El jueves 2 de mayo tuvo su premier global la película Futuro (2024), dirigida por el cubano Ángel Suárez y la española Amanda Cots, único representante que este año tiene el cine de la Isla en el 70° Festival Internacional de Cortometrajes de Oberhausen, Alemania, celebrado entre los días 1 y 6 del presente mes.
Esta coproducción entre Cuba y España fue exhibida en la sala Lichtburg de la ciudad alemana como parte de la competencia de filmes sobre la infancia y la juventud, que agrupa otros 34 títulos de Canadá, Estados Unidos, México, Japón, China, Líbano, Irán, Reino Unido, Francia, Noruega, Bélgica, Hungría, Suecia, Italia, Lituania y Alemania. Tendrá su segundo pase el sábado 4 en el cine Sunset de la misma localidad.
Rodada en La Habana con el apoyo de las empresas Del Monte Producciones, y Les Filles, Futuro se exhibió previamente en la sección “Cuba en corto” del 46° Festival de cortometrajes de Clermont-Ferrand, Francia, durante febrero de este año, y en el mercado Short Corner del Festival de Málaga, España, a inicios del subsiguiente mes de marzo. Pero el evento de Oberhausen se reserva el estreno absoluto ante los públicos globales.
Egresados ambos realizadores de la Escuela Internacional de Cine y TV (EICTV) de San Antonio de los Baños, Cuba, en las especialidades de edición (Suárez) y fotografía (Cots), además de dirigir se encargaron de dichos apartados en la película, y también de la producción, junto a Hanzer González Garriga (Del Monte Producciones), también egresado de la EICTV en dicha especialidad. El diseño sonoro y la mezcla se le acreditan a Marisol Cao, otra creadora formada en la institución.
Futuro es una película protagonizada por seres anfibios que existen en un espacio limítrofe, en que las ruinas de la desesperanza se difuminan entre el oleaje de la esperanza. La imposibilidad insular se alza rígida y astrosa ante el batir perenne de las aguas de todo un océano de posibilidades. Estatismo y movimiento luchan sin cesar, y los seres humanos son carne de cañón sacrificada en esta brega sin final preciso.
Los jóvenes retratados por Cots nadan en el territorio de colisiones y ambivalencias que deviene metafóricamente la costa norte cubana, estribaciones de La Habana en cuyos contrafuertes se quiebran todos los sueños que arriban por la mar a puerto tan inseguro. Son seres en fuga, cuyas efigies parecen a punto de disolverse como recuerdos absurdos bajo el peso de ruinas y agua. Son entes efímeros, anónimos, ninguneados por la guerra titánica que el poder de Cuba libra contra la Historia, que una y otra vez intenta tomar la capital sin el mismo éxito que gozaron las tropas británicas en 1762.
La Habana, y Cuba por extensión, permanecen fidelísimas una vez más, y su ruinosa resiliencia no ofrece otras opciones a los cubanos más allá de empeñarse en realizar un forzoso viaje en el tiempo: desde el presente eternizado en la isla hasta la posibilidad de futuro que yace allende el horizonte. Los que aún no consiguen trascender la fuerza de la gravedad nacional, viven una existencia anfibia, convertidos muchos en puentes frágiles entre ambos territorios. Respirando los aires del presente (imposibilidad) y las aguas del futuro (posibilidad) con más o menos destrezas de supervivientes extremos.
Adrián Riera y Daniel Valdivia, los protagonistas de Futuro, son personajes salvados del anonimato anfibio y sus rostros se materializan de entre la multitud casi indiferenciada de jóvenes que a cada minuto, al borde de la isla, juegan inconscientemente a deslizarse entre las aguas con cierto sabor salado a libertad. El suyo, más allá de las apariencias lúdicas, pudiera entenderse como un iterativo ritual de magia imitativa que busca, a fuerza de constantes abluciones, conseguir que los “pinos nuevos” trasciendan la orilla y surquen el océanos hasta tierras en las que la noción de “futuro” no guarde solo connotaciones sardónicas, trágicas, distópicas, como sucede con varios recientes documentales cubanos independientes. Así, El futuro (Janis Reyes, 2018) es un repaso existencial del sonido y la furia en la isla naufragada y Futuro paraíso (Karel Ducasse, 2021) resulta otra exploración del fracaso y la mentira cotidianos –otra alerta de que al final del túnel no hay luz, ni siquiera final.
Atrás quedan las producciones institucionales cubanas que, desde el optimismo o el oportunismo, apelaban entusiastas al futuro como destino luminoso y realización de la utopía socialista en sus más diversos aspectos: Luz para el futuro (Alberto Palenque, 1962), Hacia el futuro (Jorge Ramón, 1976), Testimonio del futuro (Héctor Veitía, 1976), Los ojos en el futuro (Sergio Núñez, 1984). Todas se amontonan, agotadas, en una esquina polvorienta del pasado, y la mirada contemporánea no puede sino leerlas desde la ironía involuntaria que emanan sus títulos.
En Cuba, el futuro ya solo consiste en la alucinación tras la que se escuda el presente para perpetuarse ad infinitum. También el pasado ha adquirido esta naturaleza instrumental, pues el poder cubano es un statu quo que ha intentado expandirse en todas las direcciones y dimensiones, hasta secuestrar la realidad. Todavía lo hace, aunque sea solo una sombra balbuceante y achacosa de sus primeras épocas.
Adrián y Daniel son dos anfibios que parecen atrapados en el limbo desmantelado que presenta al mar sus costillares. El ciclópeo edificio por cuyas oquedades deambulan es una ruina jurásica que ya pasó el punto de no retorno. Pero aún no alcanza la masa crítica para desplomarse entre las aguas y disolverse en las espumas de la Historia. Los jóvenes sacian su ocio zigzagueando por entre la osamenta de hormigón, sin demorar muchos en zambullirse de nuevo en la frescura constante de la mar aledaña. Sin dilatar mucho las pausas entre los baños ceremoniales.
Sus conversaciones, memorias y sueños se diluyen en el silencio de la ruina cavernosa. Incluso el acto de feliz remembranza de peripecias divertidas deviene ininteligibilidad estéril. Cuando el diálogo entre los personajes se desplaza hacia las perspectivas que ofrece el futuro al otro lado de la mar, el coloquio se clarifica en agudo acto de subrayado extradiegético. Uno de los anfibios protagonistas parece a punto de zafarse de la gran fuerza de atracción de la orilla, para descubrir si el mundo es algo más que los escombros tozudos y necios entre los que ha transcurrido toda su existencia, como aclara en algún momento.
¿Hay vida más allá de la orilla, de la murada desde la que todos saltan en monótono simulacro de escape? ¿Existe el futuro más allá de la gruesa costra de presente que aísla a Cuba de los movimientos del mundo? ¿Qué le espera en el futuro? ¿Cuando llegue de una vez, este futuro se convertirá automáticamente en otro presente enquistado, lleno de ruinas y muros? En todo caso, para Cuba las dudas resultan preferibles a las certezas.
Lo único cierto en la película es el laberinto fosilizado en el que Adrián y Daniel matan el tiempo, el aburrimiento, el vacío. La mar, con su inconsistente estado, es una incertidumbre promisoria, algo desconocido, imprevisible, potencialmente benéfico. La mar es movimiento, la ruina es la nada, es lo que debe quedar irremisiblemente detrás, a lo lejos. Es lo que debe desaparecer tras el horizonte, mientras los anfibios bracean en la plenitud desconocida, peligrosa, pero viva, de las aguas.
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