Cartel de 'The Big Knife', Robert Aldrich dir.‚ 1955
Cartel de 'The Big Knife', Robert Aldrich dir.‚ 1955

Cuando la rubia Dixie Evans (Shelley Winters) le dice a Charles Castle‚ Charlie (Jack Palance‚ que prefiere ver a un monstruo que a un productor de Hollywood‚ se resume la esencia de la trama y del personaje principal de una película como The Big Knife (Robert Aldrich‚ 1955). ¿Qué poder ejercían en esos años los productores en la industria de cine estadounidense? Considerando que eran los mediadores y decisores más atendibles luego de una compañía cinematográfica‚ no era raro entender por qué la figura del director era alguien‚ por lo común‚ sustituible. Se acabará acaso de comprender por qué a veces se entrega un Óscar a mejor película y otro a mejor director. Ahora‚ ¿cómo el también cineasta de ApacheVera CruzKiss Me Deadly… se atrevió a exponer a una figura de la importancia del productor en el mismo corazón de Hollywood? El texto The Big Knife (1949)‚ de Clifford Odets‚ resultaba muy tentador y agudo.

Se consentirá que‚ en cuestiones de críticas y autocríticas‚ ya todo era casi posible para 1955‚ pues Billy Wilder había retratado el lado más oscuro del cine norteamericano en Sunset Boulevard (1950). Aquí‚ mientras un escritor de poca monta (William Holden) quiere entrar a la industria‚ la actriz Norma Desmond (Gloria Swanson)‚ cuya época de esplendor ha pasado‚ cree estar pendiente por una forma de realización que en rigor la descarta. La obra maestra de Wilder es una suma inteligente de tensas estéticas (ambientes interiores versus exteriores‚ juventud/vejez) y de pares contrapuestos (cine mudo/cine sonoro/‚ vida/muerte…)‚ que se resaltan por los cruzamientos genéricos (cine negro‚ la comedia‚ el melodrama‚ el cine de terror y hasta incorpora elementos del gótico) para consumar uno de los mejores dramas psicológicos sobre el cine.

El inicio de The Big Knife recuerda mucho a la obra de Wilder. Sin embargo‚ es más explícita (y no por ello mejor) que Sunset Boulevard en cuanto quiere centrarse: el fenómeno Charles Castle. La posición económica y profesional del personaje interesará enseguida al espectador. No obstante‚ por guion‚ entradas y alusiones al personaje‚ quien lleva el peso directo e indirecto en verdad es el productor. The Big Knife muestra ya a una estrella de cine‚ pero lo que le concierne a su trama es insistir en cómo se manipula a aquella para los intereses del entretenimiento‚ incluso extracinematográfico‚ caso de la manufactura de la noticia y el control impasible. Como con la presencia en Sunset Boulevard de Hedda Hopper –quien aparece en un cameo compartido entre otros con Buster Keaton–‚ la película de Aldrich exterioriza el ansia de información de Patty Benedict (Ilka Chase)‚ periodista de chismes de personalidades cinematográficas. Más tarde‚ cabe esperarse asistir a la decadencia de la celebridad. Una decadencia propiciada por la autoridad del productor.

Es harto interesante‚ en cuanto a visualidad‚ que The Big Knife aspira a ser más que una película donde aparecen obras de arte. Hacia los inicios‚ en que el espectador trata de adentrarse en la psicología de Castle‚ se tantea hasta conseguir muy pronto una analogía entre las auténticas aspiraciones de Castle –cómo tiene que reprimirse– y un retrato de Rouault colgado en su sala. Ya la periodista había reparado en la pintura fauvista. Él le confiesa que no logra distinguir a un pintor de otro‚ que la indiscutible conocedora del arte pictórico es su esposa Marion (Ida Lupino). Pero no es del todo así. Sucede que Castle no quiere ser recordado como un personaje tan excéntrico.

Patty es consciente de que él sabe más de lo que dice. Marion‚ que estaba arriba en una habitación‚ baja las escaleras e increpa a la periodista hasta quedar a solas con Castle. El ambiente es tenso. Su matrimonio es la comidilla de la prensa amarillista. En un momento‚ el personaje más inquieto de esta historia‚ es tomado de espalda; el encuadre privilegia hacia el lateral derecho –como si pudiera entrar en la conversación– la obra de Rouault. Entonces Castle confiesa que puede llegar a comprender al artista. Alude a las cualidades del cuadro y le dice a Marion: “Desde hace algunos días‚ paso tiempo mirándolo. A veces‚ cuando estoy solo‚ me siento como un payaso esperando a entrar en escena”. Para resumir cuanto hay de familiar entre él y el clown sin nariz roja pintado por Rouault‚ presupone: “Actúo aquí y allá‚ deleitando a mi público. Pero él ya lo hizo millones de veces. Ya no quiere decir nada. ¿Demasiado fortissimo”. La línea dura y‚ casi siempre grotesca de Rouault‚ se amolda a la aflicción de un actor que está decepcionado por cómo la principal industria de entretenimiento –representada por el productor Stanley– pretende y de hecho dispone de una vida pública en vista de respaldarla como estrella de la pantalla grande. Castle quiere abandonar Hollywood.

Con posterioridad‚ cuando recibe la visita de Stanley (Rod Steiger) y su mano derecha (Wendell Corey)‚ el payaso pintado por el expresionista Rouault vuelve a ser objeto de consideración en el encuadre. Con ello se remarca el conflicto de la personalidad de Castle. A Aldrich se le enciende la chispa del paralelismo suplente: el productor ha caminado hasta situarse ante el cuadro y mira a Castle. Luego‚ el afligido actor que no quiere firmar más contratos‚ parece que levanta la vista para reparar en Stanley‚ pero su mirada es para la figura del payaso‚ prolongación de su yo interior. El productor‚ detallando una anécdota‚ se sitúa entre Castle y su reflejo. Mira ligeramente el retrato. Se diría que lo ningunea o simula hacerlo‚ pues a quien menosprecia en verdad es a la persona de Castle. Él es para Stanley otro títere de Hollywood. Pero uno de los valiosos. Se pone las gafas oscuras y entre el Rouault y su representación física afirma: “Charles‚ te exijo un poco de realismo. Necesito tu presencia física en el estudio. Necesito tu cuerpo‚ no tu simpatía”. En un instante muy significativo‚ la composición registra una vista “de lado”‚ en que el ángulo visual privilegia la imagen artística que mira a Stanley y este‚ a su vez‚ mira al actor agachado que firma el contrato. Es una completa línea descendente hasta la penosa postura de Castle.

Razón tiene Carlos Losilla al reconocer una generalidad en el cine de Aldrich de los años cincuenta‚ presente por supuesto en The Big Knife ‚ la cual “intensifica la rarefacción del punto de vista obstaculizando la propia visión del espectador, es decir, obligándole a forzar su actividad perceptiva ante la multiforme densidad del objeto que sitúa ante sus ojos”.[1]

El ídolo de espectadores tiene que volver a la escena. El cineasta no necesita exponerlo en un set de filmación como a Norma Desmond. Ya su personaje tiene bastante con simular que está a gusto en la fábrica de sueños. Pero‚ fingir para el cine, y también en su vida privada‚ representa demasiada exigencia incluso para alguien exitoso. Hollywood suele devorar a muchos triunfadores. Se sabe lo que les reserva a inadaptados o incomprendidos como la mediocre y alcohólica Dixie Evans. El destino de Castle empieza a preocupar: consciente‚ vive una invención. La detesta y su existencia es un caos impuesto. Se parece más al payaso del artista parisino. A propósito‚ Alfonso Reyes acotaría: “Cuando el hombre se acerca a su retrato‚ […] tiene que operarse bruscamente una condensación pareja‚ con vistas a la posteridad. En cierto modo‚ el retrato es un peligro de muerte”.[2]

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Hacia el segundo y último encontronazo con Stanley‚ en que Castle decide no trabajar más para él‚ Aldrich determina‚ con toda intención‚ cerrar el encuadre para que esté ausente el reflejo pictórico del actor. Castle toma las riendas‚ decide dejar de ser un fenómeno del entretenimiento. A riesgo de perder sus comodidades‚ aspira a vivir según sus verdaderos deseos. Es prescindible ya la pintura. Repárese sino en la sutileza del final. Frente a la salida extrema del personaje que más hemos visto en pantalla‚ Marion llama a Charlie. Adolorida‚ vuelve a mirar el cuadro. Solo es otra obra de arte. El Rouault perdió el sentido de aproximación. No puede reflejar a Charles Castle.


Notas:

[1] Carlos Losilla: La invención de Hollywood o cómo olvidarse de una vez por todas del cine clásico, Paidós, Barcelona, 2002, p. 203.

[2] Alfonso Reyes: Junta de sombras. Estudios helénicos‚ Fondo de Cultura Económica‚ México‚ 2009‚ p.216.

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