Roald Dahl

De Roald Dahl, a cuyos libros llegamos tarde y apurados, lo sabemos todo. Sabemos que afilaba sus lápices en un ronco sacapuntas, escribía a mano, se acurrucaba en una especie de nido mugriento –celebraba que su cabaña hacía años no viera una escoba– y entre las virutas de madera, el té y el crujido del radiador iban saliendo los cuentos. Gigantón de padres noruegos, inglés hasta la médula, piloto y espía, cumplió con el precepto de Conrad de vivir una juventud trepidante y una vejez estoica y sedentaria. Sufrió mucho, rio bastante, escribió más.

Que sus cartas a la madre se editen ahora en español (Te quiere, Boy, gatopardo ediciones, 2023) supone, en un momento en que su cadáver sigue en disputa por su incorrección política, un tanto a favor de su oscuridad. En las cartas, telegramas y postales reunidos por su biógrafo Donald Sturrock, Dahl –que no tenía intención de que esos papeles se publicaran— muestra sin complejos lo inquietante que puede ser un niño, y cómo la necesidad de mentir, de protegerse de los tiburones, de hallar vías de escape hacia la imaginación son, se admita o no, tan propias de la infancia como el juego.

Las cartas de Dahl cubren cuatro décadas de vida y van remitidas a su madre Sofie Magdalene. La edición de Gatopardo, además, contiene fotos, mapas y dibujos que redondean al personaje. En casi todas las imágenes Dahl sonríe. Es un niño maldito en el sentido criollo del término. Le gustan las diabluras, los dulces y hacer amigos. No le gusta servir como calienta-retretes de los mayores, una forma depurada de maltrato escolar inglés durante el invierno. (El matón Wilberforce, un atleta abusador, le explica el oficio: “Algunos asistentes tienen el culo frío, otros lo tienen caliente. Yo solo empleo a los de culo caliente para calentarme el retrete. No te olvidaré”).

Cada letra escrita en la escuela St. Peter, en el balneario de Weston-super-Mare, pasó por el colador de la censura. Los profesores sobrevolaban las salas comunes, donde obligaban a los niños a garabatear cartas a sus progenitores, para ver si contaban alguna situación que los pusiera en evidencia. Dahl, más vivo y poco aficionado a los azotes, se las arregló para hablarle a su madre en clave, con sospechoso optimismo y una ortografía infame que lo acompañó toda la vida.

El aterrizaje de Dahl en la madurez es súbito. Terminados sus años escolares en 1934, logra que lo contrate la Asiatic Petroleum Company, fusionada luego con la Shell. Después de una larga temporada en Londres lo destinan a Tanganica —actual Tanzania—, la vieja colonia alemana en África bajo administración británica. Su vida en el Club Dar es-Salam, donde aprendió swahili y se paseaba en pantalones cortos, es típicamente inglesa. Tanto, que en 1939, a punto de estallar la guerra, Dahl y sus compinches se entretienen arrojando dardos sobre un retrato de Hitler. El juego acaba mal. El comité del Club estaba compuesto por colonos alemanes y la crispación fue tan maciza que lo expulsaron del local. “Moraleja: no lances dardos a las pelotas de Hitler en público: son partes privadas”, le escribe a Sofie Magdalene.

Ese año abandona Dar es-Salam rumbo a Nairobi para unirse a la Royal Air Force. Se apasiona con los aviones, derriba cazas alemanes —y es derribado por ellos— y acumula una serie de experiencias decisivas para sus inicios, que siempre consideró tardíos, como escritor. Su enumeración sobre el cielo de Irak es casi borgeana: “He visto la confluencia del Tigris y el Éufrates; he visto Bagdad; en el desierto he visto el gran arco de Ctesifonte, una de las siete maravillas y la mayor bóveda del mundo sin soporte; he visto una de las ciudades santas, con su enorme mezquita coronada por una cúpula de oro. Se la veía brillar al sol a muchos kilómetros de distancia. También he visto mucho desierto”.

Otra vez tiene que expresarse en clave: para evitar el espionaje, las cartas de los pilotos son expurgadas por los censores por si contienen información indebida sobre el campamento o detalles de su ubicación. Le escribe a su madre todo tipo de bromas para divertirla —los bombardeos nazis sobre Inglaterra han comenzado— y finge que descifra una tablilla de cuneiforme de la antigua Babilonia: “«Querido Nabucodonosor, estoy preñada. ¿Qué piensas hacer al respecto?». Los otros dicen que mi traducción es incorrecta”.

Cubierta de 'Te quiere, Boy', gatopardo ediciones, 2023
Cubierta de ‘Te quiere, Boy’, gatopardo ediciones, 2023

Su famoso accidente, contado luego mil veces y con variaciones, es su ficción de origen, la ficción sobre cómo se hizo escritor. En 1940, Dahl estrella su Gloster Gladiator en Libia. Resultado: una lesión craneal que lo obliga a hospitalizarse. Los médicos no le permiten escribir más que telegramas: “ME ESTRELLÉ EN EL DESIERTO HACE DOS SEMANAS HUBO FUEGO PERO SOLO CONMOCIÓN CEREBRAL NARIZ ROTA ME VOY RECUPERANDO ME SIENTO ESCRIBO”.

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Cuando Dahl regresa a Inglaterra en 1942, lo destinan como representante de la RAF a Washington. De un almuerzo con el escritor estadounidense C. S. Forester, que le pide su testimonio sobre la guerra en circunstancias incómodas —trataba de comer y anotar las palabras de Dahl al mismo tiempo—, sale dispuesto a escribir él mismo un relato sobre su accidente. Forester regresa poco después con un cheque para Dahl. Su periódico había publicado la historia tal cual, sin que Forester tocara una coma, y quería más.

Dahl tiene solo 26 años y parece que ha vivido el doble. La densidad de sus cuentos corresponde a un hombre maduro, adolorido y accidentado. A su modo, Dahl es todo eso, pero también un niño, como Chaplin, a quien conoce, o Walt Disney, con quien llega a trabajar en la animación de sus famosos gremlins (las criaturas que, según los pilotos de la RAF, destrozaban el fuselaje y el motor del aparato).

“Ahora estoy entusiasmado por la literatura y lo único que deseo es escribir”, dijo al final de su nota biográfica en Over to You, su libro de relatos de 1945. Se hace retratar caminando, de uniforme, con su ídolo: un Hemingway robusto y barbudo. En 1953, después de años sin demasiadas cartas, le envía a Sofie Magdalene unas fotos de su luna de miel con la actriz Patricia Neal. El matrimonio compró Gipsy House, la casa de campo que se haría luego conocida hasta el más mínimo detalle —el mobiliario y la decoración de Fantastic Mr. Fox, de Wes Anderson, están basados en ella— y en la cual Dahl armaría su cabaña de escritura.

Sofie Magdalene murió en 1957, Dahl en 1990, Patricia en 2010. Lo último que intercambiaron el escritor —que apenas comenzaba a serlo— y su madre no fue una carta sino una llamada telefónica. La conversación fue cordial, sin drama, mientras Dahl convalecía tras una operación y ella se preparaba para morir al día siguiente. Al regresar a su casa, la familia le entregó un paquete amarrado con cinta verde que contenía todas sus cartas, “cada una en su sobre original y todavía con los sellos pegados”. Las cartas fueron la segunda de las fuentes de los relatos de Dahl. La primera fue una libreta de 98 páginas en la que “garrapateaba” argumentos e imágenes desde sus inicios como narrador. En ese cuaderno estaba todo, de Charlie y la fábrica de chocolate a las aventuras de Henry Sugar, y Dahl lo veía como una lección sobre lo precarios y fantasmales que son los orígenes de cualquier ficción. “Sin esa libretica”, decía, “me vería totalmente desamparado”.

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XAVIER CARBONELL
Xavier Carbonell (Cuba, 1995). Escritor y periodista. Su novela El fin del juego (Ediciones del Viento) obtuvo en Cuba el Premio Italo Calvino, al cual renunció, y en España el XXV Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Es autor de las novelas Náufrago del tiempo (Verbum) y El libro de mis muertos (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara). El diario 14ymedio publica su columna Naufragios. Furibundo fumador de puros, desde 2021 vive exiliado en Salamanca, donde recompone la biblioteca perdida y colecciona soldados de plomo.

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