Artaud en 'La pasión de Juana de Arco' de Dreyer
Artaud en 'La pasión de Juana de Arco' de Dreyer

Para Antón Arrufat

Tengo, desde hace años, una edición especial de La pasión de Juana de Arco, la célebre película de Carl Theodor Dreyer, y recuerdo que, al saber que Antonin Artaud interpretaba un papel en ella (él es allí el monje Massieu), corrí a verla por segunda o tercera vez. Tras repasar varias escenas, volví a “engancharme” hasta el final, cuando a la doncella francesa, acusada de tantas cosas (vestir como un varón no era la menor de sus herejías), la queman viva, a los 19 años, en la Plaza del Mercado Viejo de Rouen.

Por cierto, el efecto que causa el montaje final, donde Dreyer se esmera en hacernos oír, en el silencio, los espantosos chasquidos de las llamas al viento, es algo que nunca me cansaré de admirar.

El rostro hermosamente afilado de Artaud es el de quien conoce la naturaleza de un martirio, de una testificación del diálogo con lo imposible. Mira a la joven soldado de cabello corto, y, casi como quien posee la experiencia del futuro, al presenciar el interrogatorio final le dice que tenga cuidado con las palabras, que cuide sus respuestas, como si intentara disuadir a la cautiva de toda fidelidad (al menos verbal) a sus ideas de emancipación.

Cuando la iglesia y los representantes del orden del Estado se alían, nace un Poder Absoluto: ese que dicta ordenanzas sobre lo que es la Verdad, la Libertad, la Decencia, la Honradez y la Lealtad. Los interrogadores de Juana de Arco tenían ese poder y lo ejercieron. Por su parte, Artaud, poco a poco y entre delirios creativos y enfrentamientos a la sumisión del arte, se dio cuenta de que, en lo que a él concernía, el lenguaje (las palabras) no era el medio mejor para comunicar un credo que podía cambiar la vida. De cierta manera es un heredero de Rimbaud y hará todo lo que esté a su alcance para explicar su actitud, su obra, y, sobre todo, explicarse. Se transforma en un creador dentro de varios géneros, pero sabe muy bien que el teatro los junta a todos al producir una masa crítica de alto poder explosivo y comunicacional.

Ver el rostro de Artaud, dulcificado frente al seguro destino de Juana en el martirio del fuego, acaso equivale a comprender que esa juventud suya, entregada al pathos heroico de la poesía, deviene el envés irrecuperable de la fealdad del hombre quebrado en el sanatorio de Rodez, el hombre que la sociedad consideró, en general, tan peligroso y marginal que lo puso en manos de la clínica (mediante amigos y conocidos, ni más ni menos), y esta lo marcó con un rótulo: esquizofrénico.

Alguien que esté en contra de casi todo puede caer en manos de la clínica, en especial si descree, con brío sensible, de eso que el mundo llama “los valores establecidos”, y se opone, de modo práctico, a ellos. Por ese entonces (y también hoy) el derecho a la locura y la paranoia quedaba en entredicho. Los tsunamis “remediadores”, que casi criminalizan el malestar, que prohíben el pesimismo, que proscriben la angustia y la incorrección, están llenos de tonterías perniciosas acerca de la utilidad de la “paz interior”, el mundo de la meditación, la eufonía del lenguaje empático. Casi puede decirse que es una suerte que la tragedia de Artaud ocurriera en el ámbito de las vanguardias artísticas, en especial el surrealismo (y los surrealistas).

(Entre paréntesis: he regresado a Nope, el más reciente largometraje de Jordan Peele. El dueño de una caballeriza oye un relincho, cree advertir algún significado en él, y afirma que algunos animales no se dejan domesticar).

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Revisando El teatro y su doble, la antología de ensayos que Artaud publicó muy a fines de los años treinta y donde analiza con minuciosidad, además de otras cuestiones, el vínculo metafórico entre los efectos de cierto teatro en el espectador (el deber ser perturbador y disidente del teatro, según las concepciones de Artaud) y los efectos de la epidemia de la peste en el enfermo, uno llega a la conclusión de que su mente casi evitaba el pensamiento hecho de palabras en favor de un pensamiento (un trastorno de percepción y enunciación) hecho a partir de símbolos o elementos simbólicos, asociados libremente en busca de procesos de significación capaces de modificar el discernimiento de lo real.

La desconformidad del pensamiento se produce, de hecho, en sujetos “antripensantes”, cismáticos, desmembrados del rebaño.

Segundo paréntesis. Un novelista y dramaturgo cubano me contó que el camarada Iósif Stalin llamó por teléfono al no menos camarada Boris Pasternak y le preguntó: “¿Y por estos días a qué se dedica usted, camarada?”. Pasternak contestó: “A traducir la universal e ingente obra de William Shakespeare, camarada Iósif Vissariónovich… sólo a eso, a traducir”. Stalin temía, en secreto, a las palabras. De hecho, cuando telefoneó a Pasternak, se dice que lo hizo varias veces, su intención cardinal era la de saber si él era amigo del poeta Ossip Mandelstam, detenido un tiempo antes por escribir versos que satirizaban al camarada Secretario General. Stalin solía telefonear a los escritores y artistas. No a todos, por supuesto, pero sí a algunos como Arsenii Tarkovsky, el padre del cineasta Andrei Tarkovsky, y Dmitri Shostakóvich.

Un escritor, un artista en general, era/es fácilmente reprimible desde un poder como el de Stalin. Pero su intención no era la de reprimir, sino la de atemorizar. En definitiva, el camarada Stalin contaba, en secreto, con un hecho seguro: no podía disponer de una mente en libertad, no podía aposentarse dentro de una mente así. Pasternak también le contesta a Stalin con una verdad sinuosa: “Entre poetas ese concepto no existe”. Se refiere a la amistad. Y acto seguido le propuso a Stalin entablar un diálogo. “¿Sobre qué?”, preguntó el Secretario General. “Sobre la vida y la muerte como grandes temas de la poesía”, dijo el traductor de Shakespeare. Stalin no contestó. Colgó el teléfono.

Fue el poeta Jacques Prevel quien le hizo compañía a Artaud, por medio de frecuentes visitas, después que este salió del infierno del sanatorio de Rodez. Allí el doctor Gaston Ferdière lo sometió a un tratamiento de 51 electroshocks. Muchos años más tarde, en una curiosa entrevista, Ferdière declaró que no veía nada excepcional en su paciente. Un periodista le había preguntado si no sabía que a Artaud ya se le consideraba un artista extraordinario. “Era un esquizofrénico”, aseguró el doctor. Leí la asombrosa entrevista en un número de 1997 de Grand Street, la reverenciada publicación de Ben Sonnenberg.

El médico, para colmo, no era ningún forastero en el mundo de la cultura artística y literaria, y alentaba a Artaud a pintar y escribir. Lo impulsaba a exponerse y dejarse mirar en su desnudez interior, para comprobar, a su manera, si la “locura” persistía. Ferdière, es bueno recordarlo, quiso ser poeta (se codeó bastante con algunos) y ambicionó merecer notoriedad como escritor. Pero no pudo. Se encontraba muy lejos del talento de sus amigos y conocidos (André Breton, Paul Éluard, Louis Aragon, Man Ray, Salvador Dalí). Todos ellos admiraban a Artaud y prestaban mucha atención a sus textos e ideas.

En estado de revulsión, un pensamiento poético transgresor es fácilmente recluible, confinable, en términos físicos y/o en términos sociales. Cuando, tras la estancia en Rodez, volvió Artaud al pequeño teatro Vieux-Colombier a leer sus textos, allí estaban, muy atentos, Albert Camus, André Gide, Breton, Jean Paulhan y algunos jóvenes estudiantes que, deslumbrados, iban sumándose.

Como sugiere Alan Pauls al evocar esa sesión de lecturas, Artaud ya se había convertido al credo de una expresividad translingüística, y era un escritor proteico, metamórfico, una especie (diríamos hoy) de performer mezclado con rockstar e influencer. Había entrado, de cierta manera, en el reino de una autoficción que, no por sumamente personal e íntima, dejaba de aludir al carácter ecuménico de la crisis del pensamiento y la crisis de la cultura. Estaba contra toda ambición de predominio, contra las falsas verdades, contra la estupidez, contra la farmacologización de la angustia rebelde, contra las ideologías de Estado, y en favor de una plenitud en la que las artes tendrían la siempre peligrosa encomienda de suscitar el nacimiento del hombre despierto.

Uno regresa a Artaud como regresa a un clásico, a un creador incombustible. Su cuerpo y su tumba habrían tolerado muy bien el epitafio del corrosivo e insobornable autor de A Modest Proposal: “Aquí yace Jonathan Swift, en un lugar donde la ardiente indignación no puede ya lacerar su corazón. Ve, viajero, e intenta imitar a un hombre que fue un irreductible defensor de la libertad”.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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