FOTO Marlon R. White
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Tristeza, frustración, ausencia de horizontes; sin fondo alguno. Si hay algún horizonte es el escape, una huida con desgarramiento porque ningún escape puede hacerse con todo lo necesario; todo escapar es siempre al mismo tiempo un abandono. Un nuevo libro se escribe ahora mismo –aunque no pueda tomar forma antes de que medie en ella la conversión del presente en historia–. Bien podría llamarse el libro de los desgarramientos. Está lleno de muertes en caminos desconocidos, fotos familiares en los basureros, mensajes de WhatsApp que hablan de sentir a la vez la tristeza de la pérdida y la alegría de que al menos para quien se va, habrá una vida mejor.

Del otro lado, el cinismo de la puesta en escena de un país que no existe parece tocar fondo cada vez que, sin pudor alguno, funcionarios públicos que encarnan la alienación constitutiva de la clase política enarbolan discursos de esperanza, de mejoramiento, de luchas y supuestas victorias contra las dificultades. La sensación recurrente de que ahora sí han tocado fondo es una ilusión pasajera que se deshace al momento en que aparece la siguiente puesta en escena. Y la sensación de que la caída libre que es la descomposición de un proyecto, de su materialización concreta, de su inexistente apuesta de futuro; la sensación de que ese pozo oscuro y mohoso de malvivir tiene un fondo, se deshace ante cada evidencia de que es posible, perfectamente factible, que quede aún un largo trecho de la sobrevivencia infernal que está siendo el colapso del régimen político cubano.

Por un momento, pareció que había un fondo; un punto –como dijo alguna vez Kafka— después del cual no hay retorno, y que ese punto podía ser alcanzado. Mirando desde allí parecía que el fin del totalitarismo cubano estaba a las puertas, desprovisto ya de cualquier sustento lógico y puesto en evidencia como maquinaria represiva y fabricadora de ficciones. Luego aprendimos que no, que incluso una vez cruzado ese punto, la inercia del poder impuesto, descarnado, puede todavía sobrevivir. No hay retorno de ese punto, pero eso no significa que lo que vendrá después de él emerja de inmediato. La supervivencia del régimen se revela entonces como un epílogo, pero uno que puede extenderse más allá y a pesar de la capacidad no ya para contrarrestarlo, sino incluso para sobrevivirlo.

Proyectos de Estado nación como el cubano suelen, contra todo pronóstico, durar muchísimo tiempo, más del que parecería aguantable según el refrán de que el mal no puede durar cien años porque no hay cuerpo que lo resista. Y hay razones para ello. En su análisis de la durabilidad de lo que denomina regímenes revolucionarios –aquellos que emergieron de luchas violentas ideológicas desde abajo y cuyo establecimiento fue acompañado de movilizaciones masivas en el esfuerzo de transformar las estructuras del orden social existente– Steven Levitsky y Lucan Way encuentran criterios para explicar la larga duración de estos regímenes. El primero es la destrucción de centros de poder independientes, o sea, la eliminación de las organizaciones políticas (y añadiría sociales en general) que pudieran, potencialmente, confrontar al poder en el futuro. El segundo es el establecimiento de partidos fuertes en el poder. Estos suelen funcionar creando lazos cohesionadores e identidades basadas en una distinción radical entre un “nosotros” y un “ellos” enemigos. A tales partidos pertenecen los líderes originarios que han hecho la revolución y que tienen legitimidad y autoridad incuestionable. La tercera razón es la invulnerabilidad a los golpes de Estado. Los golpes de Estado son una de las posibles formas –juntos a las movilizaciones masivas y las deserciones al interior de la cúpula gobernante– en las que los regímenes autoritarios pueden llegar a su fin, pero en estos casos tal posibilidad es escasa puesto que suelen reconstruir el Estado con sus propias fuerzas. A menudo, los protagonistas de la lucha revolucionaria que ha conducido al poder ocupan las posiciones del ejército y las fuerzas represivas. Finalmente, una capacidad coercitiva aumentada permite un control directo de la vida social, reforzado por una lógica de guerra contra el enemigo, que justifica la necesidad de la represión hacia el interior.

En Cuba es posible reconocer los cuatro elementos, aunque algunos de ellos no son ya tan reconocibles; por ejemplo, la desaparición (por razones de biología) del liderazgo inicial de la revolución ha dado paso a una clase política con baja legitimidad. El aparato coercitivo se ha vuelto aún más coercitivo pero, en el proceso, ha perdido cualquier lógica que lo justifique y se ha revelado como ejercicio descarnado de la violencia al servicio de la imposición y la conservación del poder. Las organizaciones existentes antes de lo que fue entonces el triunfo revolucionario fueron efectivamente eliminadas o encapsuladas por contracción en las organizaciones creadas como extensión de la ideología y la dinámica partidaria, pero nuevas organizaciones –siempre de corta vida, bajo asedio y en continua mudanza hacia fuera del territorio nacional– han surgido sistemáticamente.

FOTO Marlon R. White
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Habría que considerar quizás, para el caso de Cuba, que la posibilidad de la élite gobernante de sobrevivir con una baja legitimidad podría ubicarse no solamente en un uso descarnado de la represión, sino también en las múltiples simpatías que décadas de una cuidada política de imagen exterior rinden todavía fruto en la forma de convenios y ayudas que, aunque se presentan como apoyos a Cuba como totalidad, contribuyen fundamentalmente al mantenimiento del aparato represivo y los recursos para la reproducción de las élites.

A ello habría que sumar, sin embargo, el efecto inevitable de la conjunción de todos los factores y el hecho concreto de que las vías que suelen conducir al fin de regímenes autoritarios parecen agotarse una y otra vez, incluido el poco probable escenario de manifestaciones masivas (considérese el 11J para el caso cubano, pero, de manera más dramática, el de las protestas masivas en Bielorrusia en 2020). La durabilidad de este tipo de regímenes es también posible por el cultivo sistemático de un grupo de ideas que giran en torno a la imposibilidad de transformar, erosionar o derribar el régimen instaurado. Que tal idea es –o era– parte del “sentido común” cubano, está expresado en frases de uso común en las que el régimen político es comparado con un corcho que flota inevitablemente y que, por su propia naturaleza, no podría hundirse nunca, o en las que afirman claramente que “esto no lo tumba nadie”. Ese sentido común, con mucho de común pero con poco de sentido, como no sea el que la inercia y la repetición incesante del mismo escenario produce como efecto inevitable, ha ido erosionándose sistemáticamente. Por un breve momento dejó de servir para explicar el futuro; el futuro dejó de ser el territorio de la eternización de un estado de cosas para volverse un espacio lleno de posibilidades todavía por construir. Se puede enfatizar, por supuesto, que la retracción impuesta que siguió a un 11J y el período de empuje de la sociedad civil sobre el régimen, es únicamente una demostración de que el sentido común que habla de la indestructibilidad, la flotación eterna y la desesperanzada aceptación de la desidia, era perfectamente razonable y, valga el rejuego de palabras, tenía razón.

Pero se puede también enfatizar que, puesto que ocurrió, es la demostración de que no hay nada de sentido en la aceptación de la imposibilidad. La continuidad de la resistencia, a pesar del desgaste y los dolores del destierro, del desánimo, del exilio, del éxodo masivo, de la vida cotidiana cada vez más dura, demuestran que continuar insistiendo en que es posible ver la luz al fondo del pozo sin fondo, es tan razonable como lo contrario. Es, en cualquier caso, una decisión a despecho de la imposición del desaliento porque su necesidad imperiosa la vuelve suficiente. Y toda transformación es siempre una que se hace empujando, deliberadamente, los muros de las inercias y las imposibilidades; es siempre un proceso contra la entropía, la única fuerza que tiene garantía de funcionamiento a menos que haya alguna otra en juego. Ahí están las denuncias sistemáticas a los atropellos de las fuerzas represivas, la exigencia de libertad para los presos políticos, el reclamo del derecho a regresar, la campaña que llama a no votar en las próximas elecciones e, incluso, la insistencia en vivir fuera de las imposiciones ideológicas y encontrar fuerza y belleza en el crecimiento espiritual en condiciones materiales en extremo depauperadas.

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Luchar contra la entropía implica también derribar aún otra barrera; una idea incisiva que no se podría asegurar que dé cuenta de la durabilidad de todos los regímenes que, construidos sobre la violencia revolucionaria, se han transformado en Estados militarizados, pero que continúa funcionando en Cuba al menos para un sector de la población; ese que, envejecido, tiene que encontrar la manera de sobrevivir frente al abandono gubernamental y la añoranza de la familia que se marcha. Es probablemente la barrera final, porque sobrevive aun cuando la realidad misma no ofrece ningún indicio que la haga justificable o soportable; la idea de que, no importa cuán mal estemos, en otro lugar siempre ha de ser peor. En otros tiempos, esa idea era presentada de manera positiva. Cuba era el mejor país del mundo –según la propaganda del régimen– al punto de que, en son de broma, pero tributando sin dudas a la exagerada imagen del ego nacional sobre sí mismo, las prostitutas cubanas eran las más cultas del mundo –siempre según Fidel.

Luego de décadas de deterioro acumulado, tal idea (en su forma positiva) no puede ser sostenida, pero siempre es posible acudir a su reedición negativa: todo lo demás está peor. La consigna oculta en el triunfalismo de la narrativa gubernamental es realmente que otro mundo peor es posible y, por tanto, es necesario insistir en salvar este que tenemos y soportar lo que sea por tal de salvarlo, aunque ya no haya en él ni comida ni esperanza ni horizonte alguno. ¿Cuán peor puede ser? es realmente una pregunta que podría servir para hacer especulaciones existenciales, perfectamente irresolubles y descartables, como la pregunta por el fondo del pozo que no tiene fondo. Pero es una que la experiencia cotidiana responde sin necesidad de forzar demasiado las neuronas, y el corazón, de paso. Lo único peor que estar lo peor posible, es fundamentar la inmovilidad y la inercia en la suposición de que alguien, algo, en algún lugar, está todavía peor. Esa suposición indemostrable es probablemente la herencia más dramática de la narrativa de la durabilidad, que ha sido construida como el correlato imprescindible de las herramientas de conservación del poder de los tiranos. También esa idea será barrida (lo está siendo ya) y, cuando lo sea completamente, será posible no solo imaginar que un mundo realmente mejor es posible, sino que es posible construirlo sobre las ruinas de la catástrofe en el sitio mismo de la catástrofe, sin necesidad de que la alternativa sea salir a buscarlo entre el mar y la selva.

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3 comentarios

  1. Hilda del Carmen es una intelectual cubana que aprecio.
    Tiene la capacidad de expresar lo que muchos cubanos tenemos dentro. Lo que ocurre con todos los eruditos intelectuales cubanos es que no proponen nunca la vía no dolorosa para derrocar un régimen como el castrista. Es una exposición de motivos y lectura no oficial de la realidad cubana que el comunismo internacional intenta y logra asiduamente a tal punto de que hasta los emigrados nos encontramos con la dificultad de expresarlo ante la fanaticada socialista.
    Siempre estos escritos serios nos cuentan y explican lo que sabemos pero siempre nos dejan acongojados al constatar una vez mas que no tenemos esperanzas de que antes de irnos de este mundo hayamos podido sentir la satisfacción de la solidaridad por nuestra tragedia cubana y la desesperación de habernos sentido toda una puta vida repudiado por tus compatriotas habiendo vivido la misma mierda todos juntos.
    Gracias por permitirnos intervenir

  2. Quise decir blanquear, el comunismo internacional intenta y consigue blanquear la realidad cubana a tal punto que muchos emigrados cubanos somos etiquetados en nuestros países de residencia como unos simples «contrarevolucionarios».
    Fuera de Cuba es una epopeya poder explicar lo que Hilda nos expone en su libro y nos cuestan tanto porque nos duele mucho tanta incomprensión

  3. Ahora en España estamos expuestos a tal punto de que lo que frustró Franco con su alzamiento al final parece ser que lo conseguirán pronto por la traición del presidente y el apoyo de los separatistas

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