Hay una conocida leyenda que narra el encuentro equis de un sabio y un tonto. El primero señala al cielo y el segundo sólo atina a mirar el dedo. Un dislate sin corrección posible porque nadie puede dirigir la mirada o el placer ajenos. Esta imagen fue incluida en una especie de retrato textual que Flavio Garciandía (Caibarién, 1954) le hizo a Raúl Cordero (La Habana, 1971) hace un tiempo y que está, por su exactitud y belleza pienso, en el catálogo de la más reciente exposición personal de Cordero en el Museo Nacional de Bellas Artes (noviembre 2019-marzo 2020). Delante de sus piezas paso más tiempo del que suelo dedicarle a otras obras, será que a nadie le gusta mirar al dedo si ya sabe que algún sabio apunta más lejos. Esa inquietud me ha gustado siempre, incluso si me entrampo y no llego al “de-qué-va-Raúl”, “por dónde anda su música”. Más preguntas que respuestas.
El pasado 29 de noviembre en la inauguración estaba claro que a Raúl uno debe darle de su tiempo, probable justicia poética para cualquier pintor. Antes de subir a la sala principal, estuvimos en el lobby del Museo un rato frente a un texto de bombillos LED con la frase: “Ahora o nunca”. Seguro muchos espectadores buscaron con ansiedad el mensaje mayor detrás de este y otros textos (en LED o en el pigmento metálico de las Binnacle Paintings). Es comprensible. En nuestro contexto se repite un tipo de lectura sobre la tradición del arte cubano y el culto a veces neurótico a un tipo de conceptualismo enfocado en mensajes smart sobre la vida política-social en Cuba. Raúl no se ha perdido por estos caminos durante todos sus años de búsquedas en el universo de lo visual. Lo cual no quita que sus textos tengan esa cualidad smart, enigmática, a veces cínica o burlona. Tampoco implica que uno no pueda armarse sus ficciones, imaginar constelaciones poéticas o leer los textos de Cordero como galletas de la fortuna.
Yo, por ejemplo, me detuve en la mesa donde están documentadas obras lumínicas pasadas y pensé en el Pare de sufrir y en el YOLO (You Only Live Once) de la expo en Estudio 50 durante la Bienal. Recordé unos minutos el tiempo de los técnicos de luces, montadores y el equipo de apoyo al artista en general, las energías colectivas para armar un texto de otro. Tiempo invertido en instalar las siglas de la filosofía del carpe diem, tan familiar al cubano por muchas razones, algunas amargas.
Ya estaba mirando al dedo como el tonto de la leyenda, perdón. No lea a Cordero, él se ha reído siempre de los pretenciosos. Es jazz y sonidos polimorfos, nunca la nueva trova. Suéltese un poco luego del esfuerzo por unir los puntos brillantes y disfrute, es ahora o nunca. Él ha armado una muestra personal, curada por Niurka Fanego, para las mentes distraídas en una era llamada de la imagen en la que nadie se detiene un poco. No hay tiempo. La inmediatez te traga. Qué distracción.
Parecería una paradoja que Raúl Cordero, a lo largo de su carrera, se haya nutrido de las nuevas tecnologías y los mecanismos modernos de producción de imágenes, y que a la vez su noción del arte se acerque más a la de un artista del Renacimiento. Mas no hay contradicción en ello. Al centro de su trabajo están las preguntas sobre el lenguaje y la estructura en el arte. Es un renacentista que samplea como DJ múltiples imágenes y referentes que, si no están registrados en nuestra retina, forman parte de una memoria visual común, histórica y universal. En varios casos, sus pinturas son lugares donde ya estuvimos de alguna manera, sólo debemos detenernos ahí un rato. Por su heterodoxia en la representación y por cómo engulle y devuelve ideas, arte, lenguaje, la crítica casi siempre emplea el prefijo post- para hablar de la obra de Raúl Cordero: palimpsesto, cita, ironía, conceptualismo tropicalizado (como el de God Gave Us Nice Weather And A Whole Lotta Other Shit To Complain About…).
En las piezas de Arte para la mente distraída se entrevé la pausa de un fluir, de un proceso de investigación de varios años. Hacía diez que Cordero no exponía en Cuba. Siempre la técnica es impecable y en esta exposición, más allá de las pautas conceptuales que nos da la curadora, podemos imaginar a Raúl frente al espejo. Las grandes esferas recuerdan formas de la naturaleza, partículas aumentadas de tamaño, pero también las propias bolas de las instalaciones eléctricas y los textos en pigmento metálico. La tautología no agota el discurso de la pintura, aunque todo parezca subrayado. Alguien dirá que el maestro se repite, pero Cordero anda en sus búsquedas. Ahora con acrílico en lugar de óleo.
Un video de la exposición revela parte del proceso. Su ritmo con el aerógrafo –se sabe que le encanta trabajar con música y también pincharla–, los detalles de los puntos dorados, cómo crea la estructura de las esferas. Podemos saber un aproximado del tiempo invertido. Las vibraciones, el movimiento frente al cuadro, el esfuerzo físico, las energías que van y vienen, la materia transformándose. Nada de esto te lo cuenta una pintura ya acabada. En el orden de lo sensorial, de Arte para la mente distraída uno hasta debiera tocar a conciencia el catálogo, mucho antes de leerlo. Quizá, ya a estas alturas estoy de nuevo mirando al dedo como el tonto. No está tan mal después de todo, si, como escribió Flavio, de alguna manera perversa se ha ganado sabiduría.