hundimiento que antes se llamaba Unión Soviética?

Se habla del plan quinquenal y la homosexualidad, de Gorki y las diferentes recetas para sacarle más provecho al alcohol: esos cócteles que lo mismo llevaban pegamento de zapato que perfume y podían llamarse “lágrima de chica Komsomol” o “bálsamo de Canaán”, o de las hojas de col rellenas y las mujeres… Es decir, de todo eso que en verdad nos ocupa en la vida cotidiana y sobre todo permite en la literatura, aunque no sólo, jugar con el transcurso del tiempo, con esa distancia que siempre hay entre una ciudad y otra. Distancia que no está de más decir se hace infinita cuando intenta hacerse en un tren viejo y el alcohol –bendito milagro le llamaba Lowry– te hace caer en coma, en ese huequito de donde casi nunca regresas.

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Eroféiev, quien confiesa en una entrevista escribió su novela sin pretensiones y murió de un cáncer en la garganta poco tiempo después que esta se publicara (había circulado en samizdat desde los años sesenta), puede donde quiera que esté tomarse tranquilamente su copita de vodka y celebrar. Moscú-Petushkí no sólo ha quedado en el panorama contemporáneo como una gran obra, casi maldita y casi alucinada, sino como la mejor de las autobiografías. Allí donde disparate y confesión atrapan la imagen exacta de un tiempo y la hacen real. Allí, donde lo más cercano a la felicidad, es ese chachareo sordo de los velorios.

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