Alfredo Pérez Muñoz (1963-2022)
Alfredo Pérez Muñoz (1963-2022)

Un breve texto de Alfredo Pérez Muñoz (1963-2022) describe una mancha en el fondo de un vaso –“más bien el espacio dejado por las sales de magnesio en el cristal”–, algo parecido a un hombre inclinado sobre una orilla: “lo cierto es que ese tipo podría ser yo, parado en la orilla del mundo, mirando un arbusto metafísico”.

Al escritor le gustaban esas imágenes polimórficas, esos motivos que avanzan como ramificaciones entre diversos textos. Por algo el libro donde leemos ese texto se llama Rizoma (Editorial Primigenios, 2022). Y, como en una extraña bifurcación de la figura o de su sentido, Pérez Muñoz se movía a través de su escritura, mutando de mancha a letra de fuego y apareciendo por medio de la desaparición.

Cuando murió de repente en octubre de 2022, habían sido publicados poco antes en Miami la colección de piezas breves Rizoma y el poemario El libro perdido de Jorge (Editorial Dos Islas, 2022). Al parecer, el escritor no llegó a tener ningún ejemplar de ellos en su mano.

Nacido en La Habana en 1963, Alfredo se había ido a vivir cuando niño con su familia a Manzanillo, frente al golfo de Guacanayabo. Allí, en la que ya para entonces había dejado de ser la influyente ciudad de otrora, empezó a escribir, se sumó al grupo literario Da Capo y publicó los primeros de los pocos textos suyos que aparecieron en Cuba, un país que ya tampoco era la sombra de lo que fuera antaño.

Las editoriales no aceptaban los libros de este “raro” y “apático” que se alejaba del mundillo literario local, y que rechazaba pertenecer a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), aunque eso significara casi su inexistencia como creador.

Le apasionaban las artes visuales, además de las letras, y los mundos híbridos de inmediatez y extrañeza. En medio de la realidad cada día más decrépita de su país y su ciudad, Pérez Muñoz vivió una existencia difícil que él aliviaba bebiendo lo que podía. Era sereno de algo tan imposible como un Joven Club de Computación cuando sufrió un fatal accidente cerebrovascular agravado por otras complicaciones de salud y por las penurias que enfrentaba.

Bro, yo en la escribidera, que esto da pa mucho cartucho…

Así le decía a un amigo, en medio de la epidemia de coronavirus, poco antes de morir. La escribidera era su mejor manera de asumir la realidad. De alcanzarla. En su escritura hay una gran permeabilidad entre la realidad y la ficción, quizás porque le parecían dos formas de nombrar algo que no conocemos.

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En los dos títulos publicados en Miami, Pérez Muñoz completa con sobriedad y rotundez una imagen de su visión y de sí mismo como hombre y como artista. Porque el humilde Alfredo era un exuberante artista de la imagen verbal, aunque huyera de todo manierismo.

Su fecunda concisión queda demostrada, muy en sintonía con la sensibilidad de sus poemas, en las miniaturas de Rizoma, que abre con la definición de Deleuze y Guattari del conocido concepto que utiliza esa forma botánica como modelo descriptivo. Le sigue una atinada cita del poeta Ángel Escobar: “Escribí en medio del vocerío. / Acaso contribuí a incrementarlo”.

Aquí el prosista mezcla sin delirio la fábula fantástica con la viñeta intimista, la elucubración científica y tecnológica con la prosa poética y la prospección metafísica, y lo hace con paso leve, sin machacar con sus obsesiones, pero sin ahorrar vértigo en sus cacerías.

Las páginas del libro nos llevan por el absurdo ordinario y por lo evidente imperceptible, siempre con la inminencia de una puerta que puede abrirse al “otro lado”, que aguarda casi en cada esquina del párrafo.

Y el último texto –que comienza situando al narrador en una “choza y en medio del monte, sentado en un cajón”, y termina afirmando que tiene “la soledad indispensable, la eternidad indispensable”– conecta claramente con el poemario.

En un sitio como este en el que no se espera nada, solo resta asomarse a la noche y mirar las luces en una ciudad vacía de significado

El libro perdido de Jorge, aunque es poesía, utiliza el viejo recurso narrativo del manuscrito encontrado que viene a dar tinte de realidad a una ficción. Y eso no sorprende, porque de cierta manera el poemario dibuja una historia, una especie de crónica fragmentada de la vida ordinaria de un poeta marginal en una sociedad marginal. La humilde épica de una lírica amarga que va dejando tras sí un bardo itinerante.

El cronista de los versos no se detiene. El profeta de los caminos, sin embargo, no convoca aquí a la gente en las plazas ni canta sus relatos de pueblo en pueblo. Pero no se trata de un juglar criollo por las tierras cubanas, y tampoco del típico poeta errante de todas las literaturas.

Ni siquiera aparece como el bardo celebrador de la vida, que le canta a la fugacidad de las cosas mientras bebe, como Li Po o Anacreonte. Sin procurar mostrarse relevante, Jorge, el supuesto autor del manuscrito, resulta un raro ejemplar de poeta, borroso en su propia transparencia, pues se revela a través de todo lo que muestra.

Así puede esconderse mejor justo en lo más profundo de su propia traslucidez. Eso lo vemos de entrada desde el propio título, pues El libro perdido de Jorge no es de Jorge ni está perdido, y el recurso del manuscrito encontrado se convierte aquí en la más diáfana confesión de un poeta que vive entre la gente como un ermitaño que escoge habitar entre aquellos de los que quiere escapar.

Devolviéndome al espacio de líneas cruzadas que desde aquí no pueden verse, regresándome a la expansión de la que nunca debí haber salido.

El poeta nos ahorra tener que descubrir la impronta de Fernando Pessoa abriendo con unas palabras suyas que él mismo pudiera haber escrito: “Yo ni siquiera soy poeta: veo”. Pero, además de ver, el poeta puede, a la manera de Kubla Khan, escuchar voces a lo lejos –aunque “no importa lo que digan las voces, si es que dicen algo”–, a la vez que se pregunta: “¿Esas voces transportarán semillas, como los pájaros?”

Los versos “de Jorge” guardan una última transparencia: tenemos en las manos un libro con los poemas de este trovador secreto, un libro que se había perdido. Es la vieja y desesperada esperanza de que la literatura nos salve.

Jorge no vive “en un bosque profundo” como Ryokan, el poeta y monje zen japonés, sino en lo profundo del bosque humano, cantando en secreto y leyendo en voz alta para hacerse real. Su libro es una especie de lírica heroica en humilde, una épica minimalista del poeta héroe. Pero lo que en verdad canta no es una historia, sino dos.

Abundan en este “manuscrito recuperado” las duplicaciones y dualidades: yo y otros, poeta y mundo, realidad y ficción, autor y obra, agua y ron, escritor y álter ego, Alfredo y Jorge.

El poeta no quiere hablar de su vida personal ni de las circunstancias que lo contienen. No quiere contarnos sobre Alfredo ni sobre Cuba. Pero nos cuenta.

Todo parece demasiado disuelto, demasiado borroso, demasiado yerto. Pero la vida es movimiento y el poeta no se detiene. No quiere formar parte del pasado ni de la muerte y va siempre hacia adelante, aun caminando como el sonámbulo que despierta entre sonámbulos. Y ese despertar es su historia, su doble historia invisible en la transparencia del silencio.

El libro es tan diáfano que podría tratarse al cabo de un verdadero manuscrito que extravió un poeta inexistente. Porque su transparencia termina añadiendo siempre una nueva capa traslúcida y, como el vidrio azogado, se convierte en espejo: espejo contra espejo: “Aquí es el mismo mundo / uno dentro de otro, sin fin”.

Las dualidades se reflejan, el yo en los otros, Alfredo y Jorge, las partes se miran de frente, confluyen en una historia. Cuba y Alfredo son dos caras de una misma secuencia fatal. Ficción lírica y basta realidad en el mismo escenario.

Canta el poeta que no cree en el Dios de las iglesias: “Hoy soy feliz y solo quiero ir al mar. Si Dios existiera sería como el mar”.

No importa mucho morirse. / Lo que importa de verdad es poder salir de este sueño

Alfredo Pérez Muñoz no puede ya contestar a ninguna pregunta, y quien quiera seguir hablando con él debe dialogar con sus textos, que, como todo legado de auténtico creador, no son una respuesta única, sino una interrogación inatrapable, que no deja de transformarse.

Pero él mismo fue una contestación, e incluso una constatación. En medio de la confusión y el caos, viendo el panorama de ruinas y espejismos, en esta tumultuosa desolación, no cabe duda de que el poeta pasó por aquí.

El bardo errante estuvo entre nosotros. Y no importa si se quedó un momento o varios años. Estuvo aquí y ya el polvo no es el mismo. Las manchas y formas casuales que dejan los restos son como cristales de tiempo que tenemos que adivinar para vernos, como se vio él, parados “a la orilla del mundo”.

Entre los muchos textos que dejó Pérez Muñoz, está uno llamado Lápida: “Es un descanso no estar aquí / es un gran descanso no estar en ningún lado / ser (en lo posible) esencia sin conciencia / sin sufrimiento y sin búsquedas”.

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