Fotograma de Querelle, R. W. Fassbinder dir., 1982
Fotograma de ʻQuerelle’, R. W. Fassbinder dir., 1982

Si querías meditar, medio aburrido, en La Habana de fines de los setenta (parece un pasado muy remoto, pero no lo es tanto), podías montarte en la ruta 24, citada alguna vez por Guillermo Cabrera Infante. Era la única, en el paradero de Lawton, que hacía un viaje circular sin tener que desmontarte: Lawton-La Habana Vieja-Lawton. Unos 80 minutos de huida y ausencia.

El mar, el atracadero, la lanchita de Regla, el muelle (antes, hará cincuenta años, aún se llamaba Muelle de Luz). Y los “frentes” segmentados del malecón: frente al túnel de la bahía, frente al Hotel Nacional, frente al Palacio de las Cariátides, frente a la casa que era del poeta César López, frente al Parque Antonio Maceo. Había (hay) una oscuridad oleaginosa cuando llegabas a las proximidades del Castillo de la Fuerza. Y gente evasiva y/o afectuosa por los alrededores: ojos inquisitivos, cejas en alto, sonrisas a medias, gestos breves llenos de sentido. Y penes remarcados que los teléfonos iluminan a discreción: el poderoso mito de la pinga grande.

Los kilómetros suavemente ondulados del malecón como escenario de la felicidad, el desconsuelo, el deseo, las compraventas, el sexo.

Críticos decentes y talentosos han escrito que Querelle (1982), la última película de R. W. Fassbinder, se constituye en un ensayo acerca de la naturaleza violenta y noble de la sinceridad amorosa entre varones (marineros y hombres vecinos del mar), y que es, en términos de visualidad, tan amenazadora y artificial como la escritura de Jean Genet, en particular la de Querelle de Brest (1947), la novela que sirve de base al guion.

Jean Genet: la revolución total del cuerpo. La exaltación del cuerpo joven, el rechazo a la autoridad y la jerarquía. Un ácrata de ese placer que se asienta en las evasivas y corredizas metáforas de la masculinidad.

¿Es posible decir que Fassbinder respetaba tanto el texto de Genet que le pareció posible filmarlo tan sólo dentro de un espacio simulado, quimérico, pero próximo a cierta verosimilitud de los escenarios? Es decir: escenarios atentos al make-believe y, aun así, capaces de exhibir un desplazamiento voluntario hacia la perentoriedad de esas alegorías que, en la película, ponen de manifiesto el carácter autonómico de un espacio mental.

Acaso habría que ver, como un complemento muy anterior, los veintitantos dibujos eróticos, hechos por Jean Cocteau, que figuran en la primera edición de la novela de Genet. Ahora recuerdo Hombres, machos, marineros, la celebrada serie de la pintora Rocío García. No hay más que sumirse en ella y examinar el obvio enlace. En Cocteau: figuras casi escuálidas y de musculatura definida, con pingas que, aun en reposo (algunas), exhiben poderío y ternura.

Brest: ciudad portuaria. La Habana, ciudad portuaria. Jeans, camisetas, lycras. La luz de la farola del Morro. Las franjas de sombras donde se acomodan los cuerpos. Hay un jovencito de rodillas saboreando un glande con lenta vehemencia. Cuatro o cinco testigos miran y se masturban. Frases en voz baja. Eyaculaciones agraciadas. Silencio y promesas falsas. Todo es efímero. Todo sucede en “el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”. ¡Ay, José Lezama Lima!

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No bien empezamos a ver Querelle, de inmediato se nos revela que la representación está teatralizada. Colores a punto de saturarse, una ambigua iluminación anaranjada (con un toque lo mismo vespertino que de alborada), y una trama que discurre por lugares cuya marcación resulta escenográfica. También se distingue allí una gestualidad que en ocasiones proviene de lo coreográfico, de la danza conceptual, como cuando Georges Querelle llega al Hotel Feria Bar y se encuentra con Robert, su hermano odiado y deseado, que baila con Lysiane, la mujer de Nono, el mulato dueño del sitio. Nono deja libre a Lysiane, admiradora de la masculinidad extremada y, en especial, de las manifestaciones de debilidad en los hombres. Pero todo aquel que la pretenda deberá jugar a los dados con él. Si el pretendiente gana, se lleva a Lysiane, pero si pierde deberá dejarse sodomizar por Nono y su pinga enorme.

Querelle busca perder y pierde. Nono va a sodomizarlo y le baja el calzoncillo. Sobre las nalgas del marinero cae una saliva gruesa y abundante. Después sobreviene una penetración efímera pero completa, sin caricias, sin palabras, excepto aquellas que, sin ser dichas, brotan del semblante satisfecho y fascinado de Querelle, que luego se entrega a Mario, el policía que visita el Hotel Feria Bar y que, lleno de curiosidad y totalmente erotizado, le hace preguntas sobre los detalles físicos del intercambio con Nono.

La lengua de Genet es la del apologista del crimen inocente y erotizable. Los marineros saben, cuando se sumergen en ese orbe de pasión apenas fonocéntrico, que la imaginación del sexo trae un complemento inevitable: la articulación del peligro con la violencia y la muerte. Comparado con esto, el malecón y sus breves escenas se tornan risibles. Pero ya sabemos que no es legítimo comparar y que se trata de otra cosa. Pueden robarte si te descuidas, pueden violentarte, pero no hay marineros con navajas que anhelen saborear un glande o ser saboreados para luego (o durante el acto) degollar y robar.

Cuando el buque donde ha venido Querelle, The Vengeur, se aproxima a Brest, ya vemos los cristales y los muros del Hotel Feria Bar, en cuyos extremos hay contrafuertes en forma de torreones (de cartón-piedra evidente). Este es un drama de pasiones y ardores masculinos, y los torreones son perfecta e inequívocamente fálicos. Penes gruesos, erguidos, con testículos, que salvaguardan y anuncian la masculinidad esencial, pétrea, del Hotel Feria Bar, territorio para conciliar dominaciones y pagos, para evaluar anatomías y ofrendas.

Hay un clásico joven pescador en el malecón, de esos que pasan la madrugada conversando con el rumor de las olas y oyéndolas romperse contra el arrecife. Empuña una eficaz y moderna caña de pescar (de fluorocarbono y madera de cerezo). Uno ve el hilo que se adentra en la noche de las aguas. El pescador solo finge que pesca. A su alrededor hay admiradores de ese callado entusiasmo nocturno. Pero están allí, sin hablar, cerca de la espalda del pescador, atisbando. Contemplación consensuada. El pescador usa un amplio short de mezclilla. El zíper está corrido. Turbulenta y mesiánica, entre diminutas tinieblas, la mitad de la pinga del pescador asoma y brilla.

Una intrincada red de crímenes y sexo se despliega en Querelle, filme donde la muerte o la herida que la causa provienen de breves combates tan violentos como sexualizados. Fassbinder va sembrando momentos donde la noción de combate se negocia y renegocia entre fugaces rituales de apareamiento y asesinatos alumbrados por el deseo más feroz. Querelle es la analogía, más o menos enriquecida, de la novela de Genet, y por eso la visualidad desbordante y pugnaz del sexo según Genet no es ni mejor ni peor que la que Fassbinder acentúa como dentro de un ballet. Sin embargo, hay algo que sí se añade de manera crucial para convertir la película en una obra de excepción: Fassbinder entiende y comprende el artificio lírico (profuso, lujuriante) de Genet y lo densifica por medio de imágenes concisas que señalan la sutileza lírica de un escritor portentoso.

Por detrás del laberinto sentimental que traza el marinero Querelle, hay un personaje que califica una y otra vez a ese bello asesino que no ha podido ni querido dejar de ser un sujeto pasivo, un receptor de hombrías. Ese personaje calificador es el silencioso teniente Seblon, autoridad máxima de The Vengeur. Ama a Querelle y deja constancia de su reflexivo amor en una grabadora de mano. Pero también es el mismo hombre que juega a explorar las entrañas del deseo y que escribe con tiza, en uno de los fálicos torreones, un anuncio espontáneo: “Hombre joven necesita chicos con penes grandes”.

El pescador gira sobre sí mismo, se vuelve y deja la caña a un lado, sobre el muro. Ahora se enfrenta a la ciudad. Ha elegido a su felador. La Habana nocturna torna a contradecir las consignas martirológicas y los caminos de redención, tan diurnos como vacíos. El placer está primero, igual que el yo que lo pone a su disposición.

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