Aimara Fernández filmando ʽTropicaliaʼ, taller Mujeres con la cámara, 2019

Desarmada tradición posee el documentalismo y el cine, experimental o de ficción, realizado por mujeres en 8 y 16 mm. Precisa referencia de imágenes filmadas con cámaras de ceñido tamaño que anima a crear, a narrar desde tan movible, práctico, cíclope. Elegir la película, controlar la luz, ajustar el encuadre, tener en cuenta los segundos de cada toma, revelar los rollos, son principios básicos que disponen de estrecha cercanía con el proceso creativo y la caracterización posterior de la obra de arte, sobre todo cuando se trata del cine analógico puro, absoluto, como también se le conoce a la cinematografía experimental.

Este tipo de cine ha sido ampliamente utilizado para el registro de acciones, tanto en el plano de lo privado (vida familiar, interiores domésticos, escenas cotidianas) como en el ámbito artístico. Testimoniar ha resultado una de sus funciones vitales, abrazada por momentos al discurso visual de un arte de vanguardia. La gran Ana Mendieta hacía de la cámara una extensión del acto creativo y un recurso en sí. Filmaba sus eventos performáticos e intervenciones en el paisaje natural, a la vez que articulaba obra en películas.[1]

En países de Latinoamérica y en algunos del Caribe hispano los destinos de estas cámaras se entrecruzaron con la narración política, de enfoque sociológico y perfil contracultural, como en la insubordinada creación de los años sesenta o en los movimientos feministas y de reforma de los setenta en Argentina.

Dentro de una escasa y poco conocida cinematografía oficial, el camino de esta expresión en Cuba no asumió estrategias de irreverencia. Se documentaba sin alegato enardecido. Al parecer, se decía sin decir. Enunciados sin peligro. Más aún así, cayó en el olvido.

El trabajo de las cineastas cubanas, o de las realizadoras que filmaron en el país, estuvo silenciado durante largo tiempo. Desde los últimos años, quizás un poco más de una década, se aprecia una labor de rescate, de justa reconfiguración del escenario en un medio donde las propuestas femeninas han cargado históricos desplazamientos, radicales descentramientos. Hoy las cineastas ya aparecen referidas, más continúan siendo notable minoría.

En el caso de las obras fílmicas en 16 mm, investigarlas es como armar un rompecabezas. Es juntar piezas sueltas, dispersas, relegadas, de una historia mayor de por sí postergada. En las filmografías y fichas técnicas que se encuentran de algunas de ellas, como en la excelente relación digital que presentó la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano en el portal del Cine y el Audiovisual latinoamericano y caribeño, no se especifican las películas rodadas en este formato.

Pensemos en tres espacios oficiales que pudieron albergar, desarrollar, este cine, el documentalismo y sus realizadoras: el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficas (ICAIC), determinante en la historia, los Estudios Cinematográficos de la Televisión Cubana (ECTV) y los Estudios Cinematográficos de la FAR (zona militar).

De nuestras pioneras conocemos, desde la experiencia del ICAIC, a la documentalista española asentada varios años en Cuba Rosina Prado, que desde 1962 se enfrascó en la dirección y la escritura de guiones sobre las vivencias y el contexto de una sociedad en proceso de cambios, entre ellos, el espacio de la mujer en la nueva realidad (Palmas cubanas, 1963).

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La magistral Sara Gómez, que comenzó como asistente de dirección en 1961 y colaboró con Agnès Varda en Salut les Cubains (1963), legó una documentalística única, tocando temas “difíciles” en una época de reconstrucciones sociales e idealismos alados. Considerada nuestra primera directora de cine, se enfocó hacia zonas neurálgicas, complejas, como los márgenes (o lo comprendido como marginal, terreno de lateralidades) y las opciones que el estrenado sistema de gobierno ofrecía a estos márgenes, sus colectividades, sus entramados, durante todo los sesenta y hasta 1974. Lo expresaron documentales como Guanabacoa: crónica de mi familia (1966), Una isla para Miguel (1968), o En la otra isla (1968), documental encuesta en la Granja de la Libertad, Isla de la Juventud, sitio de reeducación, donde un joven negro aficionado al canto se preguntaba si algún día podría representar La Traviata. En la otra isla, durante 40 minutos de intercambio, pone de relieve el concepto de heroicidad o el papel “regenerador” del trabajo agropecuario, y  las interrogantes de Sara inquieren sobre “el proceso de transformación de la conciencia” ante un joven católico devenido vaquero, o sobre la actitud de la regente del campamento, ante “los problemas de vida sexual y la moral de las mujeres en la Isla”.

Pero sucede que estos precursores cortometrajes fueron realizados todos en 35 mm. Al respecto, ha declarado Luciano Castillo: “La producción íntegra del ICAIC es en formato 35 mm, que era el standard de exhibición […] El formato de 16 mm sólo se utilizaba por los equipos de cine móvil, es decir, las copias en 35 mm eran reducidas a 16 mm para los proyectores soviéticos que desempeñaban esas funciones de llevar el cine a todas partes.”[2] La única cinta dirigida por mujer en esa institución rodada en 16 mm fue De cierta manera (1974) de Sara Gómez, aunque luego fue ampliada en 35 mm.[3]

Por otro lado, Teresa Ordoqui y Norma Heras realizaron en 16 mm toda su obra, pues a diferencia del ICAIC este era el formato que se utilizaba exclusivamente en los Estudios Cinematográficos de la TV en los años setenta. Ordoqui fue iniciadora del trabajo con este formato, Heras lo continuó a finales de los ochenta.

Documentales de temáticas asociadas a la cultura como 635 años de Son (1978) y Nicolás (1982), premiados por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), casi desconocidos y sin saber si aún se conservan, pertenecen a la autoría de Ordoqui. Además de su largometraje de ficción Te llamarás Inocencia (1988). Me comenta la cineasta: “En aquel entonces yo era la única directora de cine en la TV, después Estela Bravo y Lizette Vila comenzaron a dirigir también en 16 mm.”[4]

Útiles han sido estas cámaras en el reportaje de contiendas bélicas o en circunstancias de magnitud social. Infiero que estuvieron presentes en las filmaciones del éxodo del Mariel o en las guerras de Etiopía, Angola. Sólo se necesita precisar si fueron en manos de mujer. Los estudios fílmicos militares –y sus protagonistas– deben conservar el dato.

Alcanzo la referencia de Belkis Vega, quien había incursionado en el cine experimental en 1973 (versión de Romeo y Julieta en las cúpulas abandonadas del ISA, bajo la dirección de actores de José Antonio Rodríguez) y rodaba en 16 mm para Cine y TV Universitaria a inicios de los setenta.

Se trata, hasta hoy, de la primera mujer en filmar con los estudios de la FAR, cuando se abrieron a profesionales civiles en 1975. Belkis dice de sí: “Única mujer en el equipo durante los años ochenta. Pionera y de la obra más larga en estos estudios.”[5]

Vega se convirtió en cineasta de guerra que utilizaba aquel formato el cual permitía mayor movilidad. Estuvo en el Líbano (1980) como parte del proyecto de filmar territorios en conflictos, llevado por ECTV, donde fue directora asistente de los documentales El camino a la tierra y Líbano, la guerra interminable. Angola (1984) fue lo último que rodó en 16 mm. Una labor por encargo, dentro la fílmica militar, sobre la colaboración civil, que se pensaba para dos cortometrajes, y de los que terminó realizando cinco.

Tal vez por esa tradición de cuerpo incompleto que anotaba al inicio, hoy vuelve este cine desde la creación independiente, de la mano del veterano Juan Carlos Alom y Aimara Fernández, quienes llevan Studio 8 y los Talleres de 16 mm. Fotografía en Movimiento. En virtud de una búsqueda en eficaces maneras de la expresión, proponen un retorno a la narración visual desemejante, disconforme, del 16 mm. Según comenta Aimara Fernández, “los talleres se iniciaron en agosto de 2017 y hasta hoy se han hecho 53 películas entre La Habana, Ciudad México, Connecticut, Los Ángeles. Después de varias ediciones del Taller percibimos que no se presentaban mujeres, entonces decidimos crear Mujeres con la cámara.”[6]

En 2019, y bajo este título, la V edición del Taller, en colaboración con Arsenal Habana y con la asistencia del fotógrafo Irolán Maroselli, recupera y coloca la mirada femenina en un fragmento del hacer audiovisual contemporáneo. Se trata, sin dudas, de un arriesgado y estimable empeño.

Mujeres con la cámara convocó a diez mujeres devenidas artistas, la mayoría realizadoras sin prácticas. La relación incluyó a Mónica Baró, Mina Bárcenas, Mari Claudia García, Luisa Marisy, Lucy G. Morell, Claudia Arcos, Carmen Jiménez, Amalia Iduate, Alejandra Pino y la fundadora del taller Aimara Fernández. La aproximación intergeneracional –desde damas de la tercera edad, hasta una chica de 16 años—fue uno de los aciertos del taller. Se logró heterogeneidad de los lenguajes, tras una metodología de crear limpia, directa, sin volubles elocuencias. Cada autora tuvo la posibilidad de rodar entre 1 y 3 minutos de película, sintetizando en cada pieza un tópico, suceso o sentimiento.

Este encuentro con el cine experimental mostró una fracción de visiones, regida en esencia por las inquietudes comunicativas de cada realizadora. Trajo como resultado enunciados diversos, algunos de poca hondura, sobrepuestos a la congruencia estética. Aunque resultó fracción deudora de históricos parámetros discursivos (documentales de Sara Gómez, entre ellos), de resaltadas intenciones por el uso del invictus blanco y negro.

Las obras, exhibidas en premier en la XIII Bienal de La Habana, en un espacio alternativo y periférico (Barrio de San Isidro, a un lateral de Tallapiedra, Habana Vieja), no fueron edictos radicales de vocación rebelde. Emergieron películas de trama social, con las generaciones nacientes como centro de atención: Hombre nuevo, de Mari Claudia García, representación lograda de las llamadas tribus urbanas, y el filme Sistema matutino de Lucy G Morell, narración visual de la rutinaria, reglamentada puesta en escena que implica el inicio del día escolar en los tres niveles de enseñanza, rodada en espacios y con sonido reales en matutinos de escuelas primaria, secundaria básica y preuniversitario. El tópico naturalista o la relación del sujeto con su entorno natural se hizo ver en piezas como Reforestación, de Carmen Jiménez e Isla Josefina, de Mónica Baró. Otras películas fueron introspectivas, apegadas a historias muy propias, sostuvieron la idea del arte como viaje interior, reconciliatorio: Confesión, de Amalia Iduate, con toda la tensión de un rostro triste en primer plano sin banda sonora durante el filme entero, hasta la nana del final; y Duelo, de Claudia Arcos, con la determinación de quien gestiona la pérdida en un acto de identificación físico, al despojarse de todo el cabello.

Quizás una segunda edición de Mujeres con la cámara se sumerja en otros imaginarios, individuales o colectivos, en nuestros complicadísimos imaginarios de Isla, a través de todas las potencialidades, de las transgresoras e inequívocas maneras del documentalismo de vanguardia y el cine experimental.


Notas:

[1] Más de cien películas refieren los investigadores de la obra de Ana Mendieta, así como “la época más productiva con la cámara” de su obra la periodizan entre 1973 y 1975.

[2] Correo electrónico personal de Luciano Castillo, director de la Cinemateca de Cuba, 12 de agosto de 2020.

[3] Su único largometraje, filmado en 16 mm, concluido y editado posteriormente a su muerte. Datos ofrecidos y ratificados por Luciano Castillo; María Caridad Cumaná, especialista en Cine; Luis García Mesa, fotógrafo de Sara Gómez

[4] Entrevista vía electrónica con Teresa Ordoqui, 10 de agosto de 2020.

[5] Entrevista vía telefónica con Belkis Vega, 16 de agosto de 2020.

[6] Entrevista vía electrónica con Aimara Fernández, 14 de agosto de 2020.

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2 comentarios

    • Sí, Teresa Ordoqui me recuerda a Isabel Larguia, directora argentina que realizó también en 16 mm un documental en los estudios fílmicos, titulado «La Chatarra».

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