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Fotograma de 'La tierra de la ballena', Armando Capó dir., 2024

Con La tierra de la ballena (2024), Armando Capó hizo, al fin, la película que no pudo filmar antes: una elegía a Gibara, el pueblo donde creció y al que debe lo que es, pero que hace tiempo perdió su encanto de antaño.

Agosto (2019), su primer largo de ficción, ya iba a ser ese homenaje, y El regresado (su segundo largo de ficción, todavía en posproducción) lo será, aunque en otro sentido. Entre todos, confirman que el realizador no hace más que recrear una y otra vez la misma historia, rizar el rizo en torno a una obsesión que es entender cuál es su origen.

En diciembre de 2020 pareció llegar el momento esperado. Con la pandemia al alza, Capó y su productora y pareja, Rosa María Rodríguez (GatoRosaFilms), se marcharon de La Habana al pueblo del norte de Holguín con la idea de dedicar un documental a tres maestros que definieron los rumbos que tomó la biografía de Capó. No hablo de maestros de escuela, sino de sujetos que, habiendo alcanzado un grado de maestría en su disciplina, ejercieron sobre el futuro cineasta la impresión del antiguo mentor de taller renacentista.

Capó se considera discípulo de Lemus Nicolau, el culto promotor cultural de la Gibara de tiempos ilustres; Luis Catalá Maldonado, pintor que todavía enseña su modo de mirar y de representar en acuarelas a Gibara, quien a su manera impide que esa tradición local muera; y Antonio Ortega Piferrer (Tony), un taxidermista cuya marca sobresaliente está en el Museo de Historia Natural del pueblo.

El relato de La tierra de la ballena atraviesa a estos sujetos, y desde ellos, cobra cuerpo lo que vendrá a ser la metáfora de fondo del filme: la maestría en los tres es apenas un dato, pues lo verdaderamente ejemplar en ellos es la eticidad con que se entregan a su obra y la devoción que a través de su vida manifiestan por un poblado cuyas virtudes identitarias se han ido diluyendo con los huracanes y éxodos. De esa eticidad habla Capó, al cabo, en la que es por el momento su película más poderosa.

Desde que te conozco, sé que quieres poner a Gibara en tus películas. Hay un amor más allá de lo racional en ti por tu pueblo natal, sus historias y personajes. Agosto fue un primer intento que no salió bien, sobre todo porque no pudiste filmar allí. ¿Cuánto de obstinación y cuánto de verdadera sustancia de posibilidades para la representación fílmica cabe en ese deseo tuyo?

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En Agosto no pude grabar en Gibara. Creo que Gibara le habría dado una fuerza a la película y una cercanía que tal vez no tiene. Pero la película es lo que yo era en esa época, con sus virtudes y defectos. Ahora, uno crea de lo que sabe. En Gibara tengo una investigación de por vida. En principio, porque es el lugar donde crecí. Pero, aparte, llevo tiempo recolectando imágenes, buscando material de archivo diverso y leyendo libros de la historia del pueblo. Conozco a las personas que dentro de Gibara me pueden alcanzar las llaves de cualquier lugar. No tengo que presentarme, porque más que a mí, conocen a mi familia, a mis amigos, a mi padre o a mi abuela. Y Gibara tiene miles de posibilidades como set: tiene mar, edificios antiguos, cuevas, malecón, casas de madera. Puedo contar con la colaboración de todos. Si hay que pedir silencio, no es a alguien abstracto, siempre es a alguien conocido. Incluso las autoridades comprenden lo que es un rodaje, debido al Festival de Cine Pobre y a otras películas que se han grabado ahí.

Es una ventaja que no tienes en La Habana, la de ser un regresado en tu pueblo. Para bien o para mal. El hijo pródigo. Si tú pones todo eso en una balanza, te das cuenta de que tengo muchas ventajas al grabar en Gibara. Volver me hace fuerte, es el mismo principio de la tierra dentro del féretro de Drácula.

gibara ballen | Rialta
Fotograma de ‘La tierra de la ballena’, Armando Capó dir., 2024

Desde el inicio del filme, queda claro que la sensación de fragilidad y finitud de la vida que nos hizo saborear la pandemia está detrás de todo. ¿Te lanzaste a hacer esta película espoleado por esa sensación de urgencia?

A mí la pandemia me atrapó en la EICTV [Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños], y éramos como los sobrevivientes. Nos quedamos encerrados un rato largo. Luego tocó marcharse a La Habana, y simplemente aguantar para que pasara el tiempo. En todo ese lapso no me dejaron moverme. No pude ir a ver a mi familia en Holguín. Pasó la primera ola y un día empezó a bajar la cantidad de enfermos; fue una cuestión coyuntural, porque luego volvió con más fuerza. Así que del ICAIC [Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos] me dicen que en enero cambiarán la moneda y tienen un fondo para apoyar algunos documentales en la Oficina de Creación.

Entonces pensé en lo que me gustaría hacer y me di cuenta de que tenía deseos de ver a mi familia y a los amigos del pueblo. Hice el proyecto en dos días, de memoria, sin saber si estos personajes que conocía de siempre me dejarían entrar a sus vidas para grabar. Me dieron el presupuesto en noviembre y la moneda se cambiaba en enero. Así que nos fuimos a grabar antes que el dinero se hiciera agua.

En Gibara nadie usaba tapabocas. Había muy poca percepción de la COVID. Usamos y exigimos protección para cuidar a mis personajes. Por ejemplo, Lemus llevaba dos años sin salir de su casa. Cuando lo llevamos a tocar el piano, estaba excitado y feliz como un niño. Y también hacía más de diez años que no entraba en el museo que él fundó. Cuando acabamos de grabar, volvieron a aparecer los casos; fue un breve periodo de calma y luego volvió la pandemia con más fuerza. En Gibara volvió a haber enfermos y hubo una segunda y tercera y varias olas más. Yo llamaba y mi padre me contaba de los que habían muerto. Y eran realmente muchos: los padres de mis amigos; los conocidos; gente que saludé o traté mientras grababa…

Creo que eso se acentúa en la edición. Yo no estaba consciente de la urgencia. Solo sabía que necesitaba pintar con Catalá, caminar con Tony, volver a mi infancia. La metáfora de la ballena siempre estuvo en el proyecto. Luego me enteré de la muerte de Lemus, y la película volvió a cambiar. Unos meses después murió Pepi, su esposa, y esa presencia de la muerte se hizo más poderosa. Ya en la posproducción de color fue Frank quien nos abandonó, que es el espeleólogo que nos lleva a la cueva, y después también nos ayudó cuando grabamos El regresado en Gibara.

¿Qué va a quedar de la obra de mis personajes cuando ya nadie los recuerde? La película siempre fue también ese deseo de inmortalizarlos y darle una especie de continuidad a lo que ellos crearon. El gesto de escribir en las paredes de la cueva y que perdure es lo que hace el documental con ellos. Sin embargo, la película se parece a los tiempos en que se grabó, y más aún a los tiempos en que fue editada. La primera versión del off mío, caminando en el muro del malecón (porque son mis pies en un archivo grabado en 2011), decía: “En esta tierra aún vive mi padre”. El off definitivo dice: “En esta tierra ya no vive mi padre”. Cuando terminé de editarla, ya se había marchado a otro país, así que lo único que me ata a Gibara son prácticamente los recuerdos y parientes lejanos.

En ese tiempo pasó también el 11 de julio y entendí que no tendríamos espacio en el futuro de nuestro país, que nada cambiaría para bien. Perdí a mi hijo y el documental me ayudó a dar forma al dolor, a exteriorizar sentimientos y tal vez vislumbrar un posible camino. Siempre las películas terminan siendo un exorcismo.

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Fotograma de ‘La tierra de la ballena’, Armando Capó dir., 2024

¿Cómo construiste La tierra de la ballena? Supongo que fuiste armando el relato de cada uno de tus personajes por separado, para luego ensamblarlos en el montaje. Pero intuyo que, a través de ellos, decidiste que el eje vertebrador eras tú mismo, tu propia historia.

Me fui a grabar con intuiciones. Claro, había escrito muchas de las secuencias que se grabarían: Lemus tocaba el piano, yo quería un dron; había guardado una gran cantidad del material de archivo; estaba la secuencia de pintar con Catalá, y muchas otras, porque uno llega, o trata de llegar, con la tarea hecha.

Desde La certeza (2012) me quedó una inconformidad con la forma. Me explico: todo lo formal para mí tiene que ser el camino para llegar a un lugar determinado, no el objetivo en sí. Por mi formación de documentalista, veo las películas documentales y me doy cuenta de cómo ha sido el rodaje y qué ha sucedido para llegar a este resultado. Así que la primera obstrucción que me puse fue: no forzar la realidad buscando una estética. Si hay que hablar, se habla; si la cámara se mueve, lo hace; si el sonidista quiere hablar o el personaje le pregunta, sucede… Y por ahí. Nada de cámara fija ni de esconder al director. Luego sucede que los personajes te marcan también su estética: la parte de Lemus es como estar en un documental de observación; Catalá solo está cómodo cuando dialoga conmigo y hablamos de pintura o pintamos; y Tony está al principio muy callado, sin embargo, poco a poco fue ganando en confianza y aceptando el reto, incluso entendiendo el valor de la ballena como metáfora. Entonces esto marcó el rodaje. Además de que Rosa y Denise Guerra, la fotógrafa, en algún momento me dijeron que tenía que crecer yo como personaje, y entonces están esos planos en el malecón y en la cueva. Era esa intuición de que la película se estaba trasformando y me tocaba estar a la altura de mis personajes.

Cuando el montajista Emmanuel Peña vio el material, lo primero que me dijo fue que eso llevaba voz en off. Pero yo me resistí y tomé el camino más largo. Primero hice que Emmanuel armara la historia de cada uno de ellos. Luego, terco al fin, coloqué intertítulos, pero era muy frío. En principio, era lo que debía decir, pero no tenía alma, no era justo con los personajes que habían sido tan generosos. El tiempo ayudó, la película fue cambiando. Tuvo pausas, volvimos cuando fue necesario. Y nos apartamos. También fue así porque teníamos dinero para un corto, que luego se devaluó, y entonces la única manera era tener un corte que nos permitiera financiar el resto de la posproducción. En este sentido, ganar el Fondo Noruego para el Cine Cubano nos dio esa tranquilidad, y que entrara Disruptiva Films y Omar Lara desde México, como coproductores. La primera vez que pusimos voz en off, ya era la película. Luego fueron entrando las animaciones con Ramiro Zardoya, y los visionajes con gente querida: José Ángel Esteban, Pablo Arellano, Kiki Álvarez, Mariale Briganti, Oriol Estrada, Lisandra López Fabé y Emiliano Mazza, hasta darnos cuenta de que todo encajaba y esa era la película que se había develado ante nuestros ojos.

¿Por qué no delegaste la función de la voz en off? ¿Por qué no elegir una voz entrenada, profesional, para esa primera persona del narrador?

Es una película personal. Hay que mojarse, ser parte, no puedes pedir a tus personajes lo que no puedes hacer. La voz puede no ser perfecta, pero es parte del proceso y de la sinceridad que necesita la película. Se trata de tocar la obra con la mano, al igual que de pintarla o ser también un personaje.

¿De dónde surgió la idea de introducir la animación en tu documental? ¿Con qué propósito expresivo administraste su utilización?

Cuando la película empezó a crecer y a tomar su vida propia, había soluciones formales que no me entusiasmaban. No me parecían naturales. Por ejemplo, a pesar de mi deseo de capturar la luz del pueblo y los maravillosos planos que tenía, no era suficiente, y es que la luz es subjetiva. Era la luz que yo veía y no la que capturaba la cámara. Primero, mis acuarelas salieron como referencia de color, porque era la mejor manera de explicar cómo yo veía la luz. Y luego me di cuenta de que volvía una y otra vez a grabar o a pintar el mismo lugar.

Un día pensé o vi en una ensoñación que era mejor unirlos. Que solo así podían tener un sentido. Le conté a Rosa y me llevó a ver a Ivette Ávila, y ella me presentó a Ramiro Zardoya, de una sensibilidad increíble y grandes recursos como animador y creador. Ramiro era también pintor y dibujante, y se compró el problema. Digo se compró, porque él le puso un empeño muy particular y las soluciones son suyas. Además, le tocó soportarme. Soy muy metido en el color y la composición visual, al punto de percibir cosas que podrían ser menores, pero en mi obsesión como pintor, no me dejaban dormir. En el plano donde pintamos Catalá y yo, la solución de la composición es suya, pero yo pedía un amarillo limón ligado con verde esmeralda que no tuviera nada de cálido, o un verde con matiz de naranja en las hojas, o que si la luz es naranja entonces la sombra tira al azul… Al final él simplemente me dio el tablero y me enseñó cómo hacerlo. Luego movió las hojas que pinté, acomodó las capas y las hizo funcionar. Las olas del final fue todo un tema. Ya sabíamos que tenía que hacerlas yo, porque no podía ser el final y dejar en otras manos eso. Había que mojarse. Así que el mismo Ramiro me mandó a pintarlas y que se las llevara, y él las movía. Los dibujos son de Ramiro, al igual que la solución del rotoscopiado. Pinté 23 acuarelas del mar simulando el movimiento de las olas y lo disfruté mucho. Ahora sí tenía un final que era mi película.

Entonces, como la voz en off, la animación es también parte del proceso de hacerme dueño del material y de la película. Son momentos oníricos que rompen la realidad y que cada vez se apropian más de ella. Es mi relación con el material. Cuando le explicaba a Ramiro cómo entraban las animaciones, quise buscar referencias y volví ver Visages, villages, de Agnès Varda y JR, y me di cuenta de que eran películas muy parecidas. Pero el grafitero en este caso era yo, con la ventaja de tener la cámara y el punto de vista.

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Fotograma de ‘La tierra de la ballena’, Armando Capó dir., 2024

Lo mismo sucede con el sonido: ¿por qué esa persistencia en una sonoridad ambiental, casi de paraje espectral, que refuerza la música original de Rafael de Jesús Ramírez?

Ese fue un pedido mío muy especial. Me alegro de que se sienta así, porque significa que Irina Carballosa, nuestra diseñadora de sonido, logró traducirme (me cuesta trabajo explicarme con el sonido). Ella me preguntaba cómo sonaba Gibara, y para mí no sonaba a nada en especial que no fuera el mar. O tal vez era tan normal para mí ese sonido, no tenía nada de particular. Solo el mar, y a veces, como en un western, donde el viento mueve las zarzas. Fíjate que en los planos del pueblo no hay casi personas, o son individuos muy mayores.

Irina logró que esa banda sonora fuera sutil, que rompiera la realidad sin que se sintiera de manera forzada. Nada suena fuera de lugar. La tierra de la ballena le debe mucho a Irina y su preocupación por los detalles. Luego, la música pasa por Rafael Ramírez, que es un poeta. Le mandé la película para que la viera y me hizo unas devoluciones hermosas. Se acordaba de que había ido con un primo que estudió pintura conmigo a Gibara, y me había conocido, y que yo los había llevado a conocer a Catalá. Él llevaba una cámara de fotos y estaba de pase del Servicio Militar, y yo andaba sin pulóver, en short y en chancletas por el pueblo. Rafa había compuesto la música de Nara, un corto de Rosa María muy oscuro. Conocía el pueblo, a mis personajes, y la música nació con él de manera natural. Así que simplemente ha sido permitir crecer a todos los elementos de la película. Por eso tienen vida, la animación, el sonido, la edición, el color, la fotografía de Denise Guerra, que me retrató en mi pueblo, con mis personajes, como si yo fuera un personaje más. La intuición de Rosa y mis acuarelas.

¿Asumes esta película como parte de la pulsión autobiográfica que tiene tu obra en general?

Totalmente. Incluso, creo que primero va El regresado y luego La tierra de la ballena. Pero las ficciones tardan demasiado, así que el documental terminó arrastrando mis acontecimientos más recientes.

En ese sentido, ¿qué función juega la inevitabilidad de envejecer, de saberse extraño al lugar de dónde vienes, porque ya no es como lo conociste, en la creación de esta película?

Pues no estoy seguro. Creo que esas preguntas uno se las hace cuando tiene un recorrido de vida y el futuro es más corto y más urgente, porque no nos queda tiempo. Ahora me siento en esa edad. Ya el lugar que conocimos no existe, solo es posible a través de nosotros, y el documental trata de ser una extensión de la memoria de ellos y de la mía. La cultura es la memoria acumulada. En la medida en que hemos logrado como civilización acumular y tener disponible ese saber, hemos dado saltos tecnológicos. El internet es precisamente eso: una gran acumulación de información que puede estar disponible a una velocidad que no imaginamos. Y este paso deja fuera también el aprendizaje del arte como un sistema maestro-alumno convencional. Por tutoriales de YouTube podemos aprender cualquier cosa, desde cómo hacer una bomba artesanal hasta cómo presentar una tesis. Por eso me aferro a tocar la película con las manos, porque es también una prolongación del gesto artesanal de pintar, hacer una ballena o tocar el piano. Con Catalá hablaba de que él tenía ya la necesidad de dejar su obra a quien pueda cuidarla. En el Museo de Gibara no hay una sola acuarela suya; en el pueblo no queda un óleo. Si uno ha pasado una vida intentando dejar un legado, entonces qué sucede cuando tu tiempo se va acabando y ves que todo se va destruyendo o perdiendo inevitablemente. Igual que el país. Yo no quiero que me pase eso. O si me va a pasar, que no sea por repetir el mismo esquema que estoy sintiendo ya agotado.

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Fotograma de ‘La tierra de la ballena’, Armando Capó dir., 2024

Y dado que esta es tu película más personal, ¿cómo te gustaría a ti que fuera recordada Gibara? ¿Qué crees que debería preservarse por encima de todo lo demás?

No he pensado en eso de manera sistemática. Incluso, ni tan siquiera he tomado conciencia de la posibilidad de incidir sobre ese tema. Un museo muerto o una Gibara detenida en el tiempo no tienen sentido. Un lugar que no es capaz de responder a las necesidades de quienes lo habitan, no es un lugar vivo, y por tanto está condenado a desaparecer. Eso se escapa de mis manos. Mi padre intentó durante mucho tiempo construir un espacio que fuera el resultado de sus deseos, y a los 63 años le tocó marcharse. Durante una etapa de mi vida pensé que podría coger un avión y estar el fin de semana en mi casa en Gibara, para volver el lunes. Pero no ha sido así. Seguramente mi relación con Gibara será distinta cuando regrese y ya no estén las personas que me importan. Así que lo que más me importa es que sea un lugar mejor para vivir, no una ruina detenida en el tiempo.

Con El regresado, llevas a la ficción otra historia ambientada en Gibara. ¿Cuánto hay de La tierra de la ballena en El regresado, y viceversa?

El regresado guarda un poco el tiempo desde que me gradué hasta que me fui a La Habana. La tierra de la ballena es el regreso que se convierte en una despedida. En algún momento usamos el documental para explorar locaciones para la ficción. Llevamos a la guionista (Laura Conyedo) mientras grabábamos para que conociera el pueblo y escribiera para esos espacios. Entonces los vasos comunicantes son muchos, desde Luis Catalá, el museo, algunos planos, la pintura… A veces se me confunde una cosa con la otra. Ya en mi cabeza no me acuerdo si fue algo que hice para La tierra de la ballena o para El regresado, y con el tiempo será peor y lo haré a propósito. Nicolás Ordoñez, el fotógrafo de El regresado, piensa que La tierra de la ballena debe salir después de la ficción, porque complementa ese mundo. Por ejemplo, quiero soñar con la posibilidad de hacer una adaptación de La Habana para un infante difunto o Tres tristes tigres como una película de atmósferas donde pueda oler el tiempo. O una historia de una mujer muerta, que acompaña a un hombre hasta que este cumple su tributo y hace un templo espiritista donde crece un árbol que dará flores blancas, tan triste como El palacio de las blanquísimas mofetas. Eso se uniría más al universo de La certeza, sería para los personajes de ese documental.

Yo no sé escribir de otra cosa que no sea del lugar que conocí, no tengo imágenes nuevas por hacer. Mis películas siguen volviendo a un mundo que ya no está, o que se me escapa de las manos.

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