Léon Bloy fotografiado por Dornac

¿Ilegible y sublime?: “He intentado leer a Bloy, sus Diarios. Al principio resulta apasionante y después penoso. El automatismo de la injuria, del chantaje, de la pose sobrenatural (si es que puedo decirlo así) acaba cansando. Sin embargo, encontramos acentos únicos en él. Un mal humor único. Lo leí hace exactamente treinta años. No vuelvo a sentir mi entusiasmo de entonces, pero sería injusto hablar de decepción. Resiste mucho mejor que muchos de sus contemporáneos a los que se sigue leyendo. Recuerdo el gran efecto que me causó hace treinta años. Desde entonces, he roto con la hipérbole sistemática de Bloy, que ahora me parece ilegible, pero grandiosa”. (Cioran, Cuadernos, 1957-1972). Como de costumbre el meteco rumano tenía razón: todo eso está, ostensiblemente, en Léon Bloy. Sin embargo, también hay muchas otras cosas: en particular una teoría del símbolo y una práctica hermenéutica que siguen asombrando por su osadía.

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Influencias: Harold Bloom pudo escribir que para Blake (quizá el mayor heresiarca de toda la literatura inglesa) sólo contaron, en rigor de verdad, dos libros: la King James Bible (Authorized Version) y Paradise Lost, de Milton. De la misma forma no resulta exagerado decir que Bloy sólo tomó en serio dos textos: la Vulgata (traducción latina de la Biblia hecha por Jerónimo en el siglo IV, declarada canónica, sacra e infalible por el Concilio de Trento en 1563) y Las veladas de San Petersburgo, del católico ultramontano, teócrata feroz y pensador profundamente incómodo para aquellos que decía defender, Joseph de Maistre.

En ese libro extraño y monstruoso se encuentran, in nuce, casi todas las doctrinas más o menos delirantes con las que Bloy epató a los burgueses parisinos durante cuarenta años. También, como es natural, el estilo. Por supuesto, cuando Bloy comienza a escribir el Diario (1892), era ya un artista verbal en la plenitud de su fuerza y tenía, forzosamente, que negar la aplastante influencia del escritor saboyano. Astutamente (y eso me parece muy significativo), lo hace, por así decirlo, en tono menor: no escatima las invectivas más extremas contra otros autores que lo apasionaron en su juventud, pero sobre De Maistre se limita a decir que no lo entusiasma como antes: “Genio indiscutible… pero sólo hasta cierto punto”. Para esto hay dos razones: la primera es que, obviamente, no le convenía llamar demasiado la atención sobre De Maistre. La segunda, más insidiosa, es que se consideraba muy superior a este (la humildad fue siempre algo desconocido para él) y creía haber ido mucho más lejos (en eso no se equivocaba).

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El precursor velado. En cualquier caso, todo Bloy proviene de una frase tremenda que podemos encontrar en Las veladas de San Petersburgo: “Este mundo es un sistema de cosas invisibles manifestadas de forma visible”. Se trata de una singular (y nada ortodoxa) paráfrasis de Hebreos,11:3.[1] Sin embargo, lo que para De Maistre había sido sólo una noción más o menos obvia sobre la que no insistió demasiado, se convierte en el vórtice irradiante de las más salvajes teorías del escritor francés, en el fundamento último de un sistema hermenéutico que intenta dilucidar hasta los datos más ínfimos de la Naturaleza y la Historia basándose en una lectura paranoica de la Vulgata. Esta es la premisa necesaria a partir de la cual Bloy construye un grandioso programa exegético…, y resulta muy curioso que sólo en este caso no proporcione la cita correspondiente en latín y se conforme con una paráfrasis.

Es decir: todas sus exégesis se basan en una mala traducción. Por lo demás, eso no resta un ápice a su originalidad: la Vulgata misma contiene cuantiosos errores y eruditos impecables como Gershom Scholem, Moshe Idel o el propio Harold Bloom han enfatizado en que todas las traducciones cristianas de las Escrituras Hebreas distorsionan en mayor o menor medida el texto original. Claro, lo que Bloy “malinterpreta” (su poderosa mala lectura) se encuentra en el Nuevo Testamento, pero supongo que, como en tantas ocasiones a lo largo del Diario, su megalomanía lo indujo a creer que, al menos en este caso, él había comprendido mejor que Jerónimo “el sentido profundo” del texto. De todas formas, lo importante no es la traducción plagiada y notoriamente incorrecta sino lo que consigue hacer con ella: muy pocos escritores han desplegado semejante riqueza en sus lecturas. Retengamos, ante todo, la noción de sistema: lo mejor de Bloy es el vasto tejido de correspondencias que traza dentro de la Biblia misma (vasos comunicantes, a menudo asombrosos entre el Antiguo y el Nuevo Testamento) o entre la Escritura Sagrada y la realidad empírica. Para él no existen las coincidencias: “El azar es la providencia de los tontos”.

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Contra Dante. Naturalmente, Bloy no puede aceptar la famosa doctrina enunciada por el poeta toscano sobre la cuádruple significación (literal, alegórica, moral, anagógica) de los versículos bíblicos: como buen católico judaizante posee una sensibilidad cabalística refractaria a cualquier limitación del círculo hermenéutico: las exégesis tienen que ser infinitas, incluso cuando desafíen a la lógica y resulten contradictorias. Pero en la tradición cristiana no existe semejante desplazamiento incesante del significado y el magisterio de la Iglesia circunscribe cuidadosamente los límites de la interpretación. Ahora bien, en Bloy prevalece siempre, más allá de sus protestas de lealtad absoluta a los dogmas y la infalibilidad papal (proferidas ante todo “para quedar bien con el comisario”, como solía decir Macedonio Fernández), un orgullo casi luciferino, una poderosa megalomanía que lo inclina a valorar la autoridad de su propio juicio por encima del de la institución.[2] No resulta entonces descabellado que aceptara el método interpretativo de la tradición cabalística mientras repetía como un mantra que era el último campeón de la ortodoxia católica: en efecto, como ha señalado Scholem, para los grandes cabalistas (Abraham Abulafia, Isaac Luria y muchos otros) no sólo cada palabra, sino cada sílaba de la Torá está cargada de infinitos significados; cada pasaje fundamenta todas las tesis imaginables y sus refutaciones: en el Abismo infinito, que es para ellos la incognoscible Divinidad, la lógica misma es abolida y los contrarios se reconcilian[3] (Borges, un ávido lector de estas osadas especulaciones, las utilizó en relatos tan memorables como “Los teólogos” y “Tres versiones de Judas”). Bloy debió adorar este salvaje esoterismo que justificaba sus tesis más delirantes, aunque, por supuesto, no podía admitirlo: así, mientras abarrota el Diario con supuestas lecturas de la mística germana Ana Catarina Emerick (¿existe acaso algo más aburrido que las así llamadas vidas de santos?: me permito dudarlo) es lícito suponer que en realidad estudiaba el Zohar y otros clásicos de la mística judía: lo que aquellos hicieron con la Torá él podía aplicarlo a toda la Vulgata.

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El Libro de los Libros. Muchos pensadores cristianos han hablado sobre las dos Escrituras conocidas por el hombre: la Biblia y la Naturaleza. Sin embargo, el Liber Naturae sólo interesa a Bloy en tanto encarnación visible de los misterios ocultos en la Vulgata: Suma Espiritual y Simbólica; Enciclopedia Absoluta más real que el mundo mismo en cuanto contiene la clave de todos sus secretos, la signatura y el arquetipo de lo existente: “Quien viere el lazo oculto de todas estas cosas sería omnipotente. Todo lo sabría y todo lo podría”. Sin embargo, tras escribir esto se da cuenta de que, probablemente, eso es demasiado incluso para él (semejante fórmula es más propia de un alquimista que de un católico devoto) y retrocede con desacostumbrada prudencia: “De todas formas eso es imposible: la Fe es el conocimiento de nuestro límite”.

Pero precisamente la noción de límite y la humildad de los santos que tanto admiraba eran lo más ajeno a su naturaleza: como un cartógrafo alucinado por el esplendor de la Vulgata erige, página tras página, una complejísima urdimbre de relaciones, una densa malla de signos, un mapa laberíntico de metamorfosis desenfrenadas que cien años después continúan sorprendiéndonos por su audacia (que puedan sostenerse como interpretaciones legítimas es una cuestión muy diferente): “La Tradición universal y la Razón(¿)[4] nos enseñan que el estudio de la figura humana debe ser condición previa de toda enseñanza de dibujo. Si no se sabe dibujar un ojo o una nariz, no se sabrá nunca hacer un paisaje, ni tampoco una flor, ni nada. Al contrario, cuando se sabe dibujar la figura humana se sabe dibujar todo. ¿Por qué? Simplemente, porque el Hijo de Dios, in quo omnia constant todo subsiste en Él (Colosenses,1:17) ha encarnado la figura humana” ; “un Estudio sosegador de los Proverbios de Salomón. Todas estas sentencias o parábolas, cuya exégesis trascendente nos llevaría a la Unidad, se me antojan un poema ininterrumpido, como la túnica sin costura”; “La más bella de las loterías es la que profetizó David: echaron a suertes mi túnica (Salmo 22:19); “A propósito del fruto del árbol prohibido, que los cristianos modernos juzgan mítico, yo digo que este fruto, esta manzana no es otro mito que la Especie Eucarística, nada mítica, y que el Espíritu Santo, afirmando este fruto, nos fuerza a que lo creamos como una realidad visible y sensible, en el centro de un torbellino de misterios”; “Cuando quiero saber las últimas noticias leo a San Pablo”.

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Una poderosa mitología. Por supuesto, todo eso es más o menos delirante: la voracidad hermenéutica de Bloy (que se encuentra justamente en el extremo opuesto de la famosa vía media tan cara a la ortodoxia), unida a un orgullo desmesurado y su nada humilde certeza de ser un genio elegido por Dios lo conduce a una búsqueda desenfrenada de signos y profecías, a empujar al límite más extremo las interpretaciones posibles del texto sagrado. En un escritor menos dotado esto supondría el descenso inexorable a los abismos de la ininteligibilidad y el absurdo; en Bloy conduce a un Absurdo Coherente: en su delirio hay método y está muy lejos de ser el primer pensador cristiano que se sumerge con fruición en lo Irracional. Por el contrario, puede reivindicar una ilustre genealogía que incluye a Tertuliano (“Lo creo porque es absurdo”), Agustín de Hipona (“De una profundidad que nos es imposible ver viene todo lo que nos es dado ver”), Bossuet (“Todos somos lo que somos porque hay Otro que es lo que es”, el furibundo predicador protestante Jonathan Edwards y el ya mencionado autor de Las veladas de San Petersburgo, ese extraño, influyente y teratológico tratado. La cuestión es que, dentro de ciertas premisas que, como es natural, jamás cuestiona,[5] el sistema de Bloy funciona… o al menos lo suficiente para fascinar incluso a lectores refractarios a cualquier tipo de religiosidad (entre los que, ciertamente, me incluyo). En todo caso, sus teorías sobre el fundamento último de la existencia no son necesariamente más descabelladas que las divagaciones heideggerianas sobre “la morada del Ser” y “la oscura esencia indecible del lenguaje”[6] o aquellas que postulan la superstición psicoanalítica como clave de la conciencia: todas son, simplemente, poderosas mitologías, construcciones verbales de inaudita potencia que, por su propia naturaleza, no pueden ser verificadas en última instancia.

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La Biblia como experiencia estética. Pero lo más importante, la verdadera razón por la que seguimos leyendo a Bloy, es la innegable belleza de su escritura, la cortesanía de su estilo. Ahora bien, ese esplendor proviene directamente de la majestuosa retórica bíblica, de un texto que contiene en sí mismo una casi inabarcable vastedad de estilos; que puede desplegar tanto un admirable barroquismo (Isaías, Ezequiel, Jeremías)[7] como fórmulas ferozmente lapidarias (Eclesiastés) y la poesía sublime (Cantar de los Cantares, cualquiera de los Salmos). Esto significa que, más allá de cualquier insistencia en una supuesta ortodoxia que es inútil buscar porque nunca estuvo allí, Bloy fue ante todo una secta de un solo miembro, un esteta radical que utilizó la Vulgata para legitimar su ostensible posición como el último gran heresiarca francés y para forjar una lengua absolutamente original e intempestiva: su extrañeza canónica estriba en la capacidad para reconocer y aprovechar, con incomparable agudeza, el potencial estético de la Biblia Latina en una época (finales del XIX, principios del XX) marcada por el avance inexorable del secularismo y la idolatría de la ciencia. A pesar de la devastadora tristeza que a menudo inunda el Diario, podemos conjeturar que encontró una satisfacción considerable en su obstinada búsqueda de lo Absolutamente Otro: “la armonía divina que está en el fondo del Silencio Perfecto”.


Notas:

[1] La sobria traducción de Nacar y Colunga para la Biblioteca de autores cristianos –mucho menos proclive al delirio hermenéutico– es la siguiente: “Por la fe conocemos que los mundos han sido dispuestos por la palabra de Dios, de suerte que de lo invisible ha tenido lugar lo visible”.

[2] Irónicamente, en esto se parecía muchísimo a los protestantes que decía aborrecer.

[3] Parafraseando a George Steiner, podría decirse que Derrida y sus clones son meros cabalistas sin fe.

[4] Evidentemente, su concepto de Razón no se parece demasiado a lo que solemos considerar como tal.

[5] La petición de principio (en pocas palabras: partir de lo que se debe demostrar) es, como todo el mundo sabe, un rasgo típico de la teología medieval tan admirada por Bloy.

[6] Formulación ridícula donde las haya: a veces pienso que Heidegger fue sobre todo un gran escritor cómico de manera involuntaria.

[7] De quienes Bloy aprendió su tremendo Arte de injuriar y el tono profético que inunda su escritura.

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